Una observación sobre la ética kantiana: Las razones de pensar la moral como ley

La siguiente cita es larga pero en ella Kant muestra los elementos que queremos discutir sobre su ética. Está en el capítulo 3 de la análitica de la razón práctica: ‘De los móviles de la razón pura práctica’.

Es muy hermoso hacer el bien a los hombres por amor y por compasiva benevolencia, o ser justo por amor al orden, pero esto todavía no es la verdadera máxima moral de nuestro comportamiento, adecuada a nuestra condición entre seres racionales, como hombres, cuando pretendemos, por así decirlo, cual soldados voluntarios, pasar con quimérica soberbia por alto el pensamiento del deber e independientes del mandamiento, queremos hacer sólo por propio placer aquello para lo cual pensamos que no nos es necesario ningún mandamiento. Estamos sujetos a una disciplina de la razón y en todas nuestras máximas de sumisión a ésta no debemos olvidar no sustraerle nada ni disminuir, por una ilusión de amor propio, la autoridad de la ley (aunque ésta sea dada por nuestra propia razón), poniendo el fundamento determinante de nuestra voluntad, si bien conforme a la ley, en otra cosa que la ley misma y en el respeto hacia esta ley. Deber y obligación son las únicas denominaciones que debemos dar a nuestra relación con la ley moral. Si bien somos miembros legisladores de un reino moral posible mediante la libertad, puesto ante nosotros por la razón práctica como objeto de respeto, somos a mismo tiempo súbditos de este reino y no su soberano, y desconocer nuestro grado inferior, como criaturas, y el rechazo presuntuoso de la autoridad de la ley santa es ya una infidelidad a la ley según el espíritu, aun cuando se cumpliera la letra (p 146-7 primera edición, p 82-3 edición de la Real Academia, edición de la Biblioteca Immanuel Kant, FCE, traducción de Dulce María Granja Castro)

La parte esencial es el hecho que de acuerdo a Kant ‘deber y obligación son las únicas denominaciones que debemos dar a nuestra relación con la ley moral’. El hecho que queramos de acuerdo a nuestra voluntad el bien es inmaterial, y en última instancia la benevolencia no es el bien. El bien consiste no sólo en seguir el mandamiento moral, sino en seguirlo como ‘mandato’. Quien hace el bien porque reconoce que es lo que hay que hacer como ley y no quien hace el bien porque siente que hay que hacerlo es el verdadero carácter moral en Kant.

Es importante destacar lo extraño de la posición. La ausencia del ‘querer hacer las cosas’ (más allá del ‘tener que cumplir la ley’) bien puede ser vista, desde otras perspectivas, como una falta. Si realmente no quieres hacer eso y sólo lo haces como deber, en realidad no es suficiente. Eso es justamente lo esencial en Kant.

Observemos entonces que es lo que está en juego. Como llega y que se sigue de esa exigencia.

La siguiente cita nos puede explicar algo más acerca del rechazo a la benevolencia (ese querer el bien, no simplemente aceptar la ley):

Así, la felicidad de otros seres podrá ser el objeto de la voluntad de un ser racional, pero si ésta fuera el fundamento determinante de la máxima, habría que presuponer que nosotros hallamos en el bienestar de los demás no sólo un deleite natural, sino también una necesidad subjetiva, como lo implica el carácter simpatético en determinados hombres. Empero esa necesidad no puedo presuponerla en todo ser racional (y de ninguna manera en Dios) (p. 60 primera edición, p. 34 edición de la Real Academia, Cap 1.

El caso es, ¿por qué no se puede presuponer esa necesidad en todo ser racional? El motivo de ello no puede ser el meramente empírico que en la realidad sucede que todo el mundo no siente ello. Al fin, ello se podría decir de seguir ese deber de la moral también (que no todo el mundo lo siente). Sin embargo, todo sentimiento -en Kant- es finalmente un asunto empírico y particular en términos intrínsecos. La única forma de universalidad es a través de la razón (que sigue siendo válida incluso si no todos la reconocen). Kant puede defender que, finalmente, todos reconocen la ley moral (quien la quiebra sabe que la quiebra, y sabe que no está siguiendo su deber, y sentirá el efecto de ello); pero incluso si ello fuera falso, la validez de una ley universal sólo podría basarse en la razón. Y si ello es así, entonces el sentimiento sería insuficiente para validar la ley moral.

El problema con ese argumento (que es al fin, la idea de Kant) es que ello puede fundamentar porque no es suficiente con el sentimiento, pero no para anular el valor moral del sentimiento. Todavía podría decirse que quienes aúnan su carácter a la ley (quienes por su sentimiento quieren lo mismo, y entonces refuerzan, que la ley manda) tendrían mejor carácter moral, serían ‘mejores personas’.

Conste que eso no es directamente negado por Kant. La siguiente cita muestra que ese aunar puede ser un deber también:

Ahora bien, se necesita apreciar primeramente la importancia de lo que llamamos deber y la amarga reprimenda cuando uno puede reprocharse la transgresión de la ley. Por consiguiente, no se puede sentir este contentamiento o esta perturbación del alma antes de conocer la obligación ni fundamentar esta última en aquéllos. Hay que ser, por lo menos a medias, un hombre honesto para poder hacerse, aunque sea, una representación de estos sentimientos. Por otra parte, no niego en absoluto que, así como mediante la libertad la voluntad humana es inmediatamente determinable por la ley moral, sea igualmente posible que el ejercicio frecuente conforme a este fundamento determinante pueda producir al fin subjetivamente un sentido de contentamiento consigo mismo; más aún, es parte del deber el establecer y cultivar este sentimiento que en realidad es el único que merece ser llamado sentimiento moral (p 67-8 primera edición, p. 38 edición de la Real Academia, Cap. 1 Analítica)

Pero prosigue Kant diciendo que ese sentimiento en todo caso no constituye la idea del deber, que es la fundamental. Incluso cuando está más cerca de darle importancia al sentimiento, este desaparece -al fin- de lo que crea la estimación moral -que debe ser basada en el puro reconocimiento del deber de la ley.

Parte de todo lo que explica este tipo de argumentación es, creo, que la moral kantiana se basa en la idea de ley. Toda su lógica está pensada en términos de máximas de conducta (o sea de normas); y la relación con una norma es de seguir/quebrar. La preocupación por el carácter moral (característica de otras éticas, como la aristotélica) es bien distinta. Se busca el carácter, porque lo moral no se deja reducir a una simple aplicación de una regla (por eso, la moral es un asunto de una razón práctica en Aristóteles) -porque lo moral no tiene la forma de una ley. En Kant es al contrario, y la moral se construye sobre el molde de la conducta legal, y por lo tanto de la relación con la conducta legal.

Mi impresión es que lo que está detrás de ese razonamiento no es tanto un tema moral, sino una preocupación política. Es en torno a la pregunta política por el orden social que la idea de la relación con la ley adquiere centralidad. Una preocupación por el carácter, basada en el hecho que la conducta no se deja reducir a reglas (el espíritu no la letra); lleva entonces a defender moralmente el que no siempre hay que seguir la ley. El tema no es tanto el que en la ética de Kant el desobedecer una ley positiva no pueda ser moral, sino fundamentar la idea de deber en torno al cumplimiento de una obligación pensada como una ley.

Pensada la moral como ley entonces es posible hacer algo que es relevante para constituir un orden político (que insisto es distinto de una preocupación estrictamente moral), y en particular para fortalecer la idea que seguir la ley es algo moral. La distinción de la relación del sujeto como legislador de la relación como súbdito.

Esa no es una distinción exclusiva al Kant de su teoría ética (está de hecho en Rousseau y en Kant aparece por ejemplo en su célebre ¿Qué es la Ilustración? que es más bien un texto político). Esa distinción permite unir la libertad con la obligación; y ello es crucial para poder fundar moralmente la idea de obligación. En cuanto legisladores somos sujetos libres que decidimos cuál es la ley -aplicamos nuestras capacidades para la discusión y el razonamiento (que luego son a su vez, para Kant, universales). Ese asentimiento como legisladores es lo que le da la base moral a la obligación de seguir la ley, puesto que no se obedece en términos maquinales, sino a lo que producimos en tanto legisladores. Pero dejando de ser legisladores, portadores de una razón pública de discusión, pasamos a ser sujetos privados, cuya relación con la ley es de obediencia (puesto que ya no estamos creándola, sino operando en un mundo ordenado por leyes).

La distinción entre legislador (ciudadano como público) y súbdito (sujeto privado) que equivale a momentos de libertad y obediencia en relación a la ley, es una distinción política. Una distinción cuya principal utilidad es permitir fundar una visión de cómo se constituye, y como se legitima, el orden político. Es la política entonces la que entrega uno de los fundamentos de por qué pensar la moral como ley, y entonces de por qué pensar la conducta moral como una conducta de ‘deber y obligación’: De un deber que creamos como legisladores y que seguimos como súbditos. Es por ello que los sentimientos morales (para usar la frase de Smith y una preocupación común en el pensamiento inglés del siglo XVIII) no pueden operar como fundamento de la moral -porque a través de ellos no se puede fundar una distinción política.

Si la moral es pensada como ley, eso se debería -entonces- a preocupaciones políticas.

Ley y Gobierno en la Grecia Clásica

Para entender la idea de ley y de obligación legal en la Grecia clásica se ha de partir de la constatación que ella fue una cultura profundamente política: Donde la acción política aparece como un elemento central para la vida del hombre libre, y donde la deliberación de la colectividad sobre las decisiones comunes resulta central (Arendt, 2008; Castoriadis, 2006). La polis, como forma de convivencia social, no es por nada el origen de nuestra palabra política, y el agora como centro de la convivencia es el lugar donde los ciudadanos se reúnen a discutir y a decidir. De hecho se ha dicho que la política nace en Grecia (Arendt 2008, Finley 1990): En tanto la política se entiende no sólo como lugar donde se toman las decisiones para la colectividad -esa dimensión es consustancial al desarrollo de instituciones burocráticas y ocurre en cualquier corte de cualquier Rey-, sino entendida como cuando la colectividad toma las decisiones colectivas, y esto incluye -de forma fundamental- la decisión sobre cómo organizar la colectividad, la afirmación resulta plausible. En otras palabras, para los griegos la cuestión que nosotros llamaríamos constitucional es parte de las decisiones políticas (Castoriadis 2006): No sólo decidimos sobre los asuntos públicos (sobre si entrar en guerra o alianza con otra Polis, de cómo asegurar el abastecimiento de trigo, de qué ciudadanos encomiar etc.) sino también se decide sobre cómo organizar esos asuntos (sobre si la polis será una aristocrática o democrática).

Ahora bien la concepción de lo político en Grecia se basa en la distinción entre las relaciones entre los ciudadanos y las relaciones entre amos y esclavos: sólo en la segunda cabe hablar de obediencia, mientras que eso no ocurre entre los ciudadanos, que tienen que relacionarse en términos de mutuo convencimiento: la obediencia es una noción ajena a la política (Arendt 2008). Luego, dado que la libertad implica la participación en la vida pública, en la vida en común, lo central es que en ella no hay noción de dominación. Es por ello que la democracia, para Aristóteles en la Política, por ejemplo, se define por el hecho de gobernar y ser gobernado por turnos; o que del ciudadano nos diga: ‘El rasgo eminentemente distintivo del verdadero ciudadano es el goce de las funciones de juez y de magistrado’ (Aristóteles, Política, Libro 3, Capítulo 1).

En la polis no cabe hablar de obediencia a personas, sino -precisamente aquí encontramos algunos elementos centrales para el pensamiento posterior- de obediencia a la ley. Uno de las señales que para los griegos los distinguían de otros era que en sus sociedades era la ley quien gobernaba. La orgullosa declaración espartana en la lápida de conmemoración de la Batalla de las Termópilas -”Viajero que pasas por aquí: ve a decir a los espartanos que por su ley, aquí yacemos” es una muestra cabal de esa concepción: A la pregunta ¿quién gobierna? la respuesta sería invariablemente ‘aquí gobierna la ley’. La expresión inglesa ‘rule of law’ expresa quizás más directamente esta idea que nuestro uso de ‘estado de derecho’. Sin embargo, es interesante que si bien la idea de obediencia a la ley era clara no es fuerte la discusión filosófica sobre ello. Probablemente el Critón sea uno de los pocos textos que plantean el tema de porqué obedecer la ley. Al parecer, obedecer la ley era algo demasiado dado y evidente. La filosofía política Griega -de cuya centralidad no es posible escapar- es, finalmente, una filosofía sobre la mejor constitución, del mejor sistema de gobierno, de la justicia y la ciudad perfecta, más que una filosofía sobre la ley y el Derecho.

Para entender lo anterior cabe detenerse en la concepción griega de la ley. El nomos correspondía a una norma de aplicación general vinculante es lo que nosotros llamaríamos ley. Su carácter diferencial de otras normas se puede observar en el hecho que la democracia ateniense del siglo IV ad.C (posterior a la restauración democrática tras la derrota en la Guerra del Peloponeso) tenía un procedimiento e instituciones específicas para aprobar y reformar leyes que era distinto del procedimiento usado para las decisiones colectivas particulares, que eran llevadas a cabo en la Asamblea (Hansen 1991, Elster, 2006). Ahora bien, lo crucial de la imagen de la ley es que la ley es lo que funda la vida política, más que ser parte integrante de ella: Una polis se crea al establecer su nomos, y el legislador de la polis, su nomothetes, es siempre quien la funda (Arendt, 2008). Incluso en el caso ateniense, que tenían un procedimiento para generar leyes, el procedimiento operaba como una revisión de las leyes existentes, y bajo la idea de volver a la constitución ancestral, y de hecho de limitar sus cambios. Dado lo anterior, entonces el carácter obligatorio de la ley se puede entender mejor en su carácter no problemático: No hay polis sin leyes, y para ser griego hay que vivir en una polis. Una cosa es que las leyes no se obedezcan, pero es evidente que deben ser obedecidas porque sin eso no hay comunidad posible.

Al menos no hay comunidad griega: la obediencia a la ley es lo que permite fundar el espacio público donde los ciudadanos se relacionan entre sí sin tratarse como amos y esclavos, sino como pares.

Referencias Bibliográficas
Arendt, Hannah (2008) La Promesa de la Política. Barcelona: Paidós
Aristóteles Política.
Castoriadis, Cornelius (2006) Lo que hace a Grecia 1. Buenos Aires: Fondo de Cultura Económica.
Elster, Jon (2006) Rendición de Cuentas. Buenos Aires: Katz Editores.
Finley, Moses (1990) El Nacimiento de la Política. Barcelona: Crítica
Hansen, Mogens Herman (1991) The Athenian Democracy in the Age of Demosthenes. Norman: Oklahoma University Press