El reconocimiento del límite. A propósito de la reacción ‘neoliberal’ a la pandemia

Los romanos, es sabido, detestaban el poder unipersonal. La palabra rey era execrada y uno de los pocos momentos en que la plebe miró negativamente a César fue cuando se sospechó que tomaría ese título. El que los cargos ejecutivos romanos, partiendo por el más importante, los cónsules, fueran múltiples, también nos muestra esta sospecha permanente a concentrar el poder. Es una característica fundamental de la forma en que se acercaban a estos temas que las cosas públicas tenían que ser discutidas y decididas entre todos (y eso incluso se mantuvo algún tiempo durante el imperio)

En momentos de crisis, sin embargo, ellos mismos -quienes odiaban al poder unipersonal- pensaban que era necesario salir de ello y nombrar a un dictador. Por cierto, preocupados por esos temas ponían límites a ese poder ilimitado (seis meses máximo); pero es claro que era una disrupción de los principios normales, un peligro (Dionisio de Halicarnaso en su Antigüedades Romanas hace notar que durante siglos ese peligro no se realizó, y que ello era admirable; pero al fin, como todas las cosas se corrompió). El caso es que comprendían que llegado al caso, las ideas más importantes para ellos debían de ser dejadas de lado.

Todo pensamiento tiene su límite, las situaciones donde deja de operar. Esa conciencia del límite del propio pensamiento, del cual hemos dado un ejemplo, es algo que resulta complejo. Y es algo que en las presentes circunstancias de pandemia de Covid-19 ha sido efectivamente difícil.

Del mundo ‘neoliberal’ (sí, ya sé que es nombre discutido, pero es el que tenemos disponible) podemos decir que tiene, entre otros, estos rasgos: (1) Una fuerte preferencia por la libertad individual, y por lo tanto por no limitar las decisiones de cada quién; (2) una fuerte preferencia por intervenciones limitadas (‘quirúrgicas’), buscando el máximo de resultado por la mínima acción: cualquier intervención ha de limitar lo menos posible la decisión personal.

Ello ha llevado (al nivel de gobierno, pero también al nivel social) a ciertas características que se repiten, una y otra vez, en el debate. La idea que cada quién decide qué riesgo está dispuesto -olvidando que se pone en riesgo a otros (pero eso desaparece de la visión). La idea que toda restricción ha de ser mínima y levantado tan rápido como se pueda, bajo la idea que hay que compatibilizar economía y salud -olvidando que no hay economía que funcione bien bajo pandemia (pero ello también se olvida).

Esto incluso lleva, y uno nota su aparición tanto en ciertas declaraciones públicas como en la conversación, a la aceptación de la muerte: Que hay que aceptar cierto número de muertos, así lo exige el bien de la sociedad; y que, en particular cuando la enfermedad se concentraba en las personas de más edad, que eran vidas menos valiosas para proteger (¿cuántas veces no se dijo que igual morirían en poco tiempo por su edad?). Hinkelammert en varios textos (recientemente en Totalitarismo de Mercado, 2018, en particular pp. 156-8, citando a Mises y Hayek) que el liberalismo es al fin un cálculo de muertes; y por todo lo que habla de libertad individual sí justifica la muerte por sus resultados sociales.

Esto es lo que lleva el no aceptar los límites: Que incluso si la lógica neoliberal fuese lo más adecuada (y no hemos discutido para nada ese asunto aquí), habrá situaciones donde no corresponde aplicarla. Y la salud pública en pandemia unas de esas situaciones que tal amerita. El olvido de los límites redunda además en otro resultado: Aceptar el límite bien puede implicar que se puede volver a la situación donde aplican los principios sobrepasados en ese límite. Los romanos no concluían del hecho que en ciertas situaciones el mando unipersonal (el dictador) fuera necesario que fuera algo mejor, y volvían a su estructura definitivamente no unipersonal en cuento la crisis era superada. Era para poder vivir normalmente de acuerdo a ese rechazo al mando unipersonal que reconocían que en ocasiones éste era necesario.

No reconocer el límite de ciertas ideas dificulta, entonces, el poder vivir en general de acuerdo a ellas. Pretender que una idea aplica siempre y en todo lugar debilita entonces al propio principio.