La Responsabilidad del Mundo.

Sabemos, no hay manera de evitar la conclusión, que el mundo es mayor que lo que podemos afectar. Actuamos en el mundo, padecemos lo que en él sucede, pero bajo ninguna forma podemos ser considerados -como decía Arendt- sus autores.

De la anterior verdadera consideración es fácil caer en tentación: No soy autor del mundo, no soy responsable de él; los males que en él acaecen, a menos que esté directamente involucrado, no me atañen. O incluso, si me atañen lo es por decisión mía, una muestra de mi valía moral, una muestra de mi buen carácter; pero no me puede ser exigido asumir responsabilidades por asuntos que no son mi culpa. Basta para ser buena persona con no generar daño de manera activa. No cabe la menor duda que es una posición razonable; y que dado que lo razonable es a su vez medida razonable de lo que se le puede exigir a las personas, no merecería mayor crítica. Incluso se podría decir, yo estaría dispuesto a proclamarlo así, que la mayoría de las personas son buenas personas en ese sentido.

Y sin embargo, no puedo evitar la sensación que ello es, en definitiva, una tentación; y que ser razonablemente bueno no es suficiente. Primo Levi relata así en La Tregua su encuentro con los soldados rusos al momento de ser liberado de Auschwitz

No nos saludaban, no sonreían; parecían oprimidos, más aún que por la compasión, por una timidez confusa que les sellaba la boca y les clavaba la mirada sobre aquel espectáculo funesto. Era la misma vergüenza que conocíamos tan bien, la que nos invadía después de las selecciones, y cada vez que teníamos que asistir o soportar un ultraje: la vergüenza que los alemanes no conocían, la que siente el justo ante la culpa cometida por otro que le pesa por su misma existencia, porque ha sido introducida irrevocablemente en el mundo de las cosas que existen, y porque su buena voluntad ha sido nula o insuficiente, y no ha sido capaz de contrarrestarla (p. 8)

Levi se refiere al justo en la sublime cita anterior; y la palabra es exacta. La persona buena quizás no sienta dicha culpabilidad, pero para ser justo ella se requiere. Sentir el mal del mundo como algo del cual te sientes responsable; no porque seas autor de éste, porque no lo eres, sino porque el mal existe y ello es intolerable.

Como todas las exigencias irrazonables, y de ello se ha criticado por ejemplo al cristianismo y como creando una conciencia hipócrita, tiene el problema que es en sí intolerable e insostenible. Nadie puede estar a su altura, y medido contra ella no queda más que reconocerse lejano. ¿Cómo entonces ser justo?

Pues recordando lo mismo que se hizo, mucho tiempo atrás, en relación a otra meta inalcanzable, otra meta frente a la cual nunca damos la talla: Nadie puede ser sabio, sólo podemos intentar buscar la sabiduría. Nadie puede ser justo, aunque muchos sí puedan ser buenos; pero lo importante es buscar la justicia.

Hacia el final de La Misión, la película de Joffé sobre las misiones jesuitas en Paraguay, y su final, que recordaba a propósito de la espléndida música de Morricone hace un par de días, uno encuentra el siguiente diálogo, entre quienes han sido parte de dicha destrucción:

Hontar : We must work in the world, your eminence. The world is thus.

Altamirano : No, Señor Hontar. Thus have we made the world… thus have I made it.

La idea central de este escrito puede resumirse sucintamente: No ser Hontar. Nunca escudarse en la complejidad y en la desmesura del mundo para justificar tu falta de acción. En el caso de la película, la frase del Cardenal Altamirano es correcta -fue su decisión-; pero incluso cuando no lo es, cuando es falso que sea un mal que uno haya producido, lo que corresponde es sentir como si así fuera. Quienes vivimos en el mundo no podemos escamotear lo que implica participar de él (la culpa por el mal cometido que pesa por el mero hecho de existir reusando las palabras de Levi).

Asumir la responsabilidad del mundo es, ya dije, insostenible; y es evidente que nadie, menos yo, está a esa altura. Asumir esa responsabilidad no es algo que se pueda hacer de manera permanente, para ello está lo razonable de ser bueno. Y sin embargo, sentir esa responsabilidad aplastante, aunque sea por momentos, algo que debiera ser ineludible.

En alabanza de Eneas

Eneas, el héroe epónimo de la Eneida de Virgilio, es un héroe complejo para la sensibilidad moderna. Ha sido acusado de múltiples cosas, en general se lo observa como no siendo lo suficientemente complejo para representar una real personalidad, y por lo tanto un carácter poco atractivo. El piadoso Eneas se aparece como una máscara más que una persona (la elección de palabras no es casual, no sólo porque el sentido original de persona es la de máscara, sino que precisamente esa relación es relevante para comprender a Eneas).

El caso es que la sociedad moderna tiene problemas con la idea de obligación. La forma común, o para ser precisos una forma bastante común, de entender la sensibilidad moderna es una búsqueda de libertad que siente que no está obligada hacia nada o nadie, y que defiende la pura expresión directa de los deseos -‘hago lo que quiero’, ‘cada quien hace lo que quiere’, que se traduce en un rechazo a toda exigencia: ‘No eres nadie para decirme que hacer’. Bajo esta sensibilidad, e insisto esto es una sensibilidad no un razonamiento (algo inmediato, no mediado por otra cosa), no hay otra reacción posible a Eneas que el rechazo.

Puesto que Eneas vive bajo el signo de la obligación. El conflicto interno de la obra es, sencillamente, que Eneas no hace lo que desea hacer, sino que finamente elige lo que tiene que hacer. En el libro II su deseo es, frente a la caída de Troya, de su ciudad y de su pueblo, la de combatir sin esperanzas por ella, de quedarse luchando contra aquellos que están destruyendo todo lo que le es querido. Y sin embargo, es conminado a no hacer ello, y a buscar la salvación de quienes quedan. La imagen final del libro es precisamente Eneas dirigiendo a ese pueblo perdido en búsqueda de un nuevo hogar. En el libro IV, uno de los más famosos, es claro que su deseo es quedarse con Dido, y, uno podría decir, rehacer un hogar para su pueblo en Cartago. Los dioses así no lo permiten, y lo conminan a cumplir con su deber: la ciudad que debe fundar se ubicará en Italia y hacia allá debe marchar. En los últimos libros es claro que Eneas preferiría que, simplemente, le dejaran fundar su ciudad en paz; pero el destino lo hace caer en guerra -su pueblo es visto como invasor por parte no menor de los residentes en última instancia. En cada caso, la voluntad inicial del héroe es rechazada, pero la acción del héroe no es luchar contra ese revés contra su voluntad, sino plegarse a su obligación, a lo que tiene que hacer: A ese fundar una nueva ciudad para que su pueblo pueda renacer.

Para una sensibilidad que defiende el hacer lo que se quiere y que rechaza lo que niega el propio deseo, y que frente a esas negaciones el camino que observa como bueno es el de remover esos obstáculos, Eneas no puede ser observado de manera positiva. Y sin embargo, hay una experiencia común donde precisamente las acciones de Eneas son plenamente comprensibles: la de ser responsable de algo o de alguien. Cuando se tiene alguna responsabilidad, la bondad de hacer lo que hay que hacer se vuelve manifiesta, e incomprensible su negación. En la responsabilidad la diferencia entre lo que se quiere hacer y lo que hay que hacer desaparece, y resulta claro que no se sería fiel a uno mismo, no se haría lo que realmente se quiere hacer, si no se cumple con ella.

Eso es lo que Eneas sabe, y lo que el poema celebra: La voluntad de mantenerse fiel a la responsabilidad contraída con su pueblo de fundar una nueva ciudad para que él no perezca. La Eneida nos cuenta de viajes, nos cuenta de guerras, pero realmente no celebra nada de ambas. Nos cuenta de actos heroicos en las batallas de los últimos libros, pero no se centra tanto en ellos como en el dolor que se produce en ellos: Es el dolor de Evandro frente a la muerte de si hijo Palas, más que la propia lucha de Palas, donde el poema se centra. Y las líneas finales del poema, donde siempre se ha discutido si ello se debe al carácter inconcluso de la obra o es una elección de Virgilio. nos hablan de la muerte cruel en la batalla (contrastemos con Homero, que cierra la Ilíada con el entierro de Héctor, domador de caballos, y donde los actos centrales del poema ocurren después de la muerte de éste por Aquiles, mientras que Virgilio lo cierra en el acto equivalente, la muerte de Turno), también son otro ejemplo de la preocupación por el dolor y la muerte, más que la celebración de la batalla. Lo que sí se celebra es la fidelidad de Eneas a su tarea, lo piadoso del piadoso Eneas es precisamente ello.

La noción de responsabilidad que está en el poema puede compararse, al menos a ojos de un sociólogo, con una célebre distinción de Weber entre la ética de la responsabilidad y la ética de la convicción: Entre quienes, para evaluar y elegir su acción, toman en cuenta las consecuencias de ella y para quienes eso no importa. Entre quienes no pueden dar por buena una acción si al tomarla la consecuencia es desastrosa, y para quienes si hay que destruir el mundo para hacer justicia, entonces el mundo se destruye. En el ensayo de Weber su preferencia, finalmente, por la ética de la responsabilidad es clara, la ética de la convicción es casi una muestra de egoísmo moral de quienes, para sentirse santos, envían la destrucción a todos. Sin embargo, para que la ética de la responsabilidad permanezca una ética, o sea que mantenga una orientación al valor, se requiere algo más que una responsabilidad entendida como preocupación por las consecuencias. Se requiere una responsabilidad entendida como obligación y como deber. En otras palabras, se requiere ser Eneas.

El feminismo y el discurso sobre la moral en la izquierda

A propósito de la reciente Ola feminista, y el discurso sobre el macho de izquierda, y después de conversar con varias personas, llegué a la siguiente hipótesis:

  1. El discurso tradicional de la izquierda sobre la moralidad es un discurso de la transgresión. Frente a la moral conservadora y tradicionalista, lo que se veía apropiado era denigrar y quebrar dicha moral. Y esto llevó, en general, a un discurso en el cual se criticaba en general la moral y la aproximación moral en general (todo ello era ‘moralina’, ‘pechoñería’ etc.). Los héroes culturales de la izquierda eran quienes estaban más allá del influjo de la moralidad ‘burguesa’, ‘conservadora’ etc., y lo mostraban en la agresión frente a ella. En el límite, prohibido prohibir.
  2. El discurso feminista de los últimos años, y el que se muestra en la reciente ola, es un discurso intensamente moral. Frente a la moral conservadora lo que hace es proponer otra moral: En otras palabras, es instaurar nuevas normas y nuevas prohibiciones. Alguna vez en este blog hacíamos la observación que el discurso moral había pasado de uno centrado en la virtud a uno basado en el consentimiento (link aquí) -donde la diferencia entre lo moral y lo no moral se centra en la noción que todo aquello que es consentido es bueno, y todo aquello que no es consentido es incorrecto (y el límite del sujeto moral es el límite de quien puede o no consentir). Más aún, se puede observar que es una moral que enfatiza un ideal de autonomía (donde toda irrupción externa debe ser, en principio, justificada, no puede irrumpirse sin más en la vida de un otro).
  3. Entonces, el discurso tradicional de la izquierda queda en contradicción con esa transformación. Su discurso, que era el que parecía ‘liberal’ y ‘progresista’ queda -entonces- atrapado junto a su odiado conservadurismo como resistencias frente a un nuevo hecho moral.

No es la primera vez, en cualquier caso, que un discurso de talante ‘liberal’ (que critica la moral tradicional) queda contradicho por un nuevo discurso moral (que ve a ese viejo discurso transgresor como defensor de algo que se observa como inmoral). Sabido es que el ilustrado siglo XVIII era bastante más ‘relajado’ que los revolucionarios que los siguieron.

En última instancia, toda transformación moral -y es a ello a lo que nos vemos enfrentado- sólo puede instaurarse a través de un momento de alta preocupación moral y de búsqueda y rechazo a lo que se ahora se ve como inmoral. Solo así lo que antes se observaba como no representando una falta, o siendo una falta de menor cuantía, puede pasar a ser observado a una falta moral importante. Los cristianos no cambiaron el discurso moral de la antigüedad sin un rechazo abrupto y muy profundo de los discursos paganos (a niveles que los cristianos de futuros siglos observaron como exagerados). Así es como operan los discursos morales.

Un momento de rigorismo moral

En la entrada anterior planteamos que la percepción de corrupción implicaba la re-emergencia de un lenguaje moral para observar la vida social. En esta entrada abundaremos en esa interpretación para aducir que lo que experimentamos en el Chile de este último período es una fuerte re-instauración de criterios éticos y morales para la evaluación de la vida social.

Esto requiere, por un lado, darse cuenta que la interpretación conservadora de los así llamados temas valóricos, bajo la cual una creciente liberalización en el ámbito moral implicaría una pérdida de los valores, no permite entender lo que ocurre en la sociedad chilena y resulta más bien ciega a lo que ocurre. Una sociedad en la que se observan reacciones como lo ocurrido con el recientemente asumido obispo de Osorno o con la creciente discusión del acoso callejero -para dar ejemplos de muy distinto tenor- no es una sociedad donde simplemente dejen de existir las normas morales, es una sociedad cuyas normas morales han cambiado. Para dar otro ejemplo y exagerando tendencias: Estamos pasando de una sociedad lo moral y de rigor era discriminar y violentar hacia quienes se salían de la norma a una sociedad donde la discriminación y la no aceptación son lo inmoral. Y entonces en el mismo movimiento en que ciertas acciones dejan de ser relevantes moralmente, otras aumentan su relevancia moral y dejan de ser situaciones moralmente neutras. La sociedad no ha dejado de imponer normas y de hecho ha adquirido nuevas formas de llamados a la normalidad moral (las redes sociaels, Twitter es un buen ejemplo, pueden ser fácilmente mecanismos de ese llamado, ‘viralizando’ el rechazo moral a ciertas conductas y operando como formas de socializar y fortalecer las nuevas normas morales).

El fenómeno de una creciente observación moral sobre la sociedad nos lleva también, si se quiere, a mostrar las limitaciones de la observación sistémica de la vida social. Bajo este esquema, en las sociedades contemporáneas, plenas de complejidad sistémica, pierde importancia la observación moral: ¿Cómo podría siquiera ser pensado que las coordinaciones del sistema económico operaran bajo la moral? Los sistemas son, precisamente, lo que se esconde de una observación moral. Lo cual podrá ser en general una buena observación, no discutiremos eso aquí y ahora, pero no obsta para que en determinados momentos precisamente ocurra que la vida social en sus diferentes sistemas es observada y juzgada moralmente, y esos juicios tienen consecuencias operativas.

El hecho que estemos ante la emergencia de nuevas normales morales y que, al mismo tiempo, estemos ante la re-emergencia de una mirada moral sobre los sistemas sociales ha implicado una dinámica en que ellas se desarrollan con fuerza y rigor. Una nueva norma no se implanta si parte con laxitud en su aplicación, debe implantarse con fuerza e insistiendo en la necesidad de comportarse de acuerdo con ella y en la completa falta de justificación de no hacerlo. La laxitud es un lujo de lo establecido, de aquello sobre lo cual no hay fuertes dudas sobre su validez. Lo mismo puede plantearse ocurre cuando se vuelve a observar moralmente lo que se había dejado de observar de ese modo: la reintroducción requiere ser planteada con fuerza, con indignación hacia las faltas que ahora se descubren, para que esa reincorporación pueda efectivamente aplicarse.

Los períodos de rigor moral son, usualmente, relativamente transientes. Pero no dejan de tener su relevancia. No estará de más recordar que, por ejemplo, un fuerte rigorismo moral suele caracterizar a los períodos revolucionarios. Chile no parece estar cercad e esos períodos, falta buena parte de las condiciones estructurales, pero en lo que dice relación con algunas de la actitud de la población hay ciertos paralelos. No estará de más recordar que una ausencia de legitimidad de las élites, una pérdida de la autoridad como tal, es algo que quizás no esté tan lejano.