Autonomía, independencia y soberanía

En algunas discusiones que he tenido estos últimos meses creo que distinguir con claridad entre autonomía e independencia como conceptos. Muchas veces se los usa de manera indistinta, pero en realidad hay dos dinámicas que conviene distinguir. No siempre se logra una cuando se tiene la otra. Además diré (pero esto es, en sí, algo separado del hecho de distinguirlos) es que mientras la autonomía es algo deseable, la independencia es un mal ideal.

Para defender las afirmaciones anteriores corresponde mostrar la distinción. Con autonomía nos referimos al hecho que el actor es el que decide como reaccionar al entorno (el nomos de autonomía se refiere a una autorregulación). Con independencia nos referimos a una situación en el que el actor no depende del entorno, ya sea que o no tiene conexiones con éste o las conexiones son secundarias y no lo afectan mayormente.

Es fácil comprender cómo, si usamos la distinción anterior, no son lo mismo. En particular, se puede ser muy dependiente (muy conectado fuera de sí, de manera que no puede comprenderse ni realizar sus acciones sólo en base a su propio ser) y ser bastante autónomo (la forma en que esa dependencia del entorno afecta es definido por las propias reglas, la capacidad de cambiar esas reglas depende del propio ser). Creo, además, que permite defender además la afirmación que la autonomía es loable mientras que la independencia no. En última instancia, la independencia requiere aislamiento y separación (o al menos, se facilita en esas condiciones); y aislarse es -para seres finitos como somos nosotros- una forma de reducirse. Desplegar el ser requiere salir de sí, y por lo tanto requiere salir de la independencia. Al mismo tiempo, desplegar el ser requiere y se facilita en autonomía, puesto que es así que las acciones que uno realiza son expresión y despliegue de uno mismo (quién no es autónomo, despliega otro ser si se quiere).

Si lo anterior es correcto, entonces la autonomía es un bien deseable y es importante diferenciar ello de la falsa búsqueda de la independencia. ¿Qué tiene que ver toda esta discusión con la noción de soberanía, nuestro tercer concepto en el título? Si la autonomía es algo deseable, es a su vez importante no sólo diferenciarla de la independencia, sino también hacer distinciones sobre diversas formas de pensar la autonomía.

Si la autonomía es la capacidad de ‘darse sus propias leyes’ una versión común de ello es pensarlo como una capacidad jerárquica. Y por lo tanto la autonomía consiste en la existencia de un ente que decide los temas básicos (decide como decidir si se quiere) sin mayor límite: un soberano. Ya sea para un colectivo o incluso para una persona, la decisión autónoma se piensa como la formación de una entidad, situación o elemento que decide sin superior y siendo superior a toda otra entidad, situación o elemento; y entonces no reconociendo límite alguno. Dado que podríamos estar en momento constituyente pronto, y usando ese lenguaje, digamos que es la idea de un poder constituyente que se diferencia precisamente del poder constituido porque no tiene límite alguno.

Si se piensa las relaciones entre decisiones de manera jerárquica entonces la existencia de un soberano es una consecuencia necesaria; y todas las veces que uno se pregunta por el fundamento de las decisiones sigue esa línea. El soberano puede ser muy distinto (Dios, el pueblo, la razón etc.), pero hay algo que ocupa esa posición de fundamento no-fundamentado.

La discusión anterior es para plantear lo siguiente: La idea de un actor o momento soberano no es un buen modelo. En general, la relación entre las diversas instancias es más bien de conexión (que pueden ser más o menos firmes), no la de fundamentación en una instancia más profunda. No es necesario una piedra de toque que de sentido y organice toda la diversidad de las situaciones.

Siguiendo el tenor de la argumentación inicial, el siguiente paso es plantear que además la soberanía es un mal ideal. El soberano es la imagen de un poder omnímodo e ilimitado; y un poder adecuado para los seres humanos debe ser precisamente lo contrario de ello. Hay una noción romana (que recuerdo ha sido recalcada por Arendt y Agamben, para nombrar autores bien disímiles) en la cual la acción siempre requiere actores distintos (la autorictas en el Senado y la potestas en el pueblo). La constitución de más poder, y no meramente fuerza, no requiere la idea de un actor o instancia única de la que todo deriva. No estaría de más reivindicar no tanto esa distinción en concreto como la necesidad y utilidad de una distinción: de evitar pensar que se requiere una sede originaria de todo el poder.

En última instancia, si el soberano es un poder sin límites que no reconoce ley alguna, entonces por definición el soberano es la imagen del poder arbitrario. Y eso tiene un nombre: tiranía.

La práctica de la división de poderes

After some experimentation with different political organizations, around 1200 a system was adopted in Genoa with strengthened the cooperation between factions and formed a balance between leading families, with policy setting separated from policy implementation (Bas van Bavel, The Invisible Hand?, Oxford University Press, 2016, Cap 3, p. 99)

El texto de van Bavel es fundamentalmente sobre el desarrollo (origen, auge y caída) de economías de mercado a través de la historia (usando el Iraq medieval, el Norte de Italia del renacimiento y los Países Bajos desde el medievo hasta la modernidad temprana). Al describir los desarrollos en el Norte de Italia aparece la cita usada anteriormente.

La separación entre diseñar políticas e implementarlas, ¿que significa? Por un lado, puede decirse que todo desarrollo burocrático implica esa separación. Por otro lado, si sólo fuera eso no tiene mucho sentido poner el énfasis que establece el texto. Esto implica que hay otro elemento en juego. O al menos, con esa interpretación comentaremos el texto.

En cierto sentido, un problema común a cualquier organización política es cómo relacionarse con el poder, potencialmente arbitrario, del ‘soberano’. Hay múltiples formas de intentar solucionarlo. Una es la de aconsejar al príncipe que está en su interés no ser arbitrario, y proteger a la población (toda la literatura de ‘espejo de príncipes’ son diversos textos que intentan enseñarle eso a un príncipe). Otra modalidad es la de intentar eliminar dicha posibilidad a través del reemplazo del soberano personal por el gobierno de la ley (‘rule of law’ como es la frase en inglés). La idea tiene cierta fuerza en los últimos siglos, y ha sido también usada en otros contextos (por ejemplo, las repúblicas clásicas de la antigüedad, que así se presentaban a sí mismos). La conformación de un aparato burocrático altamente moralista y moralizante, que representa al príncipe su arbitrariedad, con altos riesgos personales, fue la solución ensayada en la China imperial. El alto número de ejemplos de mandarines ejecutados muestra que los riesgos eran reales, por otro lado no se puede negar que ese segmento fue el dominante durante varios momentos en China, y que algún nivel de efectividad mantuvo. Si se quiere el imperio Chino era autocrático pero no arbitrario (y al fin y al cabo, es difícil que un poder estrictamente arbitrario pueda ser estable). El occidente moderno eligió, finalmente, la opción de la separación de poderes, o de equilibrio entre ellos: Ya sea a través que ningún ente tiene todas las atribuciones o que se pueden controlar mutuamente.

Volviendo a nuestra cita: Esa división que aparece manifestada, en un contexto que enfatiza el balance entre actores, hace pensar entonces en los usos de la división de poderes, y que -entonces- ella ha operado en las costas occidentales de Eurasia desde mucho antes que fuera pensada por Montesquieu u otros. Y uno puede pensar otros ejemplos: los Justicias de Aragón, que son de la misma época, encargados de dirimir los pleitos entre el rey y quienes tenían fueros, pueden pensarse como formas de dividir el poder soberano. He ahí una idea y una práctica bastante vieja, que es parte del repertorio político europeo por siglos.

La discusión previa nos muestra que esa práctica es, en todo caso, una de las posibles elecciones para enfrentar el problema de la arbitrariedad. Otras sociedades tomaron otras elecciones al respecto. Lo que las distingue no es el hecho que el poder arbitrario sea una preocupación, sino las formas a través de las cuales se enfrentan a ello.

 

De las sociedades seculares

Sabido es que Newton le dedicó un buen tiempo a la alquimia, que para nosotros es algo sin sentido, en comparación con el desarrollo de la física clásica en los Principia, que es para nosotros su obra fundamental. Ello es una de las señales más claras del cambio de visión de mundo desde mediados del siglo XVII a la actualidad.

Del mismo modo, si uno se decide a leer el Leviatán, una de las obras fundantes del moderno pensamiento político y social (por más que buena parte de ese pensamiento se escriba contra Hobbes) uno encuentra una larga discusión sobre una ‘Common wealth’ cristiana; y largas disquisiciones acerca del poder espiritual y su control (es el material de la Parte 3, y el capítulo XLII sobre el poder eclesiástico debe ser el más largo del libro). Y uno podría recordar que Spinoza escribió un Tratado Teológico-Político. ¿Quién haría algo así ahora? Incluso para quienes sus creencias religiosas influencian de manera importante sus posturas políticas, no gastarían muchas páginas en discutir sobre la relación entre el poder civil y el poder eclesial (e incluso la mera idea de un poder eclesial que determine para todos lo que deben pensar al respecto suena extraña). Para Hobbes y Spinoza (y para sus detractores en ese tiempo)resulta, por el contrario, obvio que no puede haber fundamento para un poder civil si es que no es superior al eclesial.

The maintenance of Civill Society, depending on Justice; and Justice on the power of Life and Death, and other lesse Rewards and Punishments, residing in them that have the Soveraignty of the Common-wealth; It is impossible a Common-wealth should stand, where any other than the Sovereign, hath a power og giving greater rewards than Life; and of inflicting greater punishments, than Death (Hobbesn Leviathan, Chap XXXVIII)

Hobbes continua planteando que, obviamente, la vida y la muerte eterna son asuntos mayores que la vida y la muerte, y que luego los temas religiosos no pueden desentenderse de los civiles. Si se quiere la paz civil, entonces, se requiere que el soberano también lo sea en religión (Spinoza concluye exactamente lo mismo). Sus detractores de la época no atacan la relación sino que, más bien, intentan poner el poder civil bajo el eclesiástico.

Ahora bien, para nosotros eso no tiene sentido. Para nosotros evitar que el poder civil quede bajo el eclesiástico, la situación de facto y de jure en todas las entidades políticas del ‘occidente’ moderno, implica la separación de ambos, no que el poder eclesiástico quede bajo el civil. ¿Que es lo que hace eso posible?

Que el fundamento de la argumentación de Hobbes, que es compartida por todos en la época, es que las creencias religiosas sobre lo bueno y lo malo, sobre lo justo y lo injusto, tienen influencia en lo que se aspira en la vida social. Sólo si se quiebra esa relación, que planteemos que las creencias religiosas no tienen mayor relevancia en el ámbito social, es que resulta posible entonces nuestra situación. Lo cual implica, entonces, que estructuralmente nuestras sociedades son seculares.

Normalmente en sociologías la tesis de la secularización se observa como una tesis de las creencias de las personas: ¿Son religiosas las personas? ¿Influencia la religión sus vidas personales? Y otros elementos. Mirado así entonces se puede concluir que es una tesis falsa que extrapola lo que ha sucedido en ciertas sociedades a otras donde claramente las personas todavía son religiosas.

Lo cual sólo muestra con claridad lo que no queda más que llamar desviación individualista (o quizás mejor desviación de las creencias individuales). El caso es que en buena parte de nuestras vidas la religión está en general ausente: Que para entender el ámbito económico o científico no hace falta recurrir a la religión. Digamos, que para entender porque la empresa X ofrece un nuevo producto o cambia el precio de un determinado producto la religión sea indiferente. Conste que si la empresa decide ofrecer un nuevo producto para un grupo religioso determinado (‘los X consumen esto y no otro’) desde el punto de vista de la empresa es una decisión como cualquier otra, y se satisface un nicho de mercado como cualquier otro. Son sociedades seculares porque nadie anda preocupado en demasía (aparte de quizás su influencia personal) de si la Iglesia lo excomulga o no -siendo que en sociedades donde la religión sí era importante la excomunión era causa de desobediencia civil y militar.

Todo ello es cierto considerando que para muchas personas de forma individual su religión es un tema relevante. Esto puede llevar a que las autoridades eclesiásticas tengan influencia en la vida política y social; pero lo hacen como cualquier grupo de presión o influencia, y por el mismo motivo (son líderes de opinión). Lo que desaparece es la influencia directa del poder eclesiástico en tanto poder eclesiástico.

En resumen, la secularización -entendida como una característica estructural de las sociedades modernas- es una tesis correcta. Y la prueba está en que, precisamente, se puede hablar de múltiples temas, del poder político en particular, sin hacer referencia a asuntos divinos. Y eso es algo que es estrictamente imposible cuando la religión era la fuerza viva de la sociedad.