Cómo la elite se defiende a sí en sus comentaristas

Las columnas de La Tercera del día de hoy (Domingo 12 de Abril del 2015) son ilustrativas para entender las estrategias discursivas de la elite en la situación actual. Ante el hecho que la propia elite está siendo enjuiciada, siendo que normalmente es la elite la que enjuicia a la población, ¿qué se puede hacer?

Una alternativa es seguir la tradición: Puede que la elite tenga sus bemoles, pero no nos olvidemos de los profundos problemas de la propia ciudadanía. Así, en la columna de Héctor Soto nos insiste que las culpas están bastante más repartidas, y en relación a los gastos de las campañas se mostraría la débil densidad cívica:

Es porque el que gana la calle con sus carteles normalmente gana en las urnas el día de la elección. Esto no habla muy bien de los políticos, de acuerdo. Pero tampoco muy bien de una ciudadanía que se deja engatusar por las palomas.

La columna de Villegas abunda en lo mismo: ‘una ciudadanía no mucho más honesta, pero POR ESO MISMO deseosa de representar el papel de los justicieros’.

No deja de ser interesante este enfásis en ‘la ciudadanía es tan mala como la elite’ porque, que me acuerde, cuando el tema del día es criticar a la ciudadanía (digamos, que no tiene el atributo que la elite le gustaría que tuviera) pocas veces se critica al mismo tiempo a la elite. No deja de ser curioso, al mismo tiempo, que la producción de esa situació, y el papel de las elites en ellos no se discute (siendo elites, en otras palabras, concentrando el poder real, debieran tener un mayor impacto en lo que sucede). Por ejemplo, si las campañas son caras porque hay que gastar en publicidad -porque ello es efectivo, ¿cuanto detrás de ello no hay elecciones de la elite en torno a desmovilizar a sus adherentes? (i.e no tienen voluntarios), ¿y cuanto detrás de ello no hay elecciones de la elite en torno a quitarle contenido a la decisión política? (y luego a quitarle razones para distinguir entre candidatos al elegir votar, y evitar recaer sólo en el reconocimiento publicitario).

Otra alternativa es insistir en las cosas importantes -en otras palabras, en las tareas del gobierno. E insistir, entonces, en la necesidad de no hacer reformas. En el caso de Soto es parte de su discusión de la débil civilidad de la población: Las personas eligen un programa y cuando éste se implementa proceden a criticarlo. Asumamos por un momento los supuestos de ese análisis (que la caída durante 2014 de la popularidad de Bachelet se debe a su intento por implementar reformas impopulares), y observemos lo que éste no observa: Que apoyar una promesa de cambios y de reformas es un apoyo a algo impreciso, y que no tiene nada de extraño que la implementación (concreta y particular) de dicha promesa resulte más compleja. Pero ese reconocimiento implicaría entonces otro reconocimiento: Que la relativa impopularidad de las reformas concretas que propone el gobierno no implica una falta de deseo de cambios.

Aunque, para las perspectivas que aparecen en La Tercera quizás la idea misma de reformas sea el problema. Porque, citemos a Villegas,

Una cosa y sólo una cosa se puede demandar de las instituciones política: que sean lo suficientemente estables como para garantizar la paz y un decente desarrollo económico. Cuando se exige más cuando se las asume como “agentes de cambio”, depósitos de la honradez y la pureza, garantes de la transparencia y trampolines hacia el Cielo pueden estar ustedes seguros que se les pide cuadrar el círculo.

Sólo notaremos la sofistería de hacer equivalente el pensar que se pueden hacer transformaciones a través de la política con la idea que la política sea trampolín hacia el Cielo, y nos centraremos en el hecho que, casi todos los países democráticos durante los últimos 100 años, han elegido que la política va más allá de ser sólo estabilidad. Y que, de hecho, el país en que vivimos es producto de un grupo que, por cierto, no limitó la política a ello sino que impuso instituciones y prácticas a través del ejercicio del poder político (saltándose las minucias de hacerlo a través de instituciones democráticas). Se puede encontrar que dicha creencia es equivocada, pero es claro que la práctica política democrática hace tiempo que no opera bajo la lógica de dicha cita; y no tiene mucho sentido pensar que la población se guiaría por esa idea.

 

NOTA. Que lo de Villegas es mera sofistería se nota cuando se ponen sus afirmaciones en comparación. Primero dice que hay que defender la aurea mediocritas, que el promedio y la mediocridad  no son mala cosa. Un par de párrafos después nos dice que los organismos administrativos se componen de un 90% de funcionarios buenos para nada y de un 10%  que las mantiene a flote -que es otra forma de mirar negativamente la mediocridad y el promedio (y otra forma de decir ‘vieron que los ciudadanos son, en promedio y en general, un desastre’). Pero supongo que la consistencia, siquiera en una columna, es mucho pedir a veces.

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