No hay expertos sobre la cosa pública. Un comentario a raíz de ‘No lo vieron venir’ de J. C. Castillo

Este recién pasado 25 de Octubre en una columna en Ciper (link aquí), Juan Carlos Castillo defendió que muchos estudios mostraban bases para que no sorprendieran las movilizaciones de los últimos días: Estudios que mostraban molestias y críticas sobre la sociedad que se ha construido en Chile.

Esa correcta constatación (aunque tampoco hay que exagerar su contenido, que el malestar estallaría de esta forma o que tenga la deriva que está teniendo va más allá de lo que esos estudios establecían) se enmarca en un argumento que estimo es profundamente equivocado. En la idea que los científicos sociales somos expertos que sabemos lo que hay que hacer. La comparación inicial es con el saber médico. Citemos:

¿Dónde debemos buscar respuestas para entender lo que se ha etiquetado como “estallido social”? Ilustro con una analogía: cuando siento un malestar físico severo, no le pregunto a gente de la calle ni a los políticos sobre lo que debería hacer, sino que probablemente voy a recurrir a alguien con conocimientos médicos con base científica. En temas sociales, sin embargo, parece que todos somos equivalentes en cuanto a conocimientos, que todo lo que se dice son “opiniones” y, por lo tanto, todo es igualmente válido: lo que dice la calle, los periodistas y los políticos.

A lo cual se sigue negando lo anterior: No, hay opiniones más autorizadas que las de otros en estos campos.

Y aquí hay una confusión crucial. El saber de los científicos sociales es uno que a lo más, y ya ese cuesta bastante construirlo, es de diagnóstico. Pero no es un saber de prescripción, que es el del médico. Podemos decir que tal y tal cosa sucede, podemos tener ideas meridianamente fundadas de que tal cosa tiende a producir esta otra. Ese es el tipo de cosas que, si es que tenemos suerte, podemos saber -y digo ‘tenemos suerte’ porque muchas veces no lo alcanzamos, y no por desidia o falta de estudios; es que son temas complejos. Alcanzar una pequeña conclusión descriptiva cuesta bastante.

El caso es que nada de eso es sobre prescripciones: sobre lo que hay que hacer. Ese saber no nos pertenece, y sobre eso quienes nos dedicamos a estos estudios no somos expertos. Sobre lo que hay que hacer estamos en el mismo lugar que cualquier vecino. Y esto porque en nuestros campos la pregunta sobre lo que hay que hacer requiere, por un lado, de saberes y asuntos éticos y, por otro, de sabiduría práctica, de buen juicio. Y de ni uno ni de lo otro hay saber especializado, son ambos disponibles a todos sin más en el caso de la ética o lo que requiere obtenerlo no es asunto de ‘conocimiento científico’ en el caso del buen juicio; y, por lo menos, los estudiosos de la vida social no poseen ningún acceso especial a ellos, que los diferencie y exalte más allá de las capacidades del común.

De lo cual se sigue la conclusión del título de esta entrada: No hay expertos sobre los asuntos públicos. Pretender que, como científicos sociales, somos experto en ello es un ejercicio en arrogancia.

Arrogancia que no proviene solamente de un tema cuantitativo -no es tanto lo que sabemos (y si en esta coyuntura podemos plantear que había varios elementos que sustentaban la idea que algo podía pasar, ¿cuantas veces no han ocurrido cosas que nos sorprenden?)-, sino es además, como vimos, un tema cualitativo -del tipo de saber que disponemos. Tener una cierta capacidad en generar conocimiento empírico fundado mejor que el de otros no es la capacidad que permite disponer de un saber experto sobre lo público. Para ello solo disponemos de nuestra habla ciudadana, y a decir verdad, nada más se requiere.

Volviendo a la cita inicial. La imagen del médico no creo que sea adecuada para nuestra posición. Al fin y al cabo, el médico puede prescribir porque en su caso la eticidad que la fundamenta es bastante compartida -queremos vivir, y queremos una vida plena. Ello no ocurre en las discusiones públicas, que son bastante más complejas (y recuerde ya lo complejo que puede ser una decisión médica).

Si hubiera que ofrecer una analogía la que creo que nos podemos acercar es la del arquitecto. Éste tiene un saber experto, por eso lo llamamos cuando queremos construir una casa; pero su saber experto no define la casa a construir. Esa definición, lo que queremos hacer, es de quien llama al arquitecto -cada uno en el caso de una casa, todos, o lo que más se acerque a ello, en el caso de una decisión social. El arquitecto no reemplaza esa decisión más fundamental, que es la decisión sobre la vida en común, sobre la vida que queremos vivir. Lo que puede hacer es ayudar a llevarla a cabo (si es que acepta hacerlo, que también esa decisión le corresponde). La analogía, como todas, es inexacta; puesto que en este caso el arquitecto es también parte de esa comunidad que tiene que decidir sobre la vida en común.

Pero para lograr ocupar esa posición, ya sea su rol de arquitecto o su rol de participante, lo que hay que hacer es abandonar la pretensión de disponer de un conocimiento especial sobre lo que hay que hacer en la vida social. Sobre la cosa pública todos tenemos, en última instancia, la misma capacidad de juzgar.