“También esto envejecerá, y lo que hoy defendemos con ejemplos, estará entre los ejemplos” El discurso de Claudio sobre los senadores galos en Tácito.

Entre los múltiples discursos que aparecen en los Anales de Tácito (Libro XI, 24) está el dicho por el emperador Claudio a la hora de defender la iniciativa de incorporar al Senado a habitantes provenientes de la Gallia Comata (las provincias galas conquistadas por Julio César, no la Narborense que estaba a esas alturas ya bastante romanizada). En la actualidad podemos comparar el discurso como aparece en el texto de Tácito con lo que se ha recuperado a través de inscripciones, y podemos observar que el historiador cumple con lo de presentar las ideas del discurso sin reproducir la enunciación exacta (que es la práctica de todos los historiadores de la Antigüedad, y en eso podemos observar que no mentían).

El discurso aparece como un rechazo a los argumentos en contra de esa expansión, y a nosotros nos sirve para analizar dos elementos. Primero, la política de expansión seguida por Roma, de la cual el discurso de Claudio es un ejemplo. Segundo, lo que implica la argumentación elegida en el discurso de Claudio en términos de los usos de la tradición.

La política defendida por Claudio-Tácito (usemos esa terminología para referirnos a la versión del discurso en los Anales) es la de la expansión de los privilegios romanos a las provincias. Es una política que, como lo enfatiza, el discurso es antigua y es parte de lo que diferencia a Roma de otros estados, y por lo tanto en la raíz de su éxito y continuidad de su pre-eminencia. En el momento en que se declara dicho discurso (48 dC) Roma ya lleva varios siglos como la principal potencia del mundo mediterráneo, y por lo tanto era ya evidente -a ojos de esos contemporáneos- que la política inclusiva era más exitosa que la excluyente. Eso es incluso más claro para Tácito, senador en la época de Trajano y Adriano (la escritura de los Anales se han fechado entre los 115 y 117 de nuestra era): cuando Tácito escribe este discurso ya han alrededor de 70 años desde que Claudio lo hiciera, y la evidencia que incluir a los provinciales era una política más adecuada resultaba incluso más clara.

En cualquier caso, el tema del discurso es más específico que uno de inclusión dentro de lo romano. Al fin y al cabo, los críticos también conocían de esta tradición de expandir la ciudadanía y no la niegan. El tema son los privilegios de ser senador, algo que nunca era inmediato dado el hecho de ser ciudadano. Y el argumento que Tácito pone en boca de ellos es muy similar a los que Tito Livio pone en boca de los patricios en sus luchas contra los plebeyos:

Leave them by all means to enjoy the title of citizens: but the insignia of the Fathers, the glories of the magistracies, -theyese they must not vulgarise! (Anales, XI, 23)

El discurso, por lo tanto no se limita tan sólo a defender la idea de una ampliación de Roma, sino se dedica a defender la idea de expandir, precisamente, el acceso a los estatus más altos. Lo que dice Claudio-Tácito no deja de ser interesante, por lo que resuena en discusiones modernas. Después de nombrar la situación de sus antecesores (transformado en ciudadano y en cabeza de una casa patricia) sigue:

I find encouragement to employ the same policy in my administration, by transferring hither all true excellence [egregium], let it be found where it will (Anales, XI, 24)

No sería extraño encontrar en una defensa contemporánea de, por ejemplo, una política abierta de migración este mismo sentimiento: de lo relevante y útil de atraer al migrante talentoso; y lo importante de no cerrarle puertas. Cualquiera que defiende migración declarando, por ejemplo, las empresas que crean o los premios Nobel que han sido migrantes está repitiendo el viejo argumento del emperador romano.

En cualquier caso, uno puede plantear que esa política (tomar ‘all true excellence, let it be found where it will’) es lo que han hecho todos los imperios relativamente exitosos. Por dar un ejemplo cualquiera, asesores extranjeros son bastante comunes entre, digamos, los Otomanos o los Aqueménidas. La formación imperial busca una cierta universalidad y la apertura e inclusión fuera del grupo étnico que funda el imperio es parte de esos requisitos.

El segundo punto de importancia es sobre el tipo de argumentación que usa Claudio-Tácito. Como buen romano, hay un profuso uso de antecedentes y de ejemplos. No argumenta a partir de principios generales aun cuando está defendiendo una idea general (la política de expansión).

Lo importante aquí es destacar el uso de esos ejemplos: Lo que hace Claudio-Tácito es defender una innovación a partir de la tradición. Lo que nos muestran nuestros ejemplos y nuestra historia, nos dice el discurso, es algo que podemos usar para generar nuevas prácticas y decisiones. La tradición no es algo simplemente a repetir, sino un modelo (algo ejemplar) que podemos usar para generar algo nuevo. Esta idea de la tradición, como fuente de nuevas acciones, es algo que -creo- Arendt destacó en más de una ocasión como uno de las principales intuiciones romanas en torno a la autoridad; y una de las que la distingue de los usos contemporáneos. Nosotros, más bien, solemos oponer la tradición al cambio, y en vez de ver a la tradición como fuentes de ejemplos para inspirar nuestra acción, a vemos como forma de repetir la acción.

En el discurso de Claudio-Tácito esa reflexión alcanza, si se quiere, la autoconciencia:

All, Conscript Fathers, that is now believed supremely old has been new: plebeian magistracies followed the patrician; Latin, the plebeian; magistrates from the other races of Italy, the Latin. Our innovation, too, will be parcel of the past, and what to-day we defend by precedents will rank among precedents [exempla] (Anales, XI, 24)

La capacidad romana de realizar modificaciones a partir de su veneración de esa tradición, y así darle fuerza es una que está detrás de sus éxitos. Aunque el Imperio Romano como tal puede haber caído, sus instituciones han seguido siendo relevantes. Desde el derecho hasta las letras con las cuales escribo, o el hecho que Roma sigue siendo -todavía- el centro de una organización multinacional, una que -como el discurso de Claudio-Tácito, sigue basándose en una larga tradición, que no le ha impedido realizar cambios, la herencia romana sigue estando ahí.

Las citas en la edición de la Loeb Classical Library (traducción de John Jackson). La traducción al español usado en el título de José Tapia Zuñiga, “El discurso de Claudio ante el senado (Ann. XI, 24) y la política imperial romana<“, Acta Poética 29, 1 (2008)

Los discursos de Settembrini y Naphta. El carácter del credo ilustrado en la Montaña Mágica de Thomas Mann.

La Montaña Mágica y la crisis de Europa antes de la Primera Guerra Mundial.

La Montaña Mágica, como toda gran novela, versa sobre muchas cosas. Uno de ellas es una exploración de la crisis de la cultura europea antes de la Primera Guerra Mundial (el Doctor Faustus es lo mismo pero sobre la cultura alemana y el nazismo). Nunca se destacará lo suficiente el quiebre que generó la Primera Guerra Mundial en la conciencia europea. En las primeras líneas, en las Intenciones del autor, ya nos dice (recordemos que la novela se publica en 1924):

Esta historia se remonta a un tiempo muy lejano, por así decirlo, ya está completamente cubierta de una preciosa pátina, y, por lo tanto, es necesario contarla bajo la forma del pasado más remoto.

Una de las formas en que se realiza esa exploración es a través de personajes que encarnan ideologías y aproximaciones a la vida. En particular, en esta entrada nos interesan dos de ellos, porque una parte importante de los dos últimos capítulos muestra sus disputas.

La oposición entre el humanismo de Settembrini y el radicalismo de Naphta.

La novela es la historia de Hans Castorp que viaja a un sanatorio para la tuberculosis (el Berghof), en principio para visitar a su primo, Joaquim Ziemssen, pero que descubre estando allí está enfermo. Ahí se encuentra con Settembrini, otro paciente del lugar, literato y humanista, que lo toma a su alero para desarrollar su vocación de pedagogo: De llevar a Castorp hacia el buen camino de un humanismo progresista y liberal de principios del siglo XX. Castorp, que como buen protagonista de una novela de formación, acepta esta dirección, pero nunca la acepta completamente (en particular en lo que concierne a su relación y enamoramiento de Clavdia Chauchat, que representa, en cierto sentido, una visión de relajación y de aceptación de la vida en conflicto con la perspectiva activa y exigente que tiene Settembrini). Settembrini nunca acepta totalmente su pertenencia al sanatorio, como buen progresista liberal no deja de ser un escéptico, y solo lo hace como medida transitoria. Cuando resulta que no tiene sanación, decide salir del sanatorio y ubicarse en el pueblo cercano. Ahí arrienda una habitación y se encuentra con el segundo personaje que nos interesa, Leo Naphta. Éste personaje, que luego descubriremos que es jesuita, representa una ideología contraria -como muchos comentarios han destacado lo que la unifica es su radicalismo y en particular su denuncia de toda la superficialidad y de los engaños de esa visión liberal y humanista, ilustrada, que represente Settembrini.

Settembrini es un hombre progresista de la Ilustración, y esa es una fe que ya no existe, o al menos no es tan dominante. Algunas de sus posiciones (su desagrado de la mera naturaleza -que es la base de la relación conflictiva con Clavdia que es precisamente la encarnación de esa postura en la novela-, su exaltación de la forma y de las maneras, su europeísmo sin problemas) ya son vistas con desagrado por quienes ahora enarbolan sus banderas. La figura de Naphta quiere ser contradictoria, esa mezcla de tradicionalismo casi reaccionario y total revolución (un revolucionario del pensamiento conservador lo declara Hans), pero no es tan extraña en nuestros días, donde el rechazo al humanismo ilustrado une a personas bien diversas ideológicamente (como todo el uso ‘progresista’ de pensadores como Heidegger y Schmitt muestra).

Un ejemplo de las discusiones. Del arte, la verdad y el terror.

Las disputas entre ellos son múltiples en estos capítulos, y sólo para mostrar con mayor concreción las características de la disputa narraremos una de ellas (en la sección Del Reino de Dios y de la Salvación, en el Cap VI). El lector si quiere puede saltarse esta sección, que será algo detallada, y asumir nuestras palabras a partir de las siguientes; pero puede ser de utilidad observar en concreto lo que está en juego en estas posiciones (lo que quiere decir ese humanismo burgués y ese radicalismo revolucionario conservador).

Ocurre cuando Hans visita a Naphta y empiezan a hablar sobre una pequeña pieza de arte medieval que éste tiene, y entonces Settembrini baja a visitarlos.

Naphta parte declarando su admiración por esa pieza, aparentemente tan fea, puesto que ‘los productos de un mundo espiritual y expresivo siempre son feos de pura belleza y bellos de pura fealdad’. Settembrini, cuando la observa, la critica, observando su falta de proporción y su falta de fidelidad a la realidad, que nacería de un principio contrario a la naturaleza. Naphta apoya esa observación diciendo que esa emancipación y desprecio del espíritu con respecto a la naturaleza son valorables. Settembrini reacciona, en particular después que Castorp hace unas declaraciones cercanas un poco a lo que dice Naphta, que ‘la sublevación del espíritu contra lo natural sólo puede considerarse honrosa cuando persigue la dignidad y la belleza del hombre’.

Settembrini entonces pone a su credo humanista como defensor de la dignidad de la humanidad, en contra de la visión medieval que estaba lejana del amor al prójimo. Naphta replica con sorna ‘y en cambio, fe el amor al prójimo lo que puso en marcha la maquinaria con la cual la Convención Nacional limpió al mundo de los malos ciudadanos’. Y declara superior a la Iglesia, que al menos se preocupaba del alma de quienes quemaba. Más aún, todo el espíritu científico no hace más que quitarle dignidad a los hombres, al quitarles el lugar que les corresponde: su lugar de centro del mundo. La verdad filosófica es superior a la científica y la pondrá en su lugar. Frente a esa declaración Settembrini hace una serie de preguntas (enérgicas nos señala Mann) en torno al valor de la ciencia y el conocimiento puro. Naphta declara que no hay conocimiento puro, que la ciencia sin prejuicios de Settembrini es un puro mito. Settembrini vuelve entonces a preguntar (y el gesto de preguntar muestra que efectivamente Settembrini no tiene tanto argumentos como un punto de vista que no discute, mostrando que Naphta tiene razón, he ahí una fe) si Naphta cree que hay una verdad más alta que la objetiva de la ciencia. Y Naphta responde que al final ‘es verdadero lo que es beneficioso para el hombre’.

Pero ese carácter beneficioso no es de este mundo, todo lo que trae la ciencia y el humanismo de Settembrini es superficial, en relación con las preguntas importantes y trascendentes. Esa ciencia no trae felicidad.

Settembrini entonces declara que si trasladamos ese pragmatismo al terreno político uno puede observar sus problemas: ‘De acuerdo, es bueno, verdadero y justo lo que es beneficioso para el Estado. Su felicidad, su dignidad, su poder… ese es su criterio moral’. ¿Dónde queda entonces la justicia y la democracia? Frente a ello Naphta lo invita a pensar lógicamente. Si el mundo es finito, entonces hay distancia entre lo físico y lo metafísico y cualquier cosa socia no tiene relevancia. Si el mundo es infinito, entonces no hay trascendencia y sólo nos quedaría la idea pagana del conflicto entre el individuo y la colectividad, con la ley pagana de la ley moral dictada por el Estado. Settembrini protesta, nos dice que ‘protesto contra esa insinuación que el Estado moderno implica una especie de subyugación demoníaca del individuo’ y habla de las grandes conquistas de la libertad y los derechos humanos. La reacción de Castorp y de su primo es de exaltación frente a la ‘gran réplica de Settembrini’ (así lo dice Mann).

Naphta responde que ‘intentaba introducir un poco de lógica en nuestra conversación y usted me responde con grandes términos’. Luego declara que todo el discurso de Settembrini no es más que un tradicionalismo al cual el tiempo ya ha rebasado y que esa pedagogía ilustrada tiene un carácter atrasado y obsoleto. Concluye que, en vez de eso, lo que ‘necesita, lo que está pidiendo, lo que tendrá es… el terror’.

Settembrini responde ¿quién encarnará ese terror? Naphta parte de algo que asume que Settembrini acepta: un origen social donde no había poder ni servidumbre, ni ley ni castigo. A lo cual Settembrini concuerda. Naphta prosigue entonces que se concordará que el Estado surge como un contrato en respuesta al pecado original para guardar al hombre de la injusticia. Ahí es donde declara Naphta que se separa su camino del de Settembrini.

Porque en ese punto plantea que defiende la supremaía de la Iglesia sobre el Estado. El Estado es el mal (porque no es divino) y su alma es el dinero, y que esa supremacía es demoníaca. Naphta nos plantea que frente a la utopía del imperio democrático universal, esa utopía espantosa de dominio del dinero, se propone la utopía de la Iglesia, con la reconciliación de lo humano y de lo divino. Y ello no puede ser pacifista. El poder es malo pero para llegar a su superación es necesario ‘un principio que reúna el ascetismo y el poder’.

Naphta continua, frente a las preguntas de Settembrini, que como puede ignorar la doctrina que significa la victoria del hombre sobre el economismo y la implantación del reino de Dios: el momento cuando no existan lo mío ni lo tuyo. Y de ahí desarrolla toda una crítica al capitalismo y a la economía, y que ello sólo es codicia y un peligro para la salvación del alma. Nos dice entonces, y así concluye el discurso, que el proletariado está junto a Gregorio Magno en contra del capitalismo y que:

Su misión es instituir el terror en aras del bien del mundo y de alcanzar la salvación última: la vida en Dios sin Estado ni clases sociales ( Del Reino de Dios y de la Salvación, Cap VI )

Frente al convencional doctrina liberal y burguesa, humanista, de Settembrini, la doctrina radical -efectivamente revolucionaria y conservadora (y esa mezcla de comunismo basado en religión no nos es extraña por cierto)- de Leo Naphta.

(Por cierto, la discusión sigue, pero con esto ya podemos tener una mejor comprensión del estilo de estas discusiones).

¿Cómo es posible solucionar la controversia? Los límites de la dialéctica y la relevancia del carácter.

No hay solución dialéctica a la discusión. Mann, en más de una ocasión, nos hace ver una vorágine de réplica y contra réplica infinita de los contrincantes, que sólo acaban su discusión cuando eventos externos los separan. Es claro que a través de la discusión no es posible solucionar la discusión.

No es por nada que la forma en que la discusión termina es a través de un duelo, no hay otra forma de resolver el asunto. Y en dicho duelo ambos se muestran tal como son. Settembrini no evita el asunto (‘quién no es capaz de defender un ideal con su vida y con su sangre, no es digno de llamarse hombre’), pero es Naphta el que insiste en ello (tras un intento de reconciliación de Hans, nos dice ‘ya desarrollará sus convicciones en otra ocasión -le interrumpió Naphta, fríamente-. Las armas por favor’). En el duelo, Settembrini elije disparar al aire, y tras ser conminado al orden declara simplemente ‘yo disparo adonde quiero’. Naphta, frente a ello, toma otra elección: ‘levantó la pistola en una posición que ya no guardaba relación alguna con el duelo y se pegó un tiro en la cabeza’ (todo ello en la sección Hipersensibilidad del Cap VII)

Un sentimiento que nunca he podido evitar al leer, y releer, las disputas entre Settembrini y Naphta es que Naphta es siempre más sutil y dialécticamente superior, y Settembrini aparece con convicciones superficiales. Lo vimos en el ejemplo, en que Settembrini finalmente se remite a repetir su fe mientras que Naphta es el que argumenta (y hacer eso es ya un triunfo de Naphta, puesto que de eso acusa a Settembrini). En otras ocasiones es claro que las bases de los argumentos de Settembrini son visiones muy limitadas y equivocadas del medioevo o de la antigüedad, y es Naphta el que presenta una visión histórica más acertada. Nada de ello es decisivo, como hemos dicho, la disputas no se soluciona dialécticamente, pero no deja de ser llamativo.

A pesar de lo anterior, sucede que un mundo de Settembrinis es siempre superior a un mundo de Naphtas. Esa impresión a la que lleva la novela es decisiva. Y eso es lo que muestra, al fin, la superioridad del charlatán italiano.

Es de hecho una conclusión a la cual la novela lleva. La novela no defiende la posición de Settembrini como tal, de hecho la rechaza, pero sí la pone por encima de Naphta. En varios personajes encontramos ese mismo movimiento.

Hans Castorp, por cierto, alcanza la misma conclusión. En la sección ‘Nieve’, que es una de las centrales, nos dice:

Por otra parte, te quiero mucho. Eres un charlatán y un fanfarrón, pero estás lleno de buenas intenciones, las mejores intenciones, y te prefiero mil veces a ese jesuita canijo e implacable, a ese terrorista, defensor de la tortura y el castigo físico, con esas gafas que echan chispas, y eso que casi siempre tiene razón cuando discutís (Nieve, Cap VI)

Y cuando aparece Mynheer Peeperkorn, la encarnación de la vida impetuosa e incluyente, el personaje que sin esfuerzo domina a todo el resto (porque la vida al final es lo que domina) y conversa sobre estos personajes, nos dice:

-Eso no tiene importancia [en relación a la falta de recursos de Settembrini] -declaró Peeperkorn-, es un hombre de modales caballerescos y un alegre orador; un caballero, a pesar que evidentemente no goza de los recursos para cambiar de traje con frecuencia. (Mynheer Peeperkorn (continuación), Cap VII)

Y tras la intervención de Castorp, en que compara a Settembrini con Naphta y declara su preferencia por el primero, prosigue:

-¡Un caballero y un excelente orador! -replicó Peepekorn, sin comentar nada acerca de Naphta (Mynheer Peeperkorn (continuación), Cap VII)

La vida no es Settembrini, pero la vida reconoce el valor de lo que dice Settembrini (y pasa completamente por alto a Naphta).

Tras una de las primeras discusiones entre Settembrini y Naphta que Hans y su primo Joaquim escuchan, este último declara que

-Eso siempre pasa. Hablar y exponer opiniones siempre tiene como resultado la confusión. Te lo digo yo: lo importante no son las opiniones que alguien tiene, sino si es un hombre íntegro. Lo mejor es no tener ninguna opinión y cumplir con el deber (Un nuevo personaje, Cap. VI)

Joaquim, del mismo modo que Peeperkorn, no opera en el logos, en la discusión racional, pero al igual que él observa algo que es relevante y que no es parte de ella (Joaquim no es un personaje sofisticado en términos filosóficos, pero en más de una ocasión realiza una observación relevante, precisamente por su ajenidad a esa forma, no es un simpleton). Joaquim no hace, como sí lo hace Peeperkorn, una declaración a favor de Settembrini, como representante de la integridad y del carácter. La novela es la que se encarga de ello. Volviendo al caso de Joaquim, después de la muerte de éste, es Settembrini, no Naphta, el que tiene la reacción humana natural de dolor y nostalgia.

En todos estos casos es interesante notar que la preferencia por Settembrini no se basa en su discurso. Castorp (y yo mismo en esta entrada) defendemos que de hecho es vencido por Naphta. La razón de la preferencia tiene que ver con el carácter de Settembrini, que es el declarado finalmente superior. El gran defensor del discurso, de las letras humanistas, vence no por su dialéctica, sino por la persona que es.

La diferencia crucial, como dijimos, no está en el discurso, está en el carácter. Pero esa diferencia nos dice también del tipo de discurso. Examinemos ello.

La defensa de la vida más allá de las disputas del discurso.

Ya hemos dicho que la novela no toma partido por Settembrini (aunque en más de un caso se ha tomado que finalmente Settembrini expone a Mann). Peeperkorn, y su humanidad, avasalla -por ejemplo- toda posible discusión. En frente de él, los dos pedagogos quedan sin habla.

Estaba entusiasmado y todo el interés de los paseantes por las discusiones entre Naphta y Settembrini había desaparecido como si lo hubiese barrido el viento (Mynheer Peeperkorn (continuación), Cap VII)

En la sección Nieve, que ya citamos, Castorp finaliza rechazando a ambos (charlatanes, de Settembrini nos dice que tiene una concepción filistea y vacía de la vida, y a Naphta lo rechaza por toda su confusión, su guazzabuglio)

¡Vaya pareja de pedagogos! Sus discusiones y sus desacuerdos en sí no son más que un guazzabuglio y un caótico fragor de una batalla que nunca podría aturdir a nadie con una mente libre y un corazón piadoso (Nieve, Cap VI)

Frente a ello, la elección de Castorp es finalmente:

Quiero conservar en mi corazón la fidelidad a la muerte, pero quiero acordarme bien de que la fidelidad a la muerte y al pasado no es más que maldad, oscura lascivia y rechazo de lo humano cuando determina nuestro pensamiento y nuestra conducta. En nombre de la bondad y del amor el hombre no debe dejar que la muerte reine sobre sus pensamientos (Nieve, Cap VI).

Ese credo no es el de Settembrini (esa fidelidad a la muerte no es ‘settembriniana’), pero al final no es tan lejano. No por nada las palabras que usa para rechazar a ambos pedagogos se aplicaron primero a Naphta (confusión), no por nada lo que le opone como valor (ese mente libre y corazón piadoso) son buenos valores en Settembrini y no en Naphta (que es frío y defensor de la crueldad finalmente). Y esa lógica de ‘esto está bien, pero siempre que no supere el límite de lo que sirve para desarrollar el espíritu’ es algo que Settembrini le ha mencionado a Castorp en repetidas ocasiones a lo largo de sus conversaciones.

Al rechazar las ideas de Settembrini en aras de una visión que acepte la vida en toda su complejidad (y que no se quede en lo superficial, que eso es lo que implica esa fidelidad a la muerte, ese no rechazar la muerte como algo puramente negativo opuesto a la vida, sino como parte de ella), Castorp lo hace al interior de un marco ‘settembriniano’

La superioridad de Settembrini frente a Naphta es una superioridad de carácter, no de discurso, pero ella se basa en el carácter de esos logos. El credo humanista se demuestra superior al radicalismo precisamente por esa mayor cercanía con la vida.

El carácter del credo de Settembrini y su relación con la vida

Esta compatibilidad entre el credo de Settembrini y el que nos propone Castorp (y uno diría la novela), tiene su base en que finalmente en que Settembrini, todo él formalidad humanista, llegado el momento sabe abrirse a la vida y abandonar la forma.

Sabe salirse de su propio credo, que es lo que finalmente es la marca de todo pensamiento que no es radical: Un pensamiento radical es uno que es siempre fiel a sí mismo y por eso lo es desde la raíz; mientras que un pensamiento no radical es uno que siempre tiene una base, reconocida o no, de irreflexividad.

En una de las escenas más emotivas de la novela, y la última que está en la montaña, bueno, dejemos hablar a Mann:

Aunque cuando en verdad estuvo [Hans] a punto de perder el sentido fue cuando Settembrini, en el último momento, le llamó por su nombre: le llamó Giovanni, y además, rechazando la forma de tratamiento que se impone en el Occidente civilizado, es decir: ¡tuteándole!

-È cosi in giù -dijo-, in giù finalmente! Addio, Giovanni mio! (Estalla la tempestad, Cap VII)

La fuerte emoción que está detrás de esas palabras se entiende tras toda la extensa relación que han sostenido Settembrini y Castorp a lo largo de la novela (es la más continua de todas las relaciones que Castorp tiene en el Berghof), hay un efecto producido por el largo plazo que este breve resumen no puede dar; pero al leer la novela uno se da cuenta porque Hans casi pierde el sentido, porque se entiende la profunda emoción que los embarga. Esta emoción está ligada al hecho que Settembrini puede salirse de su credo; y ese poder salirse es parte de su credo -la defensa de espíritu humanista se basa en la defensa de la humano, y por lo tanto de algo que no se define solamente en ese credo ilustrado que Settembrini representa.

La fe moderna ilustrada es una fe de carbonero, como de hecho menciona con sorna Naphta. Precisamente por eso, es una fe que no abandona su humanidad pre-reflexiva. Por ello no deja de ser una buena fe.

La Miseria del Historicismo. La crítica a la idea de totalidad y a la profecía histórica

La contratapa de mi copia de La Miseria del Historicismo (la edición Routledge) tiene una cita de Koestler: ‘Probablemente el único libro publicado este año [1957 es la edición original como libro] que sobrevivirá este siglo’. La profecía de Koestler parece correcta, puesto que cuando uno lee el texto ahora bien puede sorprenderse por lo actual de los debates en los que se inserta el texto. Por otro lado, el que la cita de Koestler sea una profecía, en un texto que crítica explícitamente la idea de predicción histórica, nos pone directamente en el centro del texto.

El texto es una crítica al historicismo, a la idea de la profecía histórica. Llama la atención que Popper divide la exposición y crítica de esas ideas bajo dos apartados: las doctrinas anti y pro científicas: Que una misma doctrina opere tanto bajo la idea que para analizar la vida social aplica la lógica de la ciencia como que no aplica puede sonar algo extraño. La coherencia se logra porque esas doctrinas se refieren a aspectos distintos. Las doctrinas anti-científicas tienen su base en la afirmación que la vida social es un todo completo que debe ser analizado como tal (holista), de ahí deriva el resto de las doctrinas que Popper pone bajo ese apartado. Las doctrinas pro-científicas afirman que la vida social es un proceso con una trayectoria determinada y predecibles.

Estas dos ideas son independientes, cada una puede postularse sin defender la otra; y al mismo tiempo son compatibles, no hay nada que evite mantener ambas. Un proceso único con una trayectoria puede pensarse como predecible: Esa idea basal es la idea del ‘historicismo’.

La crítica a la idea de la vida social como un todo único

La crítica de Popper es bien sencilla: No hay forma de describir, de pensar, en un todo que integre todas las características de un objeto. Las posibles descripciones de un objeto son infinitas. Luego los todos ‘holistas’ son imanejables (puede existir tal cosa como el conjunto de todos los atributos del objeto pero no es algo con el cual podamos toparnos). Esto no quiere implicar defender atomismos: Hay un núcleo válido en la crítica al atomismo (que hay atributos que nacen de la composición y de la interacción), pero de ahí no se sigue que exista un todo como algo analíticamente tratable donde estén incluidos cada aspecto y dimensión posible de ser pensada de la vida social.

Luego, esos todos que presuntamente distinguirían a la vida social de otros elementos, que harían inviable una visión científica de ella, no existen -o es como si no existieran para el análisis.

De ahí se sigue una consecuencia política: Si no hay forma de pensar en un objeto único que englobe toda la sociedad, se sigue que no hay forma de intervenir en dicho objeto. No es posible una planificación global de una sociedad: No hay forma que estas totalidades pueden ser objeto de actividad alguna

It may be even be said that wholes in sense (a) [la totalidad de todas las propiedades o aspectos de algo] can never be the object of any activity, scientific or otherwise (Sección 23)

Luego, quien quiera intervenir debe reconocer esa imposibilidad. Incluso si lo intenta, no es sólo que fracase en el intento (muchas cosas fracasan al fin); es que realizará una intervención peor.

Lo que se puede hacer es una intervención gradual (piecemeal es la palabra que usa en inglés). Popper la ilustra inicialmente diciendo que es un asunto de ir paso a paso (small adjustments), dando a entender que hay una diferencia de escala (pequeña escala contra la escala global del ingeniero holista).

The characteristic approach of the piecemeal engineer is this. Even though he may perhaps cherish some ideals which concern society ‘as a whole’ -its general welfare, perhaps- he does not believe in the method of re-designing it as a whole. Whatever his ends, he tries to achieve them by small adjustments and readjustments which can be continually improved upon (Sección 21)

Sin embargo, y el mismo Popper así lo aduce en el texto, ello no es suficiente. El problema con diferenciar la ingeniería gradual de la holista a través de un tema de escala, es que intervenciones de gran escala son cosas que suceden en la vida social; y la idea central es que la intervención holista es imposible.

Es así que Popper enfatiza, a renglón seguido de la primera declaración, que efectivamente la diferencia en realidad no es de escala (en la misma página de la cita anterior nos habla de ‘far-reaching liberal programmes for piecemeal reform‘). Y en la siguiente página nos recuerda que:

As this approach is understood here, constitutional reform, for example, falls well within its scope; nor shall I exclude the possibility that a series of piecemeal reforms might be inspired by one general tendency (Sección 21)

Una intervención gradual (piecemeal) puede ser a gran escala y puede implicar cambios importantes.

La diferencia es que se sabe, y se parte, del hecho que no es posible ‘cambiarlo todo’. Si se quiere es la diferencia entre la Revolución de la independencia de Estados Unidos -que implicó crear una Constitución, una en la que se aplicaron ideas bastante nuevas- y la Francesa. La primera es intervención gradual, a pesar que incluye una intervención de gran escala e importante (la Constitución) porque a nadie se le pasó por la cabeza cambiar toda la sociedad. Lo que sí ocurrió en la Francesa. En esta última, a pesar que varios de los cambios realizados ahí sí tuvieron éxito (Código civil, abolición del feudalismo, administración interna vía departamentos, sistema métrico etc.) no se logró cambiar toda la sociedad; y Tocqueville escribió un gran libro, El Antiguo Régimen y la Revolución, para mostrar cuánto de los cambios (administrativos) de la revolución tenían bases en los siglos anteriores. En otras palabras, no es un tema de escala.

Lo que se puede derivar de la diferencia es, por ejemplo, la actitud de ir con cuidado y de recordar las dificultades; pero lo crucial es el reconocimiento que una intervención -no importa su tipo ni su magnitud- es siempre una modificación parcial. Y ello porque sólo podemos tratar y pensar aspectos parciales de cualquier objeto.

La crítica a la idea de la trayectoria

La observación crucial básica de Popper en relación al tema de la predicción histórica (y técnicamente, porque plantea que aplica la idea de profecía) es la idea que toda predicción de hechos concretos, y toda predicción de una concatenación, nunca proviene de la aplicación directa de una sola ley de la naturaleza. A causa a B y B causa a C, pero las causas en ambos casos son diferentes, y luego no hay un solo proceso causal que permita pasar de A a C.

No sequence of, say three or more causally connected concrete events proceeds according to any single law of nature (Sección 27, en itálica en el original)

Mas aún, la predicción de un hecho concreto es distinto de la predicción general que hace una ley científica: Se puede predecir un hecho concreto a partir de una combinación de una ley con una circunstancia antecedente, que a su vez es concreta. No hay derivación directa a partir de una ley de ninguna predicción.

I suggest that to give a causal explanation of a certain specific event means deducing a statement describing this event from two kind of premises: from some universal laws, and from some singular or specific statements which we may call the specific initial conditions (Sección 28)

Todo ello establece, entonces, que del hecho que existan leyes sobre la vida social (y esa posición es la que Popper defiende) no se sigue que pueda existir una predicción histórica.

La idea de una predicción histórica, y además en su versión fuerte, que es posible establecer una trayectoria a partir de un movimiento (y una que sigue de manera indefinida) se basa en un olvido de todo ello: Del hecho que toda predicción depende de ciertas condiciones, condiciones que no son puestas por la propia ley que se usa en la predicción; y que cuando estamos viendo una cadena de predicciones se usan diferentes leyes, y esa cadena tampoco es predecible a partir de la primera, también evita ello. La predicción histórica incondicional no existe.

Popper plantea que aquello que sí existe son tendencias. Pero la diferencia crucial es que las tendencias son condicionales: ‘Mientras exista condición X, entonces sucederá Y’, mientras que las leyes se planten con total generalidad (‘en todo X sucede que si más Y, menos Z’ o ‘es imposible que ocurra Z’). Y dado que las tendencias dependen de condiciones, y esas condiciones no son necesarias, entonces la predicción histórica deja de ocurrir (los historicistas ‘overlook the dependence of trends on initial conditions’, Sección 28)cuando la condición deja de operar, y la tendencia no establece que ella tenga que operar, entonces la tendencia ya no ocurre más.

while we may base scientific predictions on laws, we cannot (as every cautious statistician knows) base them merely on the existence of trends. A trend (we may again take population growth as an example) which has persisted for hundreds or even thousand of years may change within a decade, or even more rapidly than that (Sección 27)

El argumento anterior se fortalece con uno que Popper agregó posteriormente, y que está en la introducción de la edición de 1957 (los artículos originales fueron publicados en 1944-1945): Dado que no podemos predecir el conocimiento futuro (no podemos saber hoy que es lo que conoceremos mañana), entonces -dado que las acciones dependen de lo que se conoce-, no podemos conocer el curso futuro de la historia.

Conclusión. El interés de un texto de 1957.

De esta forma, Popper critica las dos afirmaciones centrales del historicismo. Lo hace en un texto particularmente claro, de un autor que en general lo era.

En un texto que además tiene una de las mejores presentaciones del argumento del falsacionismo (mejor que la hecha en la Lógica de la Investigación Científica), y además lo hace de una manera tan poco dogmática, que ya responde a muchas de las críticas posteriores (en la sección 29, cuando distingue explicación, predicción y test).

Lo hace en un texto, además, que muestra, para un autor cuya idea de la ciencia fue atacada como ‘poco sociológica’, una explicación bastante social del progreso científico (en la sección 32, donde nos dice que ‘It is of some interest that what is usually called scientific objectivity is, based, on social institutions‘)

Más aún, en este texto crítico del historicismo, muestra cual sería el núcleo racional de la idea. En otras palabras, no hay puro error ahí, sino que existe una intuición correcta mal llevada. Esta forma de enfrentarse a la teoría contraria me parece que es la única que es finalmente válida. Lo hace a través de la idea de lógica situacional (sección 31).

Incluso, más allá de eso, plantea un posible uso de todas estas ‘teorías de la historia’. Claro está, como teorías que nos dicen hacia donde se moverá la sociedad y como teorías que explicarían el movimiento global de la sociedad, no sirven -por las razones ya dicha. Pero como puntos de vista que permiten dar cuenta de los procesos históricos, asumiendo que son puntos de vista parciales que lo hacen desde un lugar específico (y luego no están en competencia con otros), entonces sí pueden ser útiles. Que toda la historia sea la historia de la lucha de clases es falso, pero se puede usar esa perspectiva para comprender el transcurso histórico, siempre y cuando recordemos que esa es una perspectiva, del mismo modo que existen muchas otras. El problema del historicismo es que ‘mistakes these interpretations for theories‘, Sección 31) El problema de la narrativa global es que pretenda ser única y explicarlo todo, no que sea un elemento para estructurar la visión. Críticos posteriores de Popper (por ejemplo Passeron en El Razonamiento Sociológico) plantean que Popper negaba la explicación histórica, pero a la hora de postular algo, postulan lo que Popper estableció en el texto.

Todo lo anterior hace del texto un buen texto. Es un argumento claro y sencillo, muy bien presentado, que es lo suficientemente matizado para dar cuenta de posibles críticas, que recoge lo que tiene sentido de la posición posterior. Como modelo, sin duda es un texto a ser leído.

No se reduce a ello, empero, su utilidad actual. La crítica al historicismo puede parecer ya innecesaria, la crítica post-moderna a los metarrelatos dejó en mal pie a la idea de predicción de largo plazo, y aunque el post-modernismo como tal ya no es tan relevante, si ha dejado esa idea.

Sin embargo, el atractivo de la idea de predicción histórica no ha desaparecido. Y no es raro encontrar todavía quienes creen que la idea de contar con explicaciones científicas de los acontecimientos sociales implica la contar con predicciones (que es precisamente contra lo que va el texto), y esto ya sea para extasiarse por la posibilidad de predicción como para negar la posibilidad de una ciencia social. Entre las miríadas que se dedican a análisis de datos no faltan quienes estiman que con las nuevas herramientas ahora se podrá predecir, y que la profecía histórica es el papel esencial que ahora se podrá lograr. Finalmente, y así es como Popper concluye el texto:

It almost looks as if historicists were trying to compensate themselves for the loss of an unchanging world by clinging to the faith that change can be foreseen because it is ruled by un unchanging law (Sección 33)

La ceguera de la Oligarquía. Cicerón en el De Officiis.

El De Officiis de Cicerón ha sido uno de los tratados de ética práctica más importantes en la tradición occidental, aun cuando -como todos los clásicos- es ahora bastante menos influyente que con anterioridad. Siendo Cicerón quien era, no sólo un intelectual orgánico sino un actor político relevante (cónsul, y de hecho quien detuvo la conspiración de Catilina), sus escritos éticos además son relevantes en términos históricos -como pensaba alguien que era un actor político relevante y portavoz de los optimates (de la aristocracia). El texto además es un texto distinto por las circunstancias bajo las cuales se escribió: en medio de la guerra civil, obligado a abandonar el mundo público y dedicado entonces a escribir, bajo el peligro de la persecución de los triunviros. Lo que finalmente terminará, poco después de terminar el texto, con su ejecución bajo órdenes de Marco Antonio, su hijo Marco (a quien dirige el texto) se unirá a Augusto y tendrá después la, supongo, y al ser cónsul ese año anunciar la muerte de Marco Antonio y los castigos a su memoria.

En otras palabras, no es un texto del cual se pueda esperar que sea ecuánime en temas políticos, y ello se nota con claridad en el texto. No es aquí donde uno puede esperar, por ejemplo, una mirada ponderada sobre Julio César, que invariablemente (ya sea de manera explícita o implícita) recordado como un tirano. Es por eso mismo que nos interesa, en esta entrada, enfatizar ello: Aquí Cicerón, por decirlo de forma coloquial, habla desde lo más profundo.

La percepción de Cicerón sobre Tiberio Graco, o sobre la violencia para mantener el orden de la oligarquía.

Un tema interesante, y lo es en particular porque es en un contexto en el cual recordemos sus amigos y su partido han sido destruidos por la violencia política (una que además se renueva con el asesinato de Julio César, cometido por el bando republicano y senatorial de Cicerón, aun cuando Cicerón no es parte de la conspiración), son las referencias a los Graco, en particular a Tiberio Graco, el líder original de los populares, que defendía medidas a favor de la plebe. En aquella época, el bando senatorial reaccionó asesinando a Tiberio y eliminando sus reformas. Es de hecho, el inicio de la incorporación de la violencia en la república romana, que terminará con sus crisis final y con la derrota del bando senatorial y la instauración del poder autocrático que tanto habían criticado y temido. El contexto es entonces bajo la derrota completa de un bando que se había opuesto sistemáticamente a reformas populares.

Pues bien, ¿qué nos dice Cicerón?

Tiberius Gracchus, Publius’s son, will be held in honour as long as the memory of Rome shall endure; but his sons were not approved by patriots [rerum Romanarum en el original] while they lived, and since they are dead they are numbered among those whose murder was justifiable (Libro II, XII)

Aprueba su asesinato (y lo compara negativamente a su padre). A lo largo del texto aparecen más referencias positivas al asesinato de Tiberio Graco y negativas hacia él (Libro I, XXII; Libro I, XXX; Libro II, XXIII). Cicerón sigue defendiendo esos actos de violencia -los sigue viendo como actos de defensa de la res publica. Lo que no ve, lo que no aparece, es el reconocimiento que quizás la intransigencia, y esos actos de violencia, puedan haber sido parte de las causas del proceso que lleva al fin de la república. Ello no aparece ni siquiera como posibilidad a ser negada o criticada.

No es que Cicerón sea ciego a la violencia ejercida por su bando. Así, en relación a la dictadura de Sila, que para defender el poder aristocrático inaugura las proscripciones (la práctica bajo la cual, de hecho, Cicerón será condenado y asesinado) nos dice que:

In Sulla’s case, therefore, an unrighteous victory disgraced a righteous cause (Libro II, VIII)

De lo que no hay duda es de lo virtuoso y bueno de la causa. Los contrarios están plenamente equivocados y si es necesario llegar a la violencia pues bien corresponde realizarlo (es ético hacerlo, recordemos que éste es un tratado de ética y la posición basal de Cicerón, que defiende a lo largo de todo el Libro II y III es que no hay diferencia entre lo útil y lo bueno, para que algo sea útil debe ser bueno). Esto no implica que toda violencia a favor del orden sea buena (ya vimos la referencia a Sila), pero sí que en principio no hay problema con ella.

Al principio de esta entrada mencioné la conspiración de Catilina. En esa ocasión Cicerón era cónsul, su desenmascaramiento de la conspiración uno de los triunfos de los cuales se mostraba más orgulloso. Ahora bien, una de las decisiones tomadas fue que unos detenidos, esto es ante de la derrota militar de Catilina, fueran ajusticiados sin proceso (medida que le costó posteriormente el ataque permanente de los populares, al haber defendido el asesinato judicial de ciudadanos). En el debate en el Senado un joven Julio César defendió la moderación, pero el bando senatorial promovió la dureza (así nos dice Salustio, Conspiración de Catilina, 50-52) . Los optimates, finalmente, como política permanente aprobaron el uso de la violencia contra sus contrarios, sin mayores límites -hasta que esa violencia terminó en el exterminio del grupo.

El derecho a propiedad y la intransigencia oligárquica.

Lo que está en juego, finalmente, es la propiedad. Lo que subyace al conflicto entre optimates y populares se refiere a diferencias en medidas que implican afectar la propiedad: Distribuir tierras (y en el caso romano esto tiene un tema de trasfondo, la apropiación privada de tierras que originalmente eran públicas, los aristócratas defendiendo dicha apropiación inicial y negando la recuperación). O una medida muy tradicional en las demandas populares en la antigüedad: la condonación de deudas.

Cicerón se declara claramente a favor de un derecho de propiedad a ultranza. Esto pasa desde declaraciones más bien altisonantes, como la siguiente, que es una cita relativamente conocida:

For the chief purpose in the establishment of constitutional state and municipal governments [res publicae civitatiesque constitutate en el original] was that individual property rights might be secured (Libro II, XXI)

O la siguiente, que usa otro lenguaje, pero no deja de ser efectiva en su defensa de la propiedad y su rechazo a limitaciones (condonación de deudas y de alquileres aquí):

In order that, when I have bought, built, kept up, and spent my money upon a place, you may without my consent enjoy what belongs to me? What else is that but to rob one man of what belongs to him and to give to another what does not belong to him And what is the meaning of an abolition of debts, except that you buy a farm with my money; that you have the farm, and I have not my money? (Libro II, XXIII)

En las citas se nota, por cierto, el manejo retórico de Cicerón, que varía el lenguaje y el tipo de argumento; y donde se nota claramente la pasión que sentía al respecto. Es fácil darse cuenta que la fama de Cicerón como orador y político era bien ganada.

No es el punto aquí detenerse a observar si son buenos argumentos (a lo más, como dije, cabe reconocer que son efectivos en una discusión pública). El punto es la actitud que reflejan: Toda limitación a los derechos de propiedad es una falta a la ética y a los deberes (officiis se refiere a los deberes) que nos debemos los unos a los otros. Es una forma de quebrar la comunidad.

Frente a ello, entonces, los que intentan poner limitaciones son enemigos de la res publica, y se merecen todo lo que les puede pasar. No hay manera de transigir con ellos (y recordemos, el punto del tratado es que no hay diferencia entre lo útil y lo virtuoso, si no es bueno no puede ser útil).

Esta intransigencia (que le lleva, por ejemplo, Libro III, VI, a poner fuertes límites al caso extremo de si es aceptable que alguien que esté a punto de morir tome el pan de otro, ahí no vale la idea que salus populi suprema lex, que de hecho es un dicho ciceroniano) es lo que nos interesa. Una intransigencia que no es personal de Cicerón, es una constante de la oligarquía romana (Tito Livio al narrar los inicios de las disputas de patricios y plebeyos en el Libro de II de su Historia de Roma, Ab urbe condita ya nos muestra dicha intransigencia). Una que no abandonaron ni siquiera en la situación de bancarrota de esa política.

Y sin embargo…

Varias de las discusiones anteriores tienen un ‘sabor’ moderno (la historia romana muchas veces entrega ese sabor). Discusiones sobre gasto público o sobre límites de la propiedad son discusiones modernas; y algunas de las declaraciones de Cicerón bien podrían ser defendidas por liberales más bien extremos en nuestros días.

Sin embargo, la sociedad y cultura romana siguen siendo otra forma de hacer y de pensar. Y las diferencias con los modos modernos aparecen también con claridad. Si se quiere y en resumen: estas visiones de Cicerón aparecen en un contexto de comunidad y en un contexto de deberes.

Partamos por lo segundo. La doctrina liberal casi siempre critica el fraude, que es desvirtuar un contrato (si no se recibe lo esperado y dicho en el contrato no se puede decir que hubo transacción voluntaria). Lo que nos dice Cicerón al respecto es que:

We must, therefore, keep misrepresentation [mendacium] entirely out of business transactions (Libro III, XV).

Mendacium es más amplio que fraude, que la mentira directa. Lo que Cicerón ensalza y dice es la obliación es la representación verdadera del bien no solamente la que no dice falsedades. La idea es ‘honest dealing between honest parties’ (Libro III, XV, inter bonos bene agier en el original). El intento de buscar cualquier ganancia en la transacción, que no es algo que el liberalismo actual critique mucho (más bien es usual escuchar que las personas debieran tener cuidado con lo que firman, poniendo el énfasis no en quien intenta aprovecharse sino en el descuido de quien lo acepta), aparece como algo inmoral en Cicerón.

Esto se entiende si uno toma en cuenta lo otro que dijimos: Que este es un pensamiento que se ubica en una comunidad, no piensa desde el individuo. Cerca del inicio del texto, Cicerón nos dice que:

The fist office of justice is to keep one man from doing harm to another, unless provoked by wrong; and the next is to lead men to use common possessions for the common interests, private property for their own (Libro I, VII)

Como ya hemos visto, la visión de Cicerón sobre el derecho de propiedad y sobre las demandas populares son similares a las visiones liberales más puristas. El derecho de propiedad es sacrosanto, nada justifica que se pase encima de él, no es justo quitarle la propiedad o su uso a alguien, y menos la justifica las demandas hechas por un pueblo que no las ha ganado.

Con todo, hay una diferencia. Cicerón en el texto citado no sólo nos dice que cada quien ha de poder usar su propiedad para sus propios intereses, sino que marca otro espacio donde es otra la norma: el espacio de lo público (como dice el texto original, deinde ut communibus pro communibus utatur, privatis ut suis). Lo que nuestros actuales defensores a ultranza no ven, y que sí veía Cicerón, a pesar de toda su ceguera y la de su grupo, es la existencia de un espacio público -y por lo tanto, de deberes hacia esa vida en común. Es al interior de una comunidad, y de la trama de deberes (y derechos) que en ella emergen que se puede entender la defensa de la propiedad, y ella puede ser radical; pero ese mundo no cubre todo. Si se quiere, la visión de Cicerón, por más que pueda acercarse a ciertas vertientes del liberalismo, es en sus fundamentos muy alejada de todo intento de pensar toda la vida en términos de mercados y contratos. Estos existen y donde existen no hay mayor límite de hecho (privatis ut suis recordemos), pero ello no cubre toda la existencia.

No habla muy bien de nuestra élite el que resulte incluso más ciega que la romana. (Esta última frase la había escrito, porque a veces las entradas se toman varios días, antes del acuerdo suscrito en la mañana. Ahora se pone bajo la esperanza que los acontecimientos de los próximos meses desmientan dicha frase final).

NOTA. Cito de la edición de la Loeb Classical Library. Traducción de Walter Miller.

Unas notas sobre el liberalismo autoritario. Dos citas de Sergio de Castro.

Partamos por las citas que son bien ilustrativas (ambas están en La Revolución Capitalista de Chile de Manuel Gárate, que todavía estoy leyendo). Ambas son de Sergio de Castro, Ministro de Hacienda durante la dictadura de Pinochet y una de las principales personas responsables de la implantación del modelo económico.

La efectiva libertad de la persona solo se garantiza a través de un gobierno autoritario que ejerce el poder a través de normas impersonales, iguales para todos (Cap 2, p. 131)

Con una metralleta en la raja, todo Chile trabaja (Cap 3, p.189)

La primera cita representa un argumento que ha sido escuchado muchas veces en nuestro país: Dado que las libertades se entienden como libertades individuales, no incluyendo las políticas, se sigue entonces que es perfectamente compatible con un régimen autoritario la experiencia de la libertad. Es algo que varios intelectuales liberales dijeron durante la dictadura de Pinochet. Si la libertad es la libertad de llevar la vida individual que se quiera, y se basa en el resguardo de ciertos derechos que permiten lo anterior, entonces no requiere de libertades públicas.

La cita de De Castro agudiza ese argumento en todo caso. No es sólo que sea compatible, sino que sólo en un régimen autoritario podría haber libertad. Y esto porque, finalmente, en una democracia se atentaría contra las libertades económicas (que son todas las libertades), o al menos, es lo que llevarían las democracias, dado que es lo que las mayorías tenderían a pedir. Es una vuelta a un argumento muy antiguo (hay que recordar que la idea que la democracia es el mejor tipo de gobierno es bastante reciente, así que no faltan críticas a ella a lo largo de la historia del pensamiento político).

Lo que me importa más bien es la segunda cita, porque ella ilustra lo que la primera esconde. Claramente quien declara lo de la ‘metralleta en la raja’ no le importan esas libertades individuales y económicas entendidas como libertades para todos. Está defendiendo el uso de la fuerza y la coerción para algunos (a los que hay que obligar a trabajar en vez de que puedan ejercer lo que sea que ellos decidan).

Lo que aparece con la segunda cita es que ni siquiera es la libertad individual lo que está en juego, es la libertad del ‘señor’ que requiere, de manera automática, el no ejercicio de la libertad por parte del ‘siervo’. Y ese no ejercicio, por si acaso hubiera que decirlo, corresponde no sólo a la falta de las libertades políticas, sino también de las libertades civiles.

La restricción del concepto de libertad pasa por sucesivas etapas hasta que queda reducido al núcleo que le importa al autoritarismo liberal: Que los dueños puedan hacer lo que quieran, pasando por encima de la libertad de los otros. El tipo de persona que puede pensar, porque en Abu Dhabi hay libertad de emprendimiento y bajos impuestos hay libertad, sin importar las condiciones de casi esclavitud de muchos trabajadores.

El credo liberal es originalmente (el On Liberty de Mill es probablemente uno de los ecos tardíos de ello, y aquí probablemente Lastarria) uno universalista: La libertad que se defiende se lo hace para todo el mundo (al menos en el discurso). Sin embargo, al correr del tiempo, y con el descubrimiento que buena parte de la población no compartía el credo liberal (ni nunca lo haría) entonces la idea de libertad se fue cerrando, en su sentido y en los sujetos a los que aplica.

El resultado final de ello es un liberalismo que cree que una sociedad libre es una donde ‘con una metralleta en la raja, todo Chile trabaja’. No deja de ser un resultado triste para un credo que inicialmente era bastante más optimista y abierto.

No hay expertos sobre la cosa pública. Un comentario a raíz de ‘No lo vieron venir’ de J. C. Castillo

Este recién pasado 25 de Octubre en una columna en Ciper (link aquí), Juan Carlos Castillo defendió que muchos estudios mostraban bases para que no sorprendieran las movilizaciones de los últimos días: Estudios que mostraban molestias y críticas sobre la sociedad que se ha construido en Chile.

Esa correcta constatación (aunque tampoco hay que exagerar su contenido, que el malestar estallaría de esta forma o que tenga la deriva que está teniendo va más allá de lo que esos estudios establecían) se enmarca en un argumento que estimo es profundamente equivocado. En la idea que los científicos sociales somos expertos que sabemos lo que hay que hacer. La comparación inicial es con el saber médico. Citemos:

¿Dónde debemos buscar respuestas para entender lo que se ha etiquetado como “estallido social”? Ilustro con una analogía: cuando siento un malestar físico severo, no le pregunto a gente de la calle ni a los políticos sobre lo que debería hacer, sino que probablemente voy a recurrir a alguien con conocimientos médicos con base científica. En temas sociales, sin embargo, parece que todos somos equivalentes en cuanto a conocimientos, que todo lo que se dice son “opiniones” y, por lo tanto, todo es igualmente válido: lo que dice la calle, los periodistas y los políticos.

A lo cual se sigue negando lo anterior: No, hay opiniones más autorizadas que las de otros en estos campos.

Y aquí hay una confusión crucial. El saber de los científicos sociales es uno que a lo más, y ya ese cuesta bastante construirlo, es de diagnóstico. Pero no es un saber de prescripción, que es el del médico. Podemos decir que tal y tal cosa sucede, podemos tener ideas meridianamente fundadas de que tal cosa tiende a producir esta otra. Ese es el tipo de cosas que, si es que tenemos suerte, podemos saber -y digo ‘tenemos suerte’ porque muchas veces no lo alcanzamos, y no por desidia o falta de estudios; es que son temas complejos. Alcanzar una pequeña conclusión descriptiva cuesta bastante.

El caso es que nada de eso es sobre prescripciones: sobre lo que hay que hacer. Ese saber no nos pertenece, y sobre eso quienes nos dedicamos a estos estudios no somos expertos. Sobre lo que hay que hacer estamos en el mismo lugar que cualquier vecino. Y esto porque en nuestros campos la pregunta sobre lo que hay que hacer requiere, por un lado, de saberes y asuntos éticos y, por otro, de sabiduría práctica, de buen juicio. Y de ni uno ni de lo otro hay saber especializado, son ambos disponibles a todos sin más en el caso de la ética o lo que requiere obtenerlo no es asunto de ‘conocimiento científico’ en el caso del buen juicio; y, por lo menos, los estudiosos de la vida social no poseen ningún acceso especial a ellos, que los diferencie y exalte más allá de las capacidades del común.

De lo cual se sigue la conclusión del título de esta entrada: No hay expertos sobre los asuntos públicos. Pretender que, como científicos sociales, somos experto en ello es un ejercicio en arrogancia.

Arrogancia que no proviene solamente de un tema cuantitativo -no es tanto lo que sabemos (y si en esta coyuntura podemos plantear que había varios elementos que sustentaban la idea que algo podía pasar, ¿cuantas veces no han ocurrido cosas que nos sorprenden?)-, sino es además, como vimos, un tema cualitativo -del tipo de saber que disponemos. Tener una cierta capacidad en generar conocimiento empírico fundado mejor que el de otros no es la capacidad que permite disponer de un saber experto sobre lo público. Para ello solo disponemos de nuestra habla ciudadana, y a decir verdad, nada más se requiere.

Volviendo a la cita inicial. La imagen del médico no creo que sea adecuada para nuestra posición. Al fin y al cabo, el médico puede prescribir porque en su caso la eticidad que la fundamenta es bastante compartida -queremos vivir, y queremos una vida plena. Ello no ocurre en las discusiones públicas, que son bastante más complejas (y recuerde ya lo complejo que puede ser una decisión médica).

Si hubiera que ofrecer una analogía la que creo que nos podemos acercar es la del arquitecto. Éste tiene un saber experto, por eso lo llamamos cuando queremos construir una casa; pero su saber experto no define la casa a construir. Esa definición, lo que queremos hacer, es de quien llama al arquitecto -cada uno en el caso de una casa, todos, o lo que más se acerque a ello, en el caso de una decisión social. El arquitecto no reemplaza esa decisión más fundamental, que es la decisión sobre la vida en común, sobre la vida que queremos vivir. Lo que puede hacer es ayudar a llevarla a cabo (si es que acepta hacerlo, que también esa decisión le corresponde). La analogía, como todas, es inexacta; puesto que en este caso el arquitecto es también parte de esa comunidad que tiene que decidir sobre la vida en común.

Pero para lograr ocupar esa posición, ya sea su rol de arquitecto o su rol de participante, lo que hay que hacer es abandonar la pretensión de disponer de un conocimiento especial sobre lo que hay que hacer en la vida social. Sobre la cosa pública todos tenemos, en última instancia, la misma capacidad de juzgar.

La (vieja) caída del estructuralismo. Una reflexión a propósito de Fernand Braudel

Yo soy estructuralista por temperamento (F. Braudel, El Mediterráneo y el mundo mediterráneo en la época de Felipe II, Conclusión de la 2a edición, III, p 795 del vol 2 de la edición castellana)

Pocos declararían ese temperamento en la actualidad. De hecho, las últimas décadas han visto una recuperación no sólo de la historia política (que, al fin y al cabo, era posible recuperarla bajo una mirada estructural), sino del acontecimiento; y pocos tienen esa mirada global y de largo plazo que era el sello de Braudel. Así, por ejemplo, lo señala von Bavel en su estudio reciente sobre economías de mercado, que ‘the more structural approaches to history, which were dominant in the decades after the Second World War, have waned’, The Invisible Hand? Oxford University Press, 2016: p. 19).

Esta caída del estructuralismo y resurgimiento del acontecimiento en historia (o de la agencia en ciencias sociales) requiere ser explicada. Y hay bastante que se puede entender de ello en la propia obra citada, la primera obra clásica de Braudel, que es el representante de una historia estructural y de largo plazo.

Lo primero es hacer notar que la tensión entre estructura y acontecimiento, o para ser precisos entre los tres niveles que distingue Braudel (larga duración, estructura y coyuntura, y acontecimiento) es algo que estructura el texto. Cada nivel es una parte de la obra, y es aquí donde encontramos las discusiones más largas de Braudel sobre acontecimientos.

Las tensiones entre el estructuralismo y el acontecimiento aparecen de inmediato, al inicio de dicha parte. Braudel parte casi disculpándose:

Sólo después de muchas vacilaciones me he decidido a publicar esta tercera parte bajo el signo de los acontecimientos: al hacerlo así la vinculo a una historiografía francamente convencional (3a Parte, Los acontecimientos, la política, los hombres, p. 335)

Y aunque nos dice porque vale la pena: Porque no se puede dar la totalidad sin dar el acontecimiento, porque para dar la perspectiva de quienes vivieron no queda más que narrarla como su drama (que es como lo vivieron), que es finalmente una historia válida.

Pero cada razón se da con una limitante. Es parte de la totalidad, pero lo esencial lo da la larga duración y las estructuras. Ese drama que les dió sentido a sus vidas es más que probable que sea una ilusión. En última instancia el acontecimiento es superficie (‘el efímero polvo de la historia’ p. 335). El acontecimiento puede iluminar lo que es esencial (y así nos dice que los usó al mostrar las estructuras) pero en sí mismo no es mucho lo que importa.

Y sin embargo, a pesar de todo ello, da la impresión que no es sólo eso. La parte de los acontecimientos es bastante extensa (casi 450 páginas en la edición en castellano). Además se nota que Braudel la narra con garbo, es una narración interesante. Nadie dedica toda esa extensión, un capítulo completo a defender que Lepanto si tuvo consecuencias a pesar de la impresión aparente, o todas esas páginas dedicadas a negociaciones diplomáticas entre Madrid y la Sublime Puerta (contando las aventuras de personajes menores, y buscando información sobre ellos) si es que no está genuinamente interesado en todo ello. Braudel, en esa parte, entra en todas las discusiones tradicionales, en discutir las opciones y los posibles errores (y éxitos) de los actores etc.

Por otro lado, la misma narración de acontecimientos no se puede hacer sin volver a los temas estructurales (y de larga duración). Para entender por qué Felipe II vuelve a España, Braudel hace una revisión del estado de España en esos años que da más claridad al respecto que lo que hace en la revisión estructural (p. 406-p.422). La discusión sobre el procedimiento de ventas públicas realizadas para saldar los problemas financieros no sólo muestra con claridad lo que se ha dicho de las limitaciones de los Estados en la época, sino que nos hace más claro el funcionamiento de la estructura (la hace más precisa y específica, mientras que la descripción estructural puede ser muy general). Pensemos en la siguiente cita:

Muchas aldeas aprovechan la ocasión para comprarse a sí mismas, es decir, para redimirse, como se había hecho antes en Nápoles, liberándose así de las jurisdicciones urbanas que las acogotaban. Fue de este modo como Simancas, por ejemplo, se sustrajo a la dominación de Valladolid (3a parte, Cap 1, IV, p 418)

La cita muestra la operación de una concepción de los derechos públicos, de las jurisdicciones (como bienes privados patrimoniales), que nos permite entender con más claridad los límites y problemas de las crecientes burocracias que la misma discusión sobre estos temas en la parte 2 de la obra. Podría decirse que bastaba con mover esa discusión a la parte 2, sacarla de la cadena de los acontecimientos, para subsanar ello.

Ese contra-argumento no es suficiente. La discusión sobre la necesidad de esas ventas es necesaria en la parte 3, porque es parte de la cadena de acontecimientos que se está narrando. Y esa conexión con la cadena nos permite entender ese tema estructural (como se conectan las dificultades de fondos, como ellas se producían, cuáles alternativas podían discutirse dadas las circunstancias etc.). Y si se moviera ello, pasaría lo mismo en otro lugar. A menos que transformarámos la parte estructural incluyendo a los acontecimientos siempre pasaría lo mismo: porque el acontecimiento tiene la característica que es ahí donde operan las conexiones en concreto.

Esto último permite entender porque Braudel al mismo tiempo le quita importancia conceptual al acontecimiento y hace una brillante historia de acontecimientos (política y diplomática). Se debe a que su concepción del acontecimiento (como superficial) no corresponde a su práctica. Pensar la relación entre acontecimiento y estructura como una relación superficie/ profundo no nos permite comprender el acontecimiento. El acontecimiento no es superficial, es la materia concreta donde ocurren las cosas. La estructura no es algo más profundo que el acontecimiento, es una forma de sintetizar (de ver patrones) en esos acontecimientos. Pero lo que ocurre, y a través de los cuales se forman las conexiones que conforman una estructura, son los acontecimientos. Mirado así es que podemos comprender como alguien con talante estructural puede dedicarse a una narración tan detallada, y porque combina la apertura estructural con las preocupaciones sobre alternativas (tan tradicionales), y los hace cuando discute de acontecimientos.

Al final de la introducción de la 3a parte, Braudel recuerda una conversación donde se le sugiere que podría haber escrito las partes al revés. Partir con el acontecimiento (superficial) para ir progresivamente en partes profundas. Braudel dice que la imagen del reloj de arena que se invierte permite entender que los dos caminos son posibles (p. 337). Y sin embargo, creo que hay algo más poderoso. La sugerencia es la ‘normal’ si de verdad se piensa el acontecimiento como superficial, la obra te mostrará ello al ir develando las capas. El hecho que Braudel no hiciera eso, muestra que en su práctica de historiador, de historiador estructural y de larga duración, sabía que el acontecimiento no era eso.

El que el estructuralismo, en su auto-concepción, le quitara relevancia al acontecimiento (y a la agencia), cuando de hecho ello no corresponde desde esa visión, ayuda a explicar su decadencia. Cuando llegó la hora de quienes darle más realce al acontecimiento y al actor, no tenían mucho que responder. Ahora bien, lo que queda es preguntarse porque aparecen quienes desean recuperar el acontecimiento y la agencia. Es lo que intentamos responder a continuación.

Hay razones para la caída de estructuralismo. En última instancia, y eso es aún más claro en el examen de la vida cotidiana que quizás en la historia, no termina de dar cuenta de la vida social. El nivel de determinismo que está inscrito en el estructuralismo es demasiado alto para lo que se encuentra en la realidad (pensemos tantos análisis que muestran efectos estructurales con r2 francamente ridículos). En términos puramente conceptuales, además, resulta difícil pensar en mecanismos tan perfectos que reduzcan realmente al agente a ser un mero conducto de la estructura (nunca es tan claro como operaría ello en la práctica).

Quizás más crucial, en todo caso, que esas razones, existen motivos para esa caída. Y ellos son siempre los mismos (y son nombrados por Braudel en la conclusión citada): la libertad de las personas. El estructuralismo, incluso cuando declara que esa posición es independiente de la pregunta por la libertad, al final vuelve a decir que ella no existe. Braudel, de hecho, dice ello (‘me resisto a discutir sobre todas estas cuestiones concernientes a la importancia de los acontecimientos y la libertad del hombre’ p 794) y en la siguiente página declara que cuando piensa en los individuos ‘tiendo a imaginármelo prisionero de un destino sobre el que apenas puede ejercer un influjo’ (p 795). La segunda parte del epílogo de Guerra y Paz es una de las versiones más famosas de la posición que equivale estructuralismo y falta de libertad.

Ahora bien, queremos sentirnos libres. Una teoría que nos dice que ello es una ilusión será irritante y buscaremos (por lo menos, nos alegraremos) que ella esté equivocada En nuestras ideas de una buena sociedad, de una buena vida social, no hay efectos estructurales. Una socialidad donde fuéramos perfectamente libres no tendría estructura. He ahí la motivación que vuelve tan difícil tener ese temperamento estructuralista que menciona Braudel.

Y sin embargo, ello no es todo. Vale la pena notar las últimas palabras de la conclusión:

Pero el estructuralismo de un historiador no tiene nada que ver con la problemática que preocupa, bajo el mismo nombre, a las otras ciencias del hombre. No tiende a la abstracción matemática de relaciones que se expresan en funciones, sino hacia las auténticas fuentes de vida en lo que ella tiene de más concreto, cotidiano, indestructible, y de más anónimamente humano ( Conclusión de la 2a edición, III, p 795 del vol 2 de la edición castellana)

Lo que está en juego en ese párrafo no es la idea de la prisión que limita la libertad. En esas últimas palabras está en juego otra cosa.

Para entender eso que está en juego se hace menester disolver la idea que la libertad implica la importancia del acontecimiento, y en general la disolución de todo efecto estructural. Es lo que veremos a continuación.

La idea del acontecimiento (y del instante decisivo) no muestra la libertad de los agentes. La libertad de los agentes no se muestra en mostrar que Lepanto pudo pasar de múltiples formas, y que las consecuencias tan diversas de esos resultados mostraría que los seres humanos son libres y que el efecto estructural es mentira (si tal cosa hubiera pasado entonces el mundo sería tan diferente).

Lo que muestra es un mundo en que pocos agentes importan (y ello en pocas ocasiones) y el resto sigue en su marco estructural; el marco que permite que transcurran esos efectos del acontecimiento clave y sin los cuales no se puede ser un momento clave. Para que A sea decisivo (para que Lepanto sea decisivo en esa forma de mirar la historia) se requiere que A tenga las consecuencias B, C y D, y que esa cadena sí ocurra; entonces mientras que A es algo libre, sus efectos (y entonces esos otros acontecimientos) no lo son. Si cada acontecimiento es igualmente poco determinado, entonces nada tiene grandes consecuencias (porque esa consecuencia inmensa depende que ocurran otros acontecimientos que también son indeterminados). La idea del acontecimiento decisivo no es una expresión de libertad, es una expresión de dominación. Para que don Juan de Austria o Andrea Doria sean actores claves se requiere asumir que el resto no lo son.

Más aún, si nos tomamos en serio a ese resto, si nos tomamos en serio al conjunto de los actores, entonces podemos darnos cuenta porque un mundo donde todos los actores son libres sigue teniendo efectos estructurales. Esos efectos son una consecuencia directa de la pluralidad del mundo. La mera existencia de ese conjunto de actores, con las acciones que determina cada uno de ellos como agente libre (o al menos como agente no determinado por el propio actor) basta para producir efectos estructurales. Es por ello que el estructuralismo, que de forma ingenua parece anular al actor, al factor humano, puede aparecer como un resultado de su operación.

Al fin y al cabo, los actores realizan sus acciones y generan sus efectos a través de esas estructuras. Son estructuras (en el caso de Lepanto, estructuras y organizaciones militares, desde las tácticas para usar galeras, la existencia de las galeazas venecianas, de los tercios españoles, de la forma en que la armada turca se organiza etc.) los que permiten entonces que don Juan de Austria pueda tomar decisiones, y que ellas sean relevantes (si ellas no existen, o fueran distintas, no se puede ser el héroe que gana o el villano que pierde la batalla). El actor opera con las estructuras, y a través del entramado de otros actores. Sin eso no puede operar. Y eso es válido para todos los niveles (desde los comandantes hasta un soldado cualquiera o un remero), todos ellos son agentes, y es a través de las estructuras dadas que hacen lo que hacen.

Si una estructura es algo que no se puede cambiar, un límite de la acción; sucede que las acciones se hacen usando esos límites y aprovechándolos. Puedo cruzar una montaña precisamente porque trabajo con los límites de la acción (que es lo que me permite tomar las precauciones adecuadas para poder cruzarla).

Es esta conciencia, sumado a lo que dijimos al principio, que la estructura o el largo plazo no anulan el acontecimiento, lo que permite, quizás, rescatar el temperamento estructural de un Braudel. Un temperamento que, con todos los problemas que pueda tener, permitió escribir un texto tan fundamental y tan brillante como la que hemos comentado.

NOTA. Las citas son con respecto a la edición del Fondo de Cultura Económica de 1976 (que es la que traduce la 2a edición francesa de 1966).

Democracia y Oligarquía en Tucídides

La Guerra del Peloponeso no es, para nada, una celebración de la democracia, y en particular de su versión clásica de democracia directa. Los críticos ya sea del asambleísmo o de la democracia, pueden encontrar en Tucídides muchas citas para avalar las críticas.

Quizás una de las más famosas está en el encomio del liderazgo de Pericles

He controlled the mass of the people with a free hand, leading them rather then letting them lead him. He had no need to seek improper means of influence by telling them what they wanted to hear, he already had the influence of his standing, and was even prepared to anger them by speaking against their mood. For example, whenever he saw them dangerously over-confident, he would make a speech which shocked them into a state of apprehension, and likewise he could return them from irrational fear to confidence. What was happening was democracy in name, but in fact the domination of the leading man (Libro II, 65)

Inmediatamente después procede a compararlo con quienes lideraron Atenas después de su muerte

Pericles’s, successors were more on a level with one another, and because each was striving for first position they were inclined to indulge popular whim even in matters of state policy. The result -inevitable in a great city with an empire to rule- was a series of mistakes, most notable the Sicilian expedition (Libro II, 65)

Atenas prosperó bajo Pericles porque no era realmente una democracia, pero una vez que empieza a funcionar como ellas lo hacen todo se derrumba. El argumento y sus implicancias son conocidos (y han sido mencionados más de una vez, la primera vez que leí esta anotación fue en un artículo de Moses Finley, Demagogos Atenienses, publicado originalmente en 1962 en Past & Present, y que aparece en la colección Estudios sobre historia antigua (publicado en 1974 en inglés, edición en castellano de Akal)

Por cierto, Tucídides no es tampoco un apologista de las oligarquías. En su comentario sobre las contiendas civiles en la Hélade a partir de la guerra civil en Córcira nos dice que si bien cada partido usaba bonitas palabras, al final todos ellos caían en la misma decadencia moral (Libro III, 82). Y es del gobierno oligárquico de los 400 en Atenas, nacido de una reacción anti democrática tras la derrota en Sicilia, que nos dice que son los que engañan al pueblo y de los cuales nos dice que ‘If anyone did speak up [contra ellos], he quickly met his death in some convenient way’ (Libro VIII, 66)

Sin embargo, no se encuentra en Tucídides muchas críticas al gobierno oligárquico como tal (como si las hay, como hemos visto, sobre las democracias).

Mitilene y Platea. Un contraste en decisiones

El propósito de esta entrada es mostrar que hay varios elementos, en el propio texto de Tucídides, que complejizan la anterior aseveración y nos hacen ver que la visión de Tucídides sobre el tema no es tan sencilla.

En el libro 3, durante el quinto año de la guerra (en el verano del 527 AC), hay dos eventos en que podemos contrastar las decisiones de un gobierno democrático y uno oligárquico. En ambos se toman decisiones sobre qué hacer con la población masculina adulta de una ciudad que se ha rendido, y lo que está en juego es si se los mata o no.

Atenas se enfrenta con la revuelta de Mitilene, uno de sus aliados. Durane el sitio, los dirigentes deciden entregarles armas a la población general, a los muchos, los hoi polloi. Una vez que ello sucede, el pueblo decide acabar con la revuelta. Los atenienses, a quienes la rebelión de una ciudad con una relevante fuerza naval había alarmado en demasía, discute en asamblea que hacer. Lo que deciden, instigados por Cleón, es matar a toda la población masculina adulta y vender como esclavos a todo el resto, enviando un navío a Mitilene para informar a los comandantes de dicha decisión. Luego de tomada la decisión, una sentimiento de revulsión se desarrolla, y se llama a una asamblea para el día siguiente.

Tucídides nos presenta los discursos de Cleón, a favor de mantener la decisión, y de Diodoto, a favor de revertir la decisión (Libro III, 37-48). El argumento que la democracia sería inferior por la inconstancia lo hace Cleón (que es un ejemplo de los demagogos que llevan mal al pueblo), y por lo tanto para defender la revocación Diodoto se ve obligado a defender el fundamento de revisar las decisiones:

I have no criticism of those who have proposed a review of our decision about the Mytilenaeans, and no sympathy with those who object to multiple debates on issues of major importance. In my opinion the two greatest impediments to good decision-making are haste and anger. Anger is the fellow of folly, and haste the sign of ignorance and shallow judgment. Anyone who contends that words should not be the school of action is either a fool or an interested party, a fool if he thinks there can be any other way of elucidating a future which is not self-evident; an interested party, if with a descritable case to promote he recognizes the impossibility of a good speech in a bad cause and relies on some good slander to bully both opposition and audience (Libro III, 42)

Los argumentos de fondo, en ambos casos, no se hacen desde la moral o los sentimientos de compasión, que son rechazados (uno nunca sabe si es porque a Tucídides no le parecían creíbles o no, pero algo dice del equipamiento mental del clasicismo griego que no sean esos los argumentos centrales). Ambos hablan desde la razón de Estado: Cleón que a cualquiera que quiera rebelarse debe quedarle claro que la pena de la rebelión es la muerte (Libro III, 40); Diodoto plantea que, por un lado, quitarle toda esperanza a quienes se rebelan los obliga a luchar hasta las últimas consecuencias y, lo más importante, que en estas luchas el demos está con Atenas, como lo muestra el hecho que una vez que el demos de Mitilene tuvo acceso a las armas bajó la rebelión, pero si se los castiga con la muerte a todos, entonces se perderá ese apoyo, que es crucial. Diodoto ganó el debate y la decisión se revirtió (y se envío con toda rapidez una trirreme para que llegara antes que la anterior, lo cual de hecho sucedió).

Después de contarnos estos sucesos, Tucídides procede a narrar el fin del sitio de Platea. Al inicio de la guerra, hay un intento de cambiar el gobierno de Platea, apoyado por los tebanos (aliados de los espartanos); dicho intento es rechazado, y Platea se mantiene en alianza con Atenas. El ejército de los espartanos y sus aliados aparece frente a la ciudad y les ofrece la alternativa de o declararse neutrales o ser tomados como enemigos y ser sitiados. Los plateos responden que, dado que están aliados con Atenas no pueden declararse neutrales sin discutirlo con esa ciudad, y los atenienses ofrecen que el conflicto entre Platea y Tebas sea negociado. Después de todas esas discusiones Platea es sitiada.

Tras cinco años de sitio Platea (lo que queda de la guarnición, los no combatientes habían salido de la ciudad al inicio de la guerra, y parte de la guarnición había escapado antes) se rinde a los espartanos, quedando a disposición de los jueces espartanos, que solo castigarían a los culpables, pero que ningún inocente recibirá castigo.

Los jueces al llegar sólo hacen una pregunta, si habían hecho algo de beneficio para los espartanos y sus aliados en esta guerra (Libro III, 52). Frente a ello, los plateos piden (y obtienen) permiso para hablar, y luego los tebanos responden.

El argumento de los plateos (Libro III, 53-59) es primero la injusticia de la pregunta como tal, que ella no corresponde. Recuerdan los beneficios que toda Grecia había alcanzado con ellos en las guerras médicas, mientras que los tebanos (sus actuales aliados) habían estado con los persas; y que la fuerza de los espartanos se basa en que todo el mundo los piensa decentes y que un veredicto . Los tebanos (Libro III, 60-67) responden que por muchos beneficios que hayan realizado antes para evitar la subyugación de los griegos, ahora son cómplices -y como tanto culpables- de ‘aticizar’, de estar con los atenienses en el intento de esclavizar a la Hélade. Después de la discusión, Tucídides nos dice:

The Spartan judges thought it would still be in order to put the question, wheter they had received any benefit from the Plataeans during the war. They reasoned that they had long urged neutrality on the Plataeans (or so they claimed) in accordance with the original treaty made by Pausanias after the Persian War; and subsequently, before beginning the siege, had offered them the opportunity, on the same basis of refusing commitment to either side. As that offer was rejected, the Spartans considered that their own good itnentions had now exempted them from obligation to the treaty, and that the Plataeans had donde then wrong (Libro III, 68).

Después de eso nos narra el ajusticiamiento de todos los plateos, y Tucídides concluye que todo ello se debió finalmente al deseo de agradar a los tebanos, que serían aliados útiles.

La intención de comparar los dos casos no es la de comparar la clemencia con la brutalidad. Como el famoso diálogo de los melios (Libro V, 85-113) muestra, los atenienses de hecho no eran extraños a realizar acciones de ese tipo. Y la elección que los espartanos dieron originalmente a los plateos (neutralidad) es la que los atenienses niegan a los melios (no aliarse con ellos implica la muerte).

Lo que nos interesa observar es el tema de la constancia, como las democracias caen en ‘popular whim‘. Porque lo que observamos es, precisamente, como los atenienses cambian de decisión -literalmente- de un día para otro. Los espartanos, en cambio, no lo hacen; después de los respectivos llamados, hacen lo que habían decidido. Frente al mismo hecho, destruir una ciudad, los atenienses asumen la posibilidad de cometer error y reaccionar, mientras que los espartanos no lo hacen.

No deja de ser interesante la estrategia de presentación de Tucídides. En el caso del debate sobre Mitilene nos muestra ambos discursos -el juego de mantener la decisión o de revertirla se hace a través del habla y discusión de los que toman la decisión. En el caso de Platea nos presenta la petición de los ciudadanos de esa ciudad y la réplica de los tebanos (que quieren que la ciudad se destruya), no la de los espartanos. El habla que se presenta no es la de las que toman la decisión. De alguna forma ahí también está la diferencia entre el gobierno democrático y el oligárquico.

La constancia de los espartanos, el hecho que realizan lo que se había pensado inicialmente, que no cambian de decisión, es algo que ya ha sido mencionado con anterioridad. Los corintios, en los discursos con los cuales se decide iniciar la guerra, así lo recuerdan. Más claro queda, quizás, en las propias acciones. Todos los años, en el verano, el ejército unido del Peloponeso invade el Ática, y procede a causar destrucción en ella (hay una larga literatura sobre cuántos son los daños reales que ellas causan en todo caso). Los atenienses, en cambio, básicamente cambian de planes con cierta regularidad. Rodean el Peloponeso, se involucran en Sicilia, aparecen aquí y por allá, dejan guarniciones en diversos lugares. Incluso una de sus mejores decisiones (en términos de consecuencias) la de poner una guarnición en Pilos, es tomada de manera bastante irregular y sin demasiada planificación (Libro IV, 4-5).

Como la guerra del Peloponeso es una derrota ateniense, bien podría concluirse que los hechos mostrarían la ventaja de la lentitud y constancia espartana (y oligárquica) en contra de la rapidez y cambio ateniense (y democrático).

La expedición a Sicilia, o del carácter de los siracusanos.

Sin embargo, dicha conclusión olvidaría hechos importantes. Uno puede observar que esa continua invasión del Ática, realizada año tras año, no produce ningún resultado. No hay mucha evidencia que esa acción contribuyera mucho al resultado de la guerra. La principal acción espartana fue, en ese sentido, irrelevante. El hecho decisivo es el que el mismo Tucídides enfatiza, el fracaso de la expedición a Sicilia. La expedición, el hecho que se enviara una expedición tan importante cuando la Asamblea poco sabía realmente de la situación, puede observarse como una muestra del desvarío democrático.

Lo cual podría aceptarse si no fuera por otra circunstancia. La expedición una vez iniciada conoce varios éxitos: el sitio avanza, los atenienses dominan el mar etc.

Son las continuas y variadas reacciones y planes que los siracusanos van inventando lo que produce la derrota ateniense. Tras las primeras derrotas deciden cambiar de sistema de mando, disminuyendo el número de generales (Libro VI, 72), realizan una intensa actividad diplomática, analizan que cambios pueden hacer en sus navíos para darles ventajas contra los atenienses (Libro VII, 36).

Los siracusanos pueden derrotar a los atenienses, finalmente, porque son como ellos. Son también una polis democrática, igualmente caracterizada por un pueblo que busca permanentemente nuevas tretas y nuevas formas de acción. Algo que el mismo Tucídides nos dice (Libro VII, 55 con los primeros reveses importantes) y luego al mencionar como los espartanos desaprovechan una oportunidad

The Syracusans [que ya se nos ha dicho son democráticos como los atenienses] proved the point: they were the most closely comparable in character to the Athenians, and so the most successful in fighting them (Libro VIII, 96)

Para derrotar a un pueblo de cultura democrática, lo que se requiere es otro pueblo de cultura democrática.

La democracia, y esto aparece en el propio texto de Tucídides, genera una personalidad, un tipo de vida, que es la que permite enfrentarse a los desafíos del presente. Podrá tomar malas decisiones, pero es capaz de rectificarlas. La democracia clásica es el gobierno a través de la discusión crítica, rectificar es algo que está inscrito en esas forma. Lo que es criticado como inconstancia es más bien adaptación, y la práctica de adaptarse a las circunstancias y generar nuevas ideas la fortaleza de las polis democráticas.

Ahora, claro está, para que todo ello opere, requiere de la participación constante. Y esa condición no es algo que, de hecho, esté tan disponible y tan claro en nuestras propias sociedades.

Sobre el pensamiento y el talante conservador

Leyendo la excelente antología de Andrés Bello que editó Iván Jaksić, me encuentro con la siguiente cita, a propósito de las críticas a sus propuestas de reforma de la ortografía:

Todas / estas expresiones, si algún sentido tienen, sólo significan que la práctica que se trata e reprobar con ellas es nueva. ¿Y qué importa que sea nuevo lo que es útil y conveniente? ¿Por qué hemos de condenar a que permanezca en su ser actual lo que admite mejoras? Si por nuevo se hubiera rechazado siempre lo útil, ¿en qué estado se hallaría hoy la escritura? En vez de trazar letras, estaríamos divertidos en pintar jeroglíficos, o anudar quipos (en Indicaciones sobre la conveniencia de simplificar y uniformar la ortografía en América, pp 146-147 de Repertorio Americano, edición de Jaksić, Penguin Clásicos, 2019).

En ese mismo texto, y en otros dedicados al mismo tema, Bello defiende las reformas bajo la idea que toda la ortografía debe seguir un principio ‘racional’ -cada letra representa un sonido, cada sonido representa una letra, si se quiere-, y en más de una ocasión critica a la Academia española por ser, finalmente, timorata y no sistemática en los cambios que propone; y plantea que si bien ello es esperable de un cuerpo colegiado, la propuesta de un individuo puede ser todo lo sistemática y conveniente que se desea. Los tópicos y argumentos (derivar toda la propuesta de un principio racional, la ventaja de una propuesta individual -que está en Descartes de hecho) son los de los reformadores y revolucionarios, y son planteados por alguien que fue autoridad bajo gobiernos conservadores, que los defendió, que desarrollo sus políticas, y que en general siempre tuvo un talante conservador. Alguien que en una de sus cartas se pone más bien como escéptico, siempre defensor del orden (la libertad entendida como interior al orden), que -en sus escritos políticos- denostaba a las ideas utópicas y poco realistas. Esa es la persona que critica como irracional la crítica a un cambio por el hecho que no es lo acostumbrado, siendo la defensa de la costumbre -por el hecho que ya es la costumbre- uno de los elementos usuales del conservadurismo.

Una respuesta a lo anterior sería pensar que estamos simplemente frente a una inconsistencia, una producida por diferencias de edad (el texto de las Indicaciones es de 1823, y si bien continuó con la propuesta, es la idea de un hombre joven) y de tema (una cosa es propuestas de ortografía y otro asunto son propuestas políticas). Ambos argumentos son razonables, y probablemente sean ciertos en más que una parte importante; sin embargo aquí me interesa aprovechar esa diferencia para argumentar una distinción entre el pensamiento conservador y un talante conservador.

El pensamiento conservador es aquella doctrina que defiende por principio lo antiguo y establecido, que rechaza la innovación como tal, con un fuerte rechazo a la pretensión de modificaciones sistemáticas, y que plantea una serie de argumentos para defender que nada cambie. Dicho así resulta claro que el pensamiento conservador presenta casi siempre problemas. Presentar argumentos y razones resulta tensionante para un pensamiento que, finalmente, plantea que todo debe seguir existiendo tal cual es -el mero hecho de presentar argumento permite pensar la posibilidad de que las cosas sean diferentes; y desarrollar argumentos que tengan lógica implica un grado de creación de sistema que es rechazado.

Es la razón por la cual, en general los pensadores conservadores nunca abrazan por completo esa idea, y que prontamente le ponen límites. El más sencillo es decir (como lo plantea Burke en Las reflexiones sobre la revolución en Francia, donde son distinguidas con fuerza) que no se rechaza el cambio en sí mismo, sino el cambio radical, el cambio fundamental. Sin embargo, la diferencia entre el cambio menor -aceptable para el conservador, que incluso puede plantear que es necesario (como lo hace el mismo Burke que plantea que esa posibilidad es obligatoria para la estabilidad)- y la diferencia entre el cambio mayor -inaceptable-; resulta muy poco precisa: ¿cuando algo es demasiado importante para que no sea menor? El criterio sólo excluye con claridad a las revoluciones, pero no se requiere ser conservador para rechazarlas; y, por otro lado, el pensamiento conservador tiende a disminuir el carácter innovador y revolucionario de los procesos que aceptan, como es el caso de la independencia de EE.UU, donde el carácter revolucionario del invento producido se le quita perfil, siendo lo cierto que el tipo de gobierno generado (federal, ejecutivo elegido por la población, Corte Suprema, Senado) no tenía precedentes y se basaba en varios elementos ‘teóricos’. El argumento es sencillo, y el hecho que no tenga reglas claras sino que tenga que evaluarse caso a caso es algo atractivo para el temperamento conservador; pero no resulta suficiente en última instancia.

Otro argumento es diferenciar entre cambios naturales y cambios deliberados, y aceptar los primeros -que se producen por tendencias que nadie dirige- mientras que se rechazan los segundos -una intervención inaceptable en lo que sucede naturalmente. Ahora, sigue ocurriendo que el argumento no funciona. Al fin y al cabo, es natural que entre seres humanos existan intervenciones deliberadas: dado que las personas piensan y planean, muchas de las acciones que realizan personas y organizaciones son intervenciones deliberadas al interior del conjunto de la sociedad (es deliberadamente que una empresa lanza un producto por ejemplo). Al mismo tiempo, es inevitable que el conjunto de las actividades realizadas por los seres humanos sea imprevisible y no deliberado, por el sólo concurso del hecho que son múltiples las voluntades que concurren a su desarrollo (como dice Arendt en una frase que me gusta mucho al inició de The Human Condition, ‘live on the earth and inhabit the world’. Debido a ello, entonces lo que ocurre con cada intervención deliberada por un actor en concreto, ya no depende de ese actor (cada actor propone, la sociedad dispone, si se quiere). La diferencia tampoco puede radicar allí.

Una tercera versión, que de hecho acerca al conservadurismo a posiciones liberales, es distinguir ahora entre cambios ‘libres’ y cambios productos de la coerción del Estado. Sólo los primeros, que no son producto de ninguna voluntad particular, pueden aceptarse, ya que serían producto de procesos naturales; mientras que los segundos serían producto de intervenciones que no corresponden a la deriva natural de la sociedad (esta es la versión conservadora, la versión puramente liberal de lo anterior rechaza la coerción sólo por ser coerción). Ahora bien, esto tampoco se mantiene, por el sólo hecho que la producción de una agencia con capacidad coercitiva (o sea, el Estado) es -en sí- una deriva natural de los procesos sociales. En prácticamente todas las situaciones en que ha crecido la complejidad social se ha generado un Estado; y dado que esto ocurrió de manera independiente en casi todas las civilizaciones primarias (de oeste a este: Mesoamérica, los Andes, Egipto, Mesopotamia y China; he escuchado quienes defienden que eso no ocurrió en el valle del Indo, pero no está claro y sería el único caso, al menos claramente no es lo más común y ‘natural’ como deriva) podemos plantear que la dirección con menor costo y trabas -una afinidad electiva entre Estado y complejidad social. Luego, dado que a través de procesos naturales se genera esa agencia con capacidad de coerción, entonces exigir que ella no haga lo que ‘naturalmente’ realiza, constituye una intervención contra un proceso natural, que contradice la idea.

En general, entonces, el pensamiento conservador no logra producir lo que necesita: una diferencia clara entre el buen y el mal cambio, lo que necesita dado que no es sostenible un rechazo a todo cambio como tal (y de hecho, que no hacen eso, es una de las primeras defensas del conservadurismo).

Ahora bien, lo que he dicho es cierto para el pensamiento conservador, pero no aplica al talante conservador. Y a ello se debe la distinción que pusimos al principio de la nota. Porque el talante conservador, como un tema de temperamento, es más bien la idea de ser cauto, de sentir que hay que tener cuidado en no arrojar el niño junto al agua del baño (para usar la expresión inglesa), de pensar que algo ya se ha hecho y algo ya se tiene (algo que habría que tener cuidado en conservar). Todo ello es, como dije, un asunto de temperamento -quien siente así de todas formas puede proponer y apoyar cambios importantes y de largo alcance, o basados sólo en la aplicación de principios básicos. Ese es, precisamente, el caso de Bello con el cual iniciábamos la entrada: Una propuesta de cambios importantes, justificado por que corresponden a la aplicación directa de un principio racional. Alguien de temperamento conservador bien puede hacer eso, con tal que se sea cauto y cuidadoso (y así, Bello propone sus cambios en dos etapas, y su principal crítica a la Academia no es que hiciera los cambios de a poco, sino que ellos no seguían una simple regla).

El talante conservador, en ese sentido, no cae bajo las críticas que hemos hecho al pensamiento conservador; y difícil sería criticar -en sí mismo- el hecho de ser cauto y cuidadoso, bien se puede defender que eso coadyuva a realizar transformaciones. A quienes defienden grandes transformaciones no estaría de más recordar dichas diferencias; aun cuando, quizás, la pretensión de hacer diferencias precisas y hacer matices, algo tiene de temperamento conservador.

De la divinidad y el amor. Unas notas sobre un par de citas de Borges

Borges no es un autor romántico, y sin embargo, repartidas entre su obra, hay varias citas que hablan del tema. Del mismo modo, siendo un escéptico en general, el interés de Borges en temas teológicos aparece múltiples veces, y la idea de la visión de la divinidad aparece de forma recurrente. Esta doble recurrencia produce que, de hecho, el tema de dios y del amor aparece en más de una ocasión en su obra; y las ideas que aparecen ahí no dejan de tener su interés.

Enamorarse es crear una religión cuyo dios es falible (El encuentro en un sueño, en Nueve ensayos dantescos)

La cita se puede entender de manera muy directa, y usando una idea muy común: En el amor solemos idealizar a las personas (a veces, de hecho, se usa endiosar) y, claro está, las personas nunca están a la altura de esa idealización. Lo que hace el amor, entonces, es producir engaño y falsedad. Es cuando pasa el enamoramiento, cuando hemos salido de ese velo idealizante, que realmente conocemos a la persona, y no una imagen de perfección. Lo que hace Borges, simplemente, es decir esa idea de una forma memorable -que corresponde, de hecho, a una idea que Borges ya había escrito: Que un buen poema lo que hace es poner en palabras, y en lo posible de decirlas que no se pueda mejorar, algo que toca a la experiencia de todos (se discute ello en La Busca de Averroes, en El Aleph).

Sin embargo, creo que la cita se entiende de mejor modo cuando se la yuxtapone a la siguiente:

Por la diversidad de las criaturas que forman este singular universo,
Por la razón, que no cesará de soñar con un plano del laberinto,
Por el rostro de Elena y la perseverancia de Ulises,
Por el amor, que nos deja ver a los otros como los ve la divinidad (Otro poema de los dones, en El otro, el mismo)

¿Qué quiere decir que el amor nos deja ver como ve la divinidad? Si la visión divina es una visión verdadera, entonces en el amor -eso es lo que nos diría la cita- vemos a la persona tal cual es de verdad. Es una intuición en la antípoda de la lectura de la anterior. Si en el amor vemos al otro en su mejor forma, en su mejor ser, entonces lo que nos dice es que así es ese otro en realidad. La versión idealizada, ese mejor ser, no es un fraude, es la verdad.

La persona que somos cotidianamente es una versión engañosa, la persona que somos en realidad -la que mostramos a quienes amamos, la que podemos llegar a ser cuando amamos- sería nuestra mejor versión. La persona que todos ven no es el verdadero ser, la persona que sólo pueden ver quien nos ama (y eso incluye a Dios, que bajo la cita es amor) es la verdadera persona.

Es una versión más generosa de la identidad: Somos realmente nosotros cuando somos de nuestra mejor forma, cuando damos todo nuestro potencial. La forma que mostramos y que somos en el día a día, esa forma mezquina, no es quien realmente somos. Ambas versiones concuerdan en la diferencia entre la visión normal de una persona y de cuando ella es amada, la diferencia estaría simplemente en el signo de esa diferencia, de cuando realmente somos, y de cuando somos realmente vistos. Yourcenar, en su ensayo sobre Mishima (Mishima o la visión del vacío) comenta, en torno a los personajes de la tetralogía del Mar de la Fertilidad que sólo en pocas ocasiones, a pocas personas, realmente las vemos en su plenitud como personas, con la intensidad de ser que implica el otro. Bien podemos decir que por lo general nos limitamos a ver a los otros en términos de un conjunto de características genéricas (y algo impersonales), pero ahí claramente no está el quién de la otra persona. Bajo esta idea, entonces, sólo a través del amor podemos correr el velo de lo genérico y ver a esa persona como persona.

Aquí podemos volver a la cita inicial. El centro de la lectura en la interpretación directa está en la palabra falible; pero podemos centrarnos más bien en la palabra dios. Dicho así, es claro por qué el amor nos deja ver a los otros como los ve la divinidad, porque en el amor somos la divinidad. Y la experiencia común que recoge la cita es la experiencia que en el amor somos, efectivamente, nuestra mejor versión. La falibilidad se debe a que no podemos mantener la intensidad que ello requiere; pero es sólo ahí, en esa intensidad, que realmente somos; y en esa intensidad es que vemos y conocemos realmente. Recordando una cita de 1 Corintios que Borges analiza en El Espejo de los Enigmas (en Otras Inquisiciones):

Ahora vemos por espejo, en oscuridad, más entonces veremos cara a cara. Ahora conozco en parte; más entonces conoceré como soy conocido (1 Corintios, 13, 12)

La epístola se refiere a la visión en el paraíso, donde la visión humana se acerca a la divina. Lo que nos dice entonces el Otro Poema de los Dones es también algo que toca a la experiencia de todos: que el amor es una forma de experimentar el paraíso.