El fin de la legitimidad. Chile 2020

Sobre la legitimidad pueden decirse muchas cosas. Me referiré a sólo una de ellas: Una de las cosas que hace la legitimidad es permitir que el orden social se reproduzca sin violencia física. Podemos decir, como parte importante de la tradición sociológica, que ello es violencia simbólica, enfatizando el carácter de dominación de las instituciones y la legitimidad como ilusión ideológica. El caso es que incluso bajo esa idea, que es la mirada más negativa sobre el tema, nos ahorra el uso de la fuerza.

Es por ello que una situación de pérdida de legitimidad es crítica, puesto que entonces nos dirige a una situación donde es la fuerza y la violencia directa la que dirime las cosas.

Y el caso es que Chile se encuentra en una situación donde se pueden observar grietas fuertes en la legitimidad. Con ello no me refiero solamente al hecho que las instituciones no son creíbles, ello ya se sabía desde hace varios años, pero las instituciones y sus adláteres se habían encargado de no darle importancia. Me refiero a que ya las creencias básicas que facilitan su operar están en riesgo. Bien puedo pensar que la institución X no es creíble, o que no cumple lo que supuestamente debiera hacer, pero todavía puedo pensar que hay que seguir lo que ella dice o, por último, aceptar ese poder.

Datos de encuestas recientes muestran que hay elementos basales de las instituciones que ya no pueden darse por descontado. La última CEP nos muestra que un 57% de la población estima que casi nunca o nunca se justifica que Carabineros use la fuerza contra un manifestante violento (ver link aquí). En otras palabras, el Estado ya no tiene el monopolio de la violencia legítima (sigue teniendo operativamente grados importantes de control de violencia efectiva, pero es de la legitimidad de que estamos hablando), cuando la mayoría de la población le niega a la fuerza pública del Estado legitimidad para operar con violencia frente a la violencia eso es lo que está en juego. La reciente encuesta UDP sobre Juventud, Participación y Medios nos dice que un 19% de los jóvenes está de acuerdo con incendiar cuarteles militares o las estaciones de metro realizadas en el contexto de las manifestaciones iniciadas en octubre (link aquí). Son cifras minoritarias, pero cuando alrededor de uno de cada cinco jóvenes declara su acuerdo con los actos mencionados nuevamente la legitimidad de las instituciones, la existencia de ese monopolio de la violencia legítima es lo que está en juego.

Podemos observar que ya existen en la práctica de la vida social ciertas operaciones cuya realización no puede darse por descontada. La realización de la PSU efectivamente ya ha tenido contratiempos, y no sabemos que ocurrirá este lunes 27 y 28. El sistema para establecer los precios del metro ya está desactivado en la práctica (no pueden realizarse las decisiones de los sistemas institucionalizados).

En general, todavía no se ha alcanzado el momento más crítico. En general todavía las instrucciones y órdenes que dan las instituciones se realizan. La pérdida de legitimidad está produciendo que las reservas de buena voluntad para que ellas ocurran se pierden y tenga que recurrirse a la violencia y a la coacción. Pero ello es, finalmente, desgastante. Y en última instancia hay que recordar que estamos ante procesos: que ese ‘todavía’ puede dejar de serlo; que hay un momento en que la máquina institucional deja de funcionar, cuando el que recibe la instrucción asume que no tiene por qué cumplirla y no recibe castigo por ello (que es lo que ocurre en las revoluciones al fin y al cabo).

Dada esa situación de pérdida de legitimidad, y de los efectos de ello, se pueden observar intentos de re-legitimación, precisamente para recrear esa ilusión que permite a las instituciones actuar y ejercer sin recurrir a su ultima ratio, que es la fuerza. El llamado a una nueva constitución, en particular a la generación de un proceso constituyente, es una de ellas -el intento de construir instituciones que se legitimen a través de un proceso en que participe buena parte de quienes habitan estas tierras, y que por lo tanto legitimen el resultado.

El caso es que, en realidad, no sabemos qué es lo que -en las condiciones actuales- puede producir y regenerar legitimidad. Cuando los mecanismos tradicionales de legitimidad dejan de operar no es fácil determinar que puede construir nuevamente legitimidad. Para usar un ejemplo de mayor alcance histórico (probablemente) que la situación actual: Cuando se dejó de pensar que los reyes gobernaban en virtud de un mandato divino o cuando la mera tradición dejó de tener peso, ni se pudo volver a lo anterior (como atestiguan todos los fracasos en América Latina en reconstruir monarquías, el único éxito fue Brasil, que -crucialmente- no dejó de ser monarquía) ni tampoco fue simple construir nuevas instituciones legítimas.

En la vida social, como en todas las cosas, es válido aquello que es más simple que algo deje de existir que crear algo nuevo. Por otra parte, difícil o no, con los tiempos que se tomen, al final se crean nuevas legitimidades. Otra cosa es que esas nuevas legitimidades sean las que se desean, pero ellas existirán.

¿Cuando se quebró la legitimidad del régimen? Una hipótesis sobre la importancia del Transantiago

Una pancarta común al inicio de estas protestas fue ‘no es por 30 pesos, es por 30 años’. Una fuerte mayoría quiere un cambio de Constitución por Asamblea Constituyente (ver link a encuesta COES). Mi observación es que los saqueos de 19/20 fueron si bien cometidos por grupos pequeños, estos era transversales (los saqueadores eran personas comunes y silvestres) y contaron con apoyo pasivo del resto. Es sabido, llevamos un buen tiempo en ello, que no hay credibilidad alguna de las instituciones formales. Se puede seguir con otras señales, pero que existen problemas de legitimidad del régimen, tanto en términos políticos como económicos, ello está claro.

Hay que diferenciar, en cualquier caso, crisis de legitimidad del régimen de crisis de legitimidad sistémica. Una cosa es decir ‘este gobierno y todos los gobiernos lo hacen mal’ (o ‘actúan por sus propios intereses y no por los del pueblo’); y otra cosa decir ‘la democracia no sirve’. Lo mismo en términos económicos: una cosa es decir ‘las AFP abusan’, ‘fin a las ISAPRE’ y otra decir que ‘el mercado no sirve’. Mi impresión es que si bien hay crisis de legitimidad del régimen no la hay del sistema -y ello tanto en términos políticos como económicos. Por cierto, como toda afirmación empírica ella es para un momento y lugar. Planteo que ahora no hay crisis de legitimidad del sistema, pero bien podría desarrollarse a futuro -existe tal cosa como la historia finalmente y los procesos se modifican en el tiempo.

Dado lo anterior, una pregunta es ¿cuando se generó esta crisis? Y volvamos a la pancarta inicial, la de los 30 años. Porque esa impresión -que nada había cambiado- no era la impresión existente en los ’90. Esos eran años donde la idea era más bien de fuertes transformaciones positivas, eran años relativamente optimistas.

Algo de ese optimismo todavía queda, o todavía quedaba hasta años recientes. La Encuesta Bicentenario 2018 aparece todavía la impresión generalizada que se vive mejor que los padres (67% ingreso, 66% tiempo libre, link aquí, revisar módulo Sociedad de la encuesta de ese año). La encuesta de Desarrollo Humano del 2013 mostraba que ahí todavía existía una impresión más bien positiva de los gobiernos de la Concertación (ver link aquí, página 233, resultados pregunta 73). ¿Qué pasó entonces, que la impresión que nada ha cambiado se ha convertido en más popular, o al menos no parece extraña?

Un gobierno reformista, como fueron los de la Concertación, realiza varios cambios, pero los hace al interior de un marco. Así, AUGE, Pilar Solidario, aumentar el gasto social como medidas, disminución de pobreza, aumento de ingresos y de estándar de vida en general como resultados (y eso sin contar otras cosas, como el hecho que entre que todos los hijos son iguales, ley de violencia intrafamiliar, divorcio y aborto en 3 causales en esa área los cambios son bastante relevantes).

Frente a estos cambios reformistas siempre caben dos reacciones, desde el punto de vista de quienes quieren transformaciones. La primera es la crítica, ‘que todo cambie para que nada cambie’, sólo medidas de parche para que, en lo fundamental, nada cambie. La segunda es la caritativa de ‘vamos avanzando, quizás lento, pero las cosas mejoran’.

Mi impresión, entonces, es que la lectura caritativa, la cual mira todo el proceso y lo que ve es un proceso continuo de avance, es la que quedó agotada. Conste que estas miradas caritativas de mirar todo el proceso de manera positiva están disponibles para la vida privada (donde es común que las personas observen un largo período de esfuerzo que produce, paso a paso, una mejor vida), pero parecen haber dejado de estar disponibles para los asuntos públicos.

En términos concretos, aventuro la hipótesis que la implementación del Transantiago fue el momento de quiebre de esa lectura caritativa (positiva) del cambio. Esto no implica que esa lectura se destruyera allí (com ya mencioné todavía era importante el 2013), pero en ese momento se agrieta.

El Transantiago fue la primera política pública desde 1990 que causó directa y de manera inmediata daño a la población. Al mismo tiempo, fue un ataque a su dignidad, la que además se percibió era por diseño (que por diseño el sistema fue pensado como si se transportara ganado). Fue también una de las primeras que hizo notorio que quienes diseñan políticas no las viven (‘estos no viajan en micro’ o una versión de ello fue algo que escuché varias veces en los primeros días, y algo similar se ha venido escuchando desde entonces).

Si se quiere ello quebró la confianza con los políticos de la Concertación (incluso antes que la confianza con el tipo de políticas que ellos llevaban a cabo). De un momento en que se podía decir que eran tan malos como todos los políticos (que siempre han sido malos), pero que en última instancia el país iba bien y algo se podía creen en su interés por el país, pasa a un momento en que se cree que no les interesa para nada lo que pasa con las personas. Recuerdo focus groups a mediados de los ’90 en que todavía aparecía la fórmula, que es muy vieja, es de la monarquía, de ‘no le informan al Presidente’, un acomodo del buen rey y malos ministros; que es una fórmula que permite mantener la creencia en un Presidente preocupado de las personas.

El contrato implícito de ‘bueno, igual van llevando el país por buen camino’ se cierra ahí; y ahí cae la lectura caritativa. Lo que queda entonces es la lectura crítica: Que todos esos cambios son parches menores que no afectaron nunca lo más importante. Que lo que hubo fue traición y no engaño; no un esfuerzo (complejo y difícil) por avanzar en lo que se podía.

Los chilenos en los ’90 tenían, y creo tienen, una relación compleja con un modelo. Por un lado les interesaba y valoraban aprovechar las ventajas de la incorporación al consumo y un mejor estándar de vida, por otro desconfiaban profundamente del modo de vida que ese modelo implicaba. Aylwin, presidiendo un gobierno jugado en la incorporación al mercado de la población, declarando que no les gustaban los Mall daba el punto justo de la población -que iba a ellos pero que no abandonaba sus resquemores. Esa actitud era creíble en esos años, y daba sustento a la opinión caritativa.

Eso fue lo que se quebró, finalmente, con los años; y bajo la hipótesis que exploramos el Transantiago fue un hito relevante. No deja de ser curioso que el estallido actual también tenga su origen en un asunto de transporte público -el aumento de 30 pesos en el metro. El transporte público es una cara muy cotidiana de cómo nos tratan y cómo nos observan las instituciones.

La relevancia de la legitimidad. Una observación a partir de las protestas de Octubre de 2019.

Durante los últimos decenios ha crecido en sociología que, al contrario que planteaban los clásicos de la disciplina, la legitimidad había perdido relevancia como forma de reproducción de las estructuras y dinámicas sociales En particular, la legitimidad entendida como la creencia en la bondad de dichas estructuras y dinámicas. La mera operación de ellas produciría, en particular ahora en los sistemas así denominados ‘neoliberales’, su propia reproducción. No dejó de ser una perspectiva que me parecía interesante (en particular, porque pensar una relación tan directa entre que las personas pensaran positivamente sobre un sistema y su reproducción me parecía, y todavía me parece, que olvidaba las dificultades que nacen del mero hecho de la interacción). Tendía, de hecho, a recordar que entre los mismos clásicos (es cosa de recordar las páginas finales de la Ética Protestante) también hacían referencia a procesos que se podían mantener sin la aceptación positiva de quienes participaban en él.

Y sin embargo, a partir de los hechos de los últimos días de este Octubre de 2019 creo que esa concepción amerita modificaciones. Quizás no tanto en la perspectiva que una estructura puede reproducirse sin que las personas estén de acuerdo con ella, ese recuerdo me parece que es relevante; pero sí en recordar que operar sin legitimidad tiene costos, que -como toda la tradición lo mencionaba- resultaban frágiles.

En última instancia, todo proceso requiere para operar que buena parte de la población lo siga realizando sin más. Que las cosas se realicen por la fuerza es un acto altamente costoso, que no puede aplicarse siempre y en todas las ocasiones. La posibilidad misma de usar la fuerza requiere, en última instancia, que ella deba usarse sólo en pocas ocasiones. De otro modo, la operación cotidiana se vuelve muy costosa.

En los días previos a que la crisis se iniciara, cuando todavía era un asunto de evasiones en el Metro de Santiago, la reacción fue llenar las estaciones del Metro con policía (de forma tal, que buena parte de la dotación policial de Santiago estaba en dichas estaciones). Pensé que un orden que requiere que para que se realice la más sencilla de las operaciones (que se pague el Metro) requiere el uso masivo de la fuerza es un orden que dejó de operar. Máxime si tomamos en cuenta que el Metro había, de hecho, incorporado procedimientos que hacían costoso, de forma ‘automática’, no pagar (el uso de torniquetes). Lo mismo vale para los supermercados (en mi comuna, Quilicura, durante el fin de semana, prácticamente se saquearon todos los supermercados): Si para evitar el saqueo se requiere una presencia policial fuerte, porque en el momento que ésta desaparece, se realiza un saqueo; eso vuelve inviable tener supermercados. Lo que requiere la operación normal de ellos (y que de hecho ocurrió pasados alrededor de 7 días después de los saqueos) es que la posibilidad de saqueo sea prácticamente nulos, para que la necesidad de usar la coerción para que funcione el orden sea baja (que baste con los guardias, que están preparados para robos individuales, no para intentos masivos.

Con lo cual volvemos al tema de la legitimidad. En situaciones normales basta con la mera operación del sistema (incluídas ahí las medidas que hacen operativamente costoso no cumplirlo, como instalar torniquetes) para que, con la presión cotidiana que es simplemente más sencillo ‘nadar con la corriente’ reproducir las prácticas y dinámicas. Pagas en el Metro porque no pagar, cuando es un acto individual, es entre costoso y casi impensable.

Es en las situaciones no cotidianas, en cambio, cuando se prueba la legitimidad. Cuando, por el motivo que sea, aparece algo distinto que baja esa presión de la operación, entonces cuando falla la legitimidad, entonces sólo queda la fuerza -y ellas es irremediablemente costosa, difícil de sostener en el tiempo y, al final, muchas veces ineficaz. Sin reconstruir legitimidad, entonces en la siguiente ocasión -que puede tener cualquier origen- se vuelve a la falta masiva de reproducción del orden. Además que, una vez demostrado que es posible no cumplir con la norma, volver a su cumplimiento no es tan automático. Recordemos, para seguir usando ejemplos de transporte público, que por muchos años los santiaguinos cuando tenían que subir por atrás en la locomoción pública pagaban su pasaje (enviaban el dinero y se les devolvía el boleto y el vuelto). Con el inicio del Transantiago, que fue una debacle, ello se quebró -y nunca más se volvió a ello, y se ha convivido con altas tasas de evasión desde ahí en adelante.

Alguien podría retrucar que todo esto no implica falta de legitimidad. Que las acciones de unos pocos grupos pueden ser disruptoras pero no implican falta de legitimidad general. Lo cual es cierto, y para ello volveré a otra de las cosas que observé durante esos días.

El saqueo, es claro, lo producen grupos pequeños, pero ¿de qué personas se componen? ¿cómo reaccionan las otras personas? Mi impresión, por lo que pude conversar (y de escuchar conversaciones), es que quienes saquearon eran, en muchas ocasiones, personas comunes y silvestres -personas que en otras situaciones de hecho compran en los lugares que se saquearon. Lo otro es que, y esto lo ví directamente en Quilicura, que quienes no saquean, y están ahí presentes, tampoco manifiestan un mayor rechazo al acto. Y recordemos que se han verificado detenciones ciudadanas violentas, y donde el discurso que ‘maten a los delincuentes’ no deja de ser extendido. Esas mismas personas frente al saqueo no manifestaron mayor problema. Esto no ocurrió durante los momentos iniciales (que no observé), y donde ello podía explicarse por no tener ganas de enfrentarse a una ‘turba violenta’, sino en días posteriores, donde se acercaban a los supermercados ya saqueados grupos pequeños que intentaban llevarse algunas cosas. Aparte de un grito criticando que se llevaran televisores en vez de comida, nada que mostrara rechazo. Esta convivencia, esta aceptación pasiva, es también una forma de mostrar falta de legitimidad del orden (a nadie le importa que se saqueen supermercados), y de la consiguiente mayor fricción de operación.

La argumentación anterior usa la diferencia entre días normales (cotidianos) y anormales (extracotidianos). Esa diferencia, y la forma en que ella se modula en estos días, es algo que será materia de la próxima entrada.

Desiguales. Más allá de la desigualdad de ingresos

Hace algdesigualesunos días el área de Pobreza y Desigualdad del PNUD publicó Desiguales. El paso de los días nos permite hacer este comentario a la luz de la discusión pública. Una nota antes de proseguir: Si bien trabajo en el PNUD, el Informe fue desarrollado por otra área. El lector determinará como usar esa información.

Resulta notorio que un texto que presenta múltiples resultados, de diversas dimensiones sobre la desigualdad, queda reducido -en la discusión pública- a sólo uno de ellos: La tabla de evolución de la desigualdad (que está en la página 21). Y entonces aparecería como si el Informe sólo dijera que  la desigualdad ha disminuido en los últimos 25 años.

Además, con esa algo desesperada necesidad de ser reconocidos y de vanagloriarse que tiene nuestra élite, poco más pareciera que con esa disminución ya no hubiera más que decir o preocuparse. De hecho, Engel retó al texto porque incluye dicha disminución en una sección llamada ‘La evidencia mixta’. A su juicio lo mixto sólo vendría por el tema de las diferencias absolutas, y eso es tan irrelevante que no se usa nunca, y por lo tanto no vendría a cuento lo de mixto. Ahora bien, inmediatamente después del comentario y todavía dentro de la sección, el texto se dedica a analizar la concentración de ingresos, la que se clasifica como alta, lo que a cualquier lector le diría que lo mixto provendría de ello. ¿Por qué es importante mencionar las dos cosas de manera simultánea? Porque así se puede explicar por qué esa disminución de la desigualdad no es reconocida por la población (la que, por cierto, no es ciega a los cambios, la disminución de la pobreza y mejoría de la condición económica son temas que aparecen reconocidos en encuesta tras encuestas). Es mezclando varios datos, lo que pareciera lo mínimo razonable para analizar situaciones de mínima complejidad, que se alcanza la conclusión. Pero como nuestra élite política e intelectual le parece difícil manejar cualquier distinción puede que ello le resulte ininteligible.

Por cierto, tampoco se puede decir que la evolución de la desigualdad no da para tanto alborozo. Es cosa de comparar con otros indicadores que han experimentado cambios de gran magnitud en el mismo tiempo. La reducción de la pobreza de ingresos (usando la forma de medición de ingresos que se usa desde 2013) pasa del 68% en 1990 a 11,7% el 2015. De hecho, la reducción de pobreza es tan alta que simplemente no tenía sentido seguir usando la metodología de medición de pobreza de ingreso previa (fue necesario, como mínimo, ajustar la canasta); y usando pobreza multidimensional (que es más exigente) se alcanza a un 20,9% de la población -o sea, una cifra más de tres veces inferior a la pobreza de ingresos, menos exigente en 1990. Usando datos del FMI de PIB per capita (moneda nacional, precios constantes) entre 1990 y 2015 Chile multiplicó por 2.5 su ingreso. En los dos casos estamos ante cambios muy fuertes, que se salen completamente de la línea histórica de Chile. Comparado con eso, una disminución de 52,1 a 47,5 en el Gini (que además se mantiene perfectamente al interior de la variación histórica de largo plazo, ver el gráfico de la página 32 del informe) no es comparable (otros indicadores muestran una variación más alta, digamos pasar de 14,8 a 10,8 en la razón de quintiles Q5/Q1) . En otras palabras: Sí, hay disminución, pero los indicadores siguen siendo bastante altos.

 

Y todo esto es sin entrar a los restantes resultados del informe. Como el informe es extenso, y además tiene un bastante buen resumen interno, nos ahorraremos la tarea de resumir, y nos lanzaremos a la tarea de decir lo que nos parece más relevante.

Partamos por los temas asociados a ingresos y el trabajo. En última instancia, si lo que preocupa es la diferencia de ingresos entonces los ingresos laborales resulta cruciales. Ahora bien, el primer tema que Desiguales enfatiza es la existencia de una muy alta proporción de bajos salarios:

En 2014, la línea de pobreza para un hogar de tamaño promedio correspondía a $343.000, de manera que definimos aquí un salario bajo como aquel inferior a esa cifra. El resultado es que la mitad de los asalariados con jornada de treinta y más horas semanales obtenía un salario bajo en 2015 (p 263)

Los datos de pobreza, el mismo texto lo señala, son mucho más bajos, lo que indica que hay muchos hogares que evitan estar en la pobreza por contar con más de un perceptor de ingreso. La disminución de la pobreza, en última instancia, parece deberse centralmente a los comportamientos de las unidades domésticas, que buscan aumentar sus fuentes de ingreso. No es que la evolución de los salarios resulte suficiente para ello.

Siguiendo con el tema de salarios, la diferencia entre el sector de alta productividad y de baja productividad en las empresas (y no deja de ser relevante encontrar de nuevo un resultado tan tradicional en nuestras ciencias sociales) resulta crucial: ‘El componente entre empresas representa el 54% de la desigualdad de los salarios individuales’ (p 278). Pasar de una empresa de baja a alta productividad resulta fundamental: un trabajador no calificado en una empresa del Q1 de productividad gana 219 mil pesos, el mismo trabajador en una empresa del Q5 de productividad gana 493 mil (el salto es incluso más alto entre los trabajadores de ventas, que pasan de 243 mil a 913 mil al pasar del Q1 al Q5 de empresas por productividad). El amplio sector de empresas de baja productividad aparece como uno de los núcleos del problema.

 

Ahora bien, la desigualdad es, en el Informe, sólo problemática cuando aparecen como ilegítimas. La definición del Informe pone ello como una de las tres condiciones de la definición:

Así, pues, en este volumen las desigualdades sociales se definen como diferencias en dimensiones de la vida social que implican ventajas para unos y desventajas para otros, que se representan como condiciones estructurantes de la propia vida, y que se perciben como injustas en sus orígenes o moralmente ofensivas en sus consecuencias, o ambas (p 62)

Y entonces, ¿cuan ilegítima es la diferencia de ingresos? En resumen: Se puede decir que en Chile esa diferencia es legítima, pero la población pone condiciones y límites a esa desigualdad, las que estima no se cumplen. Lo primero es hacer notar que la desigualdad económica es la que menos molesta de varias desigualdades: 53% elige notas 9 y 10 a su grado de molestia, en escala de 1 a 10, lo cual resulta alto, pero inferior al 68% que le molesta que ciertas personas accedan a mejor salud. Pero hay tolerancia a la desigualdad per se: Los chilenos estiman que es justo que un gerente de una gran empresa reciba un sueldo 13,3 mayor (COES 2014) o 10,7 mayor (ISSP-CEP 2009) que un obrero semicalificado, lo que resulta claramente superior a lo que sucede en otros países (en Suecia la cifra correspondiente es 2,2; en Gran Bretaña 5,3). Y sin embargo, la diferencia percibida de ingresos es superior a la que se considera justa: La encuesta del Informe muestra que se estima que un salario justo de un gerente es de 2 millones, pero el percibido es 3 millones; el sueldo justo para un obrero es de 450 mil, el percibido de 280 mil (p 244). Incluso personas con tanta disposición a aceptar la desigualdad de ingresos como los chilenos perciben que la diferencia supera lo que encuentran justo.

Un tema importante es ¿qué es lo que molesta de la desigualdad económica? Si se quiere, más que la existencia per se de ingresos altos, es la coexistencia de ello con salarios que se perciben subjetivamente como bajos (y que también lo son ‘objetivamente’ recordemos los datos anteriores): Entre las clases medias hacia abajo más del 50% de la población estima que recibe menos de lo que merece (66% en las clases bajas, 70% en las medias bajas, 58% en las medias, p 236). El sueldo que se estima debiera ser mínimo es de cerca de 450 mil pesos (que no está tan lejos de los 343 mil que definían el sueldo que permite que una familia no sea pobre por parte del Informe, y que de hecho es similar a los sueldos estimados justos para obreros y cajeros p 244), un sueldo que sabemos la mayoría de la población no alcanza. En otras palabras, buena parte de la población obtiene sueldos que son inferiores a lo que ellos estiman debiera ser el salario mínimo justo.  Cuando las personas reclaman por desigualdad de ingresos están reclamando por sueldos que estiman no permite hacer lo que un sueldo debiera hacer en la opinión de las personas: cubrir las necesidades.

Lo cual nos lleva a un segundo tema: Recordemos que las desigualdades que más molestan son la diferencia en acceso a salud o educación. En otras palabras, no molesta tanto que haya quienes ganen mucho más que otros (para eso hay múltiples justificaciones posibles); y en este sentido no es la envidia, como en tantos análisis fáciles se dice, la raíz del reclamo. Pero sí aparece como injusto que esa diferencia se traduzca en una desigualdad en bienes que se perciben como básicos: Salud y educación (alguien podría decir, ¿no es la alimentación o la vivienda también básicos? Pero al parecer en ellos el tema del acceso parece estar ‘solucionado’, pero en educación y salud las diferencias son claras). Y además en ellos se ha vuelto crecientemente menos aceptada la desigualdad: El desacuerdo con la afirmación que es justo que quienes puedan pagar más tengan acceso a mejor salud o educación para sus hijos pasó del 52% al 64% en educación y del 52% al 68% en salud (sin estar en ningún momento aceptado, la ilegitimidad de ello ha aumentado con el tiempo). La igualdad en educación resulta importante tanto porque (a) se ha transformado en el sueño de movilidad y (b) porque legitima la desigualdad de ingresos: Esta última es legítima si está asociada al mérito (p 245-251), pero para que exista mérito todos deben tener acceso a la educación. La igualdad en salud, en última instancia, hace referencia al derecho a la vida -y entonces a un campo en que no aparece legítimo que el dinero medie. En otras palabras, el dinero puede mediar el acceso a muchas cosas, pero hay cosas que se perciben debieran estar separadas de éste. La desigualdad de ingresos no molesta, si se quiere, en las primeras; pero sí en las segundas.

En última instancia, hay un tema de trato y de dignidad en juego. Y es ahí donde se concentra molestia, pero además y quizás de manera más importante, una experiencia. Como lo dice el propio informe:

En uno de los grupos de discusión realizados para este libro, una secretaria comentaba su experiencia al salir a la calle:

No me siento que me traten con igualdad, porque, por ejemplo… si voy a comprar al [centro comercial del sector oriente], si no voy vestida regia, no me tratan igual que a las otras secretarias… Claro, tengo que disfrazarme de… de cuica. Y claro, si voy pa’ otro lado me tratan de otra manera

De modo similar, en una entrevista realizada en la región de Valparaíso, un obrero resumía así su experiencia de vestir su ropa de trabajo en un espacio comercial: ”Te miran con desprecio, o te miran como un delincuente”” (p 197)

El Informe hace notar la amplia cantidad de formas que tenemos de referirnos a ese maltrato (desprecio, te ponen la mano encima, te apuntan con el dedo, te pasan a llevar, pisotean, humillan, p 198). Eso refleja una experiencia amplia. En la encuesta un 41% experimentó malo trato en el curso de un año (p 201). Y eso indica una experiencia amplia directa pero también indirecta (i.e los que conocen alguien que le ha pasado ello, que le han dicho de esa experiencia, supera ese 41%). Sabemos que somos una sociedad donde se desprecia a los de segmentos más bajos.

Y esto resulta crucial, porque este tipo de experiencia no tiene justificación, y es anotada inmediatamente como injusticia cuando se la recibe: ‘Este ideal de la igualdad en dignidad se pone a prueba, se concreta, mucho más en la igualdad de trato que en igualdad de ingresos’ (p 199).

Es una experiencia amplia en lo referente a cuantos se ven ofendidos de esa forma. pero también amplia en términos de donde y quienes la realizan: Aparece en el trabajo, en la calle, en los servicios públicos; lo hacen desconocidos, funcionarios públicos, los jefes o supervisores. Dos temas creo que son relevantes a este respecto: (a) El estado es un promotor, en la vida cotidiana, de la desigualdad de trato, son las oficinas y funcionarios públicos también quienes, al maltratar a quienes van a esos servicios, reproducen esas desigualdades, y (b) Dada la granular de las diferencias sociales, buena parte de la población recibe maltratos y hace maltrato. Esos desconocidos en la calle, o vecinos que maltratan no son de las clases altas. El mismo informe cita a un entrevistado cuando está hablando de meritocracia, y la experiencia allí relatada permite ver cómo se justifica el menosprecio desde el punto de vista del maltratador:

Yo vengo de una famuilia del campo (…) gracias a Dios hace tiempo no tomo micro (…) estos días, un, un micrero me chocó, ¿pero sabe cómo me trató él, el micrero? A mí, siendo que él me chocó… Yo le dije: ”¿Sabes qué? Aprende a ser gente, por eso estás ahí, por eso estás chantado ahí, aprende a ser gente, porque no sabes lo que me costó a mí tener quizá el vehículo que tengo ” (…) El chileno prácticamente está en eso y quiere que todo [se lo] regalen, es por eso que el país está estancado (grupo de discusión mixto, clases medias, Santiago, p 246)

Para replicar a una molestia producida por otro el vocabulario usado es el menosprecio de clase (para evitar malas lecturas, el tema no es en la reacción frente a ser chocado, sino en la elección de la forma de expresión). Dado que todos tenemos, finalmente, personas sobre y bajo nuestra posición social en la escala, es fácil terminar siendo los maltratados de otro (que reclamamos) y ser el maltratador de otro (que justificamos). La dinámica del menosprecio no es algo producido desde fuera, es producida por los mismos que reclaman y exigen la igualdad en dignidad.

Podríamos seguir, pero baste aquí volver al punto de inicio: Que un informe que tiene tantas dimensiones a explorar, que muestra tantas de las insuficiencias del debate sobre estos temas (y conste que no abordamos nada, por ejemplo, de lo relativo a la concentración y la conformación de la élite que daría para una entrada por sí sola), queda reducido a un dato que se discute en los términos de un debate simplista. Quizás esperar más de los debates públicos en Chile sea mucho pedir.

¿Importa la legitimidad? A propósito de la política en Chile el 2016

Los resultados de las últimas elecciones han sido interpretados en torno a la pregunta sobre la legitimidad, y los peligros de una deslegitimación de las instituciones. Un poco antes, durante el Congreso de Sociología, estuve escuchando una mesa en el que se discutían problemas de legitimidad de la política. En esa ocasión, y todavía me ronda, hice la pregunta que intitula esta entrada; y que ahora aprovecharemos de intentar responder.

La legitimidad aparece, al menos en Sociología, como parte de la pregunta de cómo se mantiene un orden social. Y aparece también tras el argumento que un orden social no puede sostenerse sobre la coerción. Ella a lo más ha de ser ultima ratio pero no puede ser el fundamento de la operación cotidiana de la sociedad. Si cada persona sólo hiciese lo que requiere el mantenimiento del orden por amenaza de cadalso, es claro que no se sostendrá. Es un descubrimiento que es, de hecho, previo al nacimiento formal de nuestra disciplina, y como Nisbet declaraba hace bastante tiempo atrás tiene una raigambre conservadora. Y cualquier lector de las Reflexiones de Burke podrá observar que ahí ya está la crítica a la idea basta con las amenazas para sostener un orden y que quienes pensaban así ya verían en el desarrollo de su revolución como ello era inviable.

Ahora bien, que se requiere algo más que la coerción para sostener un orden es claro, y la crítica a ello ha sido contundente a lo largo del tiempo. Pero de ello no se sigue que la legitimidad del orden, y en particular la legitimidad del orden para toda la población, sea la única respuesta. El mismo Weber, a quien debemos algunas de las formulaciones de mayor influencia sobre el tema, no olvidaba que existían otras fuentes de orden; y la Ética Protestante termina con una intuición que también es común a Marx: Que el capitalismo tiene otras fuentes para lograr que las personas hagan lo que el orden les demanda sin necesidad de que se crea en la legitimidad del sistema (y sin necesidad de la coerción de la amenaza física).

Ese tipo de consideraciones no necesariamente aplican al orden político, y podría defenderse que ahí necesariamente sería necesaria la legitimidad. Al fin y al cabo, las regularidades no ocurren porque sí, y siendo una actividad común la de justificar el orden político, entonces cabe colegir que es una actividad necesaria: Que si ella no resulta exitosa, entonces ningún orden político puede subsistir.

Exploremos, entonces, algunas hipótesis sobre que sucede en torno a la legitimidad del sistema político en Chile

  1. No hay ilegitimidad de la democracia como tal. La idea general del régimen democrático está asentada, y varias de las críticas que se hacen a sus formas actuales se hacen en torno al régimen concreto se hacen desde la petición de más (o de una real) democracia.
  2. Con relación a la forma concreta que adquiere la democracia representativa en Chile, su legitimidad se encuentra en tela de juicio.
  3. La legitimidad procedimental todavía parece seguir existiendo. Esto en el sentido que no se discute (mayormente) el resultado de una contienda electoral -esto incluso si no se le da mucho valor a dicha contienda como tal. En cierto sentido, incluso tras el descalabro del registro electoral, no se dio mayor discusión del resultado.

La legitimidad procedimental es la legitimidad operativa. En cierto sentido, es ella la que se requiere para la continuación del sistema: Para que los alcaldes asuman, para que se cumplan sus decisiones etc. Por otra parte, la legitimidad en el sistema fortalece la continuación: Como todo intento de superar la crisis del régimen concreto debe hacerse de acuerdo a principios democráticos, ello encauza los momentos de crítica.

Entonces ahí tendríamos una respuesta: La crisis de legitimidad del régimen se encuentra protegida por las legitimidades que todavía existen en otros elementos. Y ello entonces nos permitiría explicarnos porque el régimen puede subsistir incluso cuando ha perdido legitimidad.

Es posible refutar la lógica anterior. Se puede plantear que las legitimidades que he mencionado no son de la población en general sino sólo de las élites políticas. Que en la población si existirían dudas sobre la legitimidad procedimental, a pesar que entre las élites estas no existan (i.e y se hayan aceptado derrotas y victorias sin mayor dilación). Esto me recuerda una afirmación que me enseñó mi profesor de teoría sociológica Raúl Atria, allá a principios de los ’90, en torno a que en Weber los tipos de legitimidad se ordenaban por las creencias del cuadro administrativo, no de la población. No discutiré ahora si ello es una adecuada interpretación de Weber, pero sí diré que me parece una valiosa observación sobre la realidad.

Si la élite política asume la legitimidad procedimental, que recordemos es la cotidiana y más operativa, entonces hay legitimidad procedimental: Sucederán todas las cosas que una elección se supone resuelve (i.e asumen todos los cargos en propiedad quienes son declarados ganadores).  Si no hay creencia en la legitimidad procedimental entre la población (asumamos por ahora dicha hipótesis) ello no tiene efectos a menos que se resuelvan los temas de acción colectiva, de coordinación: Un conjunto de descreídos individuales tiene demasiados incentivos de diversa índole para realizar las acciones que requiere el orden (volviendo a la intuición inicial de Weber y Marx) para que éste pueda continuar.

Entonces, por un lado, las legitimidades en otras dimensiones pueden solventar la crisis en la legitimidad del régimen concreto; y la legitimidad en el cuadro administrativo puede solventar la crisis de legitimidad en la población. Lo cual nos dice que si bien la legitimidad importa, no todas las legitimidades tienen igual relevancia.

Una última observación. Y entonces, ¿por qué la preocupación por la legitimidad en la población si un orden se puede sostener existiendo problemas en ese orden? En última instancia, hay un problema de solidez. Un orden puede sostenerse cuando existen problemas de legitimidad: Hay otras fuerzas que mantienen orden, hay otros lugares donde todavía puede subsistir la legitimidad. Pero es una sustentación vulnerable. Y si bien la vulnerabilidad no es derrumbe, no es tampoco algo que a los interesados en el sostenimiento del orden debieran pasar por alto.

Notas en torno a cómo piensa de la desigualdad la población chilena

Entre las innumerables características del debate público en Chile está la creciente relevancia que ha adquirido el tema de desigualdad. Reducido a lo básico, se habla mucho más de ella que en décadas anteriores. Ahora bien, la desigualdad puede tratarse sólo objetivamente (i.e midiendo cuanta hay, y para eso hay múltiples formas de hacerlo); pero también podemos preocuparnos de ella de forma subjetiva. En otras palabras, qué es lo que se percibe y cuál es la legitimidad de dicha desigualdad entre los ciudadanos de nuestro país.

En relación con ello, usando diferentes datos, creo que se puede sintetizar lo que la población piensa al respecto en las siguientes tres tesis. Que obviamente no recogen toda la heterogeneidad y complejidad de las percepciones de la población, pero bueno tampoco estimo que estén tan descaminadas como descripción general.

1. La desigualdad económica no es vista como ilegítima per se, y comparativamente, los chilenos tienen mayor legitimidad de ella.

La tesis de doctorado de Juan Carlos Castillo, The legitimacy of economic inequality (defendida el 2010 en la Universidad de Humboldt en Berlín) usando los datos del International Social Justice Project del 2006 muestra que los chilenos, por ejemplo, perciben como justa que un gerente gane 11,3 veces lo que gana un trabajador no manual, lo que es bastante mayor a lo que ocurre en otros países de ese proyecto. En otras palabras, la desigualdad económica en sí misma no es injusta, y los niveles que se consideran adecuados son bastante altos comparados con otros países.

Los datos de la Encuesta de Desarrollo Humano realizada para el Informe del 2015 muestran además que para los chilenos, la desigualdad es algo natural y que será siempre parte de la sociedad, y esto en particular entre los grupos de menores ingresos: Un 55% de la población estima que “las desigualdades sociales siempre han existido y seguirán existiendo” y esto sube a un 67% en el grupo E (y baja a un 46% en el ABC1).

En la legitimidad de la desigualdad también tiene relevancia el fuerte discurso meritocrático que se ha instalado en la sociedad. A los chilenos les parece legítimo que quienes tengan más mérito reciban más beneficios de la sociedad. En lo que concierne al hecho mismo que unos tenga más (e incluso mucho más) que otros, la población no parece tener problemas con ello.

2. Que incluso dado lo anterior, estiman que la desigualdad económica existente es superior cuantitativa y cualitativamente a lo que encuentran legítimo.

Ahora bien, a pesar del hecho que la desigualdad económica en sí misma no es evaluada negativamente, se encuentra una crítica al nivel de desigualdad existente. El mismo estudio de Castillo antes citado nos plantea (p 167) que  la desigualdad que ellos perciben, que es mucho más alta que la que ellos perciben como justa.

Pero además hay otros datos. La Encuesta CEP de Julio-Agosto 2013 mostraba que los chilenos prefieren estructuras de ingreso simétricas (45%) o top-heavy (34%). Pero lo que ellos perciben como realmente existente son muy distintas, top-bottom (38%) o una bimodal, donde hay muchos pobres, una escasa clase media y un grupo algo mayor de personas de altos ingresos (28%). En otras palabras, los tipos de desigualdad en que un 66% de la población cree vivir son preferidos por un 5%; mientras que el tipo de desigualdad que un 89% de la población preferiría sólo un 19% cree que corresponde a la situación real.

cep_desigualdad

La crítica a la desigualdad también dice relación con aspectos cualitativos: Porque sí la desigualdad aceptada es la que correspondería a una meritocracia, se sigue que cuando esa desigualdad no es producida de esa forma pasa a ser criticada.

Ahora bien, por una parte los chilenos valoran y creen en la existencia de la meritocracia. Combinando las respuestas a dos preguntas de la Encuesta de Desarrollo Humano (“si alguien se esfuerza lo suficiente, puede ascender en la escala social” y “si la gente trabajo duro, consigue casi siempre lo que quiere”) se creó, durante la elaboración del Informe, una escala de creencia en la meritocracia . Con puntajes de 0 a 1, se obtiene un promedio de 0,7 que es bastante importante y un 44% teniendo puntajes superiores a 0,8.

Pero, al mismo tiempo, las creencias meritocráticas están detrás de las críticas a la desigualdad. Por ejemplo, la escala de creencia en la meritocracia está asociada (levemente) a la valoración de la igualdad (r= 0,14), cómo se gráfica en la siguiente cita de los grupos de discusión del Informe

A mí me encantaría que esto fuera con la meritocracia, que uno bueno se saque la mugre cinco años estudiando y que no pague ni uno, que si sale de la Universidad no pague ni uno,  que si abandona la Universidad lo pague todo, me encantaría que fuera así, porque cada uno se estaría sacando la mugre y  saldría adelante como quisiera cachai (Joven NSE Medio)

A pesar que la meritocracia existe, y que el esfuerzo personal importa, de todas formas está la percepción que la desigualdad existente, al parecer, no está basada en una meritocracia, sino más bien se sustenta en el abuso. Y luego, entonces, la creencia en la idea del mérito no disminuye el malestar que produce la desigualdad en Chile.

3. Que, en realidad, la principal desigualdad dice relación con temas de trato, respeto y dignidad.

Uno de los datos que se menciona en el Informe de Desarrollo Humano 2015 dice relación sobre cuáles son las desigualdades que más molestan. Los datos muestran que la principal es “Que a algunas
personas se les trate con mucho más respeto y dignidad que a otras” (8,1 en una escala de molestia de 1 a 10). De hecho, la desigualdad económica aparece con menos importancia (6,9 -que si bien no es menor- opera a un nivel distinto).

Esto ha sido mencionado en otros tipos de estudios publicados recientemente. El informe menciona un estudio de Mac-Clure y Barozet  (Judgments about Inequality and Economic Elite among the Middle
Classes”, presentado en el XVIII World Congress of Sociology en Yokohama,  2014) la percepción de que la justicia siempre favorece a los poderosos que aparece en la Auditoría a la Democracia realizada por el PNUD (2014) o los datos del Barómetro CERC sobre percepciones de desigualdad ante la ley

Es en relación a esas diferencias que aparece el tema de la desigualdad económica, como se muestra en la siguiente cita (que aparece en el Informe de Desarrollo Humano por lo ilustrativa que es)

Los ricos no van a la cárcel. (NSE bajo)

Por así decirlo, son las consecuencias de la desigualdad económica más que la pura desigualdad económica lo que produce crítica en la población. Lo que, de hecho, es similar a un argumento que Walzer planteaba sobre la injusticia: que los beneficios ganados en un área de la vida fueran aplicados a otra muy diferente. El caso de la justicia es paradigmático porque en ella es donde se supone que debiera primar la idea de igualdad (igualdad de derechos) pero así no sucede.

 

Las anteriores afirmaciones permiten comprender, en parte, lo que la población piensa sobre estos temas. Y nos muestran que, con toda la simplificación que ellas presentan, que no se puede reducir las percepciones de los ciudadanos a un simple asunto de aceptación o crítica.

A propósito de la noción de reificación

La idea de reificación, resumida a sus aspectos más fundamentales, es sencillamente que ciertos patrones sociales, una vez establecidos, son percibidos por los actores como algo natural y dejan de ser percibidos como algo producto de un proceso social. Por lo tanto, esto favorece la legitimación de ese patrón: es como son las cosas, no podría ser de otra forma. Que la dinámica como tal es algo que ocurre no es lo que discutiremos aquí.

Lo que nos preguntaremos es la relación entre esa dinámica y la legitimación. La idea que ser visto como algo natural legitima se basa en la idea que entonces es la única alternativa posible. Ahora, ¿es cierto que percibir otras posibilidades deslegitima? Porque creo que esa última situación no se da. Las personas no pierden confianza en sus propias creencias cuando saben que hay personas que tienen otras creencias (los católicos españoles de la Reconquista no perdieron intensidad en sus creencias por observar que otros tenían creencias distintas y así hay muchos ejemplos). La mera aparición de alternativas no cambia la legitimidad de la propia práctica.

Para afectar la legitimidad se requieren otros factores que hacen que esas otras prácticas puedan presentarse como alternativas viables. Al fin y al cabo, el concepto de realidad es lo suficientemente dúctil para que las personas se digan que la propia práctica está en consonancia con la realidad (con la naturaleza humana) y que las otras prácticas no lo son (y por eso mismo están destinadas a desaparecer o a no tener relevancia). En última instancia, ‘nosotros estamos en lo correcto y ellos están equivocados’ no es algo muy difícil de creer.

Lo cual quiere decir, en suma, que para entender la relación entre la reificación y la legitimidad tenemos que entender con mayor profundidad las dinámicas que hacen que una práctica diferente a la propia se traduzca efectivamente en una práctica alternativa.