Dostoievski. El continuo aporte de un reaccionario

En la entrada anterior (link aquí) ponía en discusión que buena parte de mis escritores preferidos eran conservadores e intentaba explorar que nos podían decir, que nos podían decir a quienes como uno están hacia la ‘izquierda’, esos autores. Hacía notar que entre esos autores se encontraba Dostoievski, y que -al mismo tiempo- el aporte que discutía en esa entrada era referido a los otros autores que me gustaban (Tolkien y Borges), pero que dejaba fuera Dostoievski. Habiendo dado vuelta, creo que puedo dar una respuesta ahora.

Es relevante mencionar que Dostoievski no era meramente un conservador, era un completo reaccionario. Profundamente eslavista, y además ruso (las referencias a polacos suelen ser, por decir algo, satíricas), contrario a todas las discusiones sobre liberación femenina (en eso comparte con buena parte de la literatura rusa del siglo, que siempre se refiere al tema, pero más extremo), llamando a que una sana sociedad rusa recupere la ortodoxia y sea la salvación del mundo, con un rechazo sistemático a la modernidad en cuanto tal (las Memorias del Subsuelo son la mejor muestra). Algo bastante distinto del mero conservadurismo (y con c-minúscula) de un Tolkien o Borges que planteamos tenía bastante que decir a quienes tienen una posición contraria.

Uno bien pudiera decir que lo que aporte Dostoievski a quien se piensa de izquierdas es enfrentarse, y permitir comprender, esa posición, puesto que está tan bien dicha y expuesta como se puede. La idea que sin Dios todo está permitido es una idea que circula en la sociedad, que uno se encuentra, y la base de esa idea -la angustia que está en ella por ejemplo- está mejor dicha en Dostoievski que en cualquier otro. Incluso uno podría decir que los peligros de ciertas ideas, llevadas a su raíz, también están desarrolladas ahí -pensemos en Crimen y Castigo por decir algo.

Creo que ello, sin ser falso, es insuficiente. Lo que nos tiene que decir Dostoievski, lo que es valorable en su obra, para quienes somos ‘modernos’ y del lado de la izquierda supera con mucho lo anterior.

Muchos personajes de Dostoievski son una encarnación de su mirada negativa sobre los modernizantes y revolucionarios. En Demonios, una de sus mejores novelas, ello aparece modulado de diversas formas. En Stepán Trofímovich de una forma más burlona y ligera; en quienes pertenecen al círculo revolucionario, en particular Piotr Stepánovich, de una manera más brutal: La novela en general es, en parte, una diatriba contra los grupos revolucionarios de la Rusia del siglo XIX. Piotr Petrovich Lujin, en Crimen y Castigo, al menos se presenta como ‘amigo de las ideas modernas’, siendo uno de los personajes más deleznables en la novela. En El idiota, el grupo de izquierdistas que entabla una disputa de reconocimiento que involucra el príncipe Mishkin, y cuya disputa se muestra no tiene base, aparece algo ridículo.

Lo interesante es que Dostoievski no se queda nunca ahí. Aunque claramente el mundo ‘moderno y progresista’ no era de su agrado, muchos personajes con esas ideas son tratados, como mínimo, con respeto; y para mostrar que aquellos -a quienes tanto crítica por sus ideas- no dejan de ser admirables. Un ejemplo menor como personaje, pero crucial en la trama, es el socialista Lebeziatnikov en Crimen y Castigo, quien aparece para denunciar en tono indignado un engaño. Ippolit Teréntiev, quien integra el grupo mencionado en El Idiota y que además se encuentra muy enfermo y a punto de morir, se le da el espacio de varios capítulos para su ‘confesión’, y esta es tratada con comprensión. En Demonios, el nihilista Kiríllov no es representado negativamente. las ideas de Iván Karamázov son el centro de dos capítulos cruciales del libro (Rebeldía y el Gran Inquisidor), y en el primero de ellos aparece, presentada sin crítica, una exposición de un rechazo radical a Dios. De hecho, Aliosha, su hermano, con quién está discutiendo, no lo refuta con un argumento, sino con una acción -la misma acción con la cual Cristo se enfrenta al Gran Inquisidor en la parábola de Iván.

Por cierto, uno puede decir que los personajes ateos y nihilistas que Dostoievski es capaz de presentar en tono positivo son aquellos que viven su ateísmo de manera trágica (‘si Dios no existe y todo está permitido, entonces ¿qué?’), que no es cualquier ateísmo el que puede describir positivamente, y que eso es una limitación. Sea. Pero del mismo modo que Dostoievski es capaz de presentar personajes que tienen cosas importantes que decir, aún siendo el mismo tan conservador, lo mismo podemos hacer nosotros ‘desde el otro lado’.

No por nada mencioné los ejemplos que usé en los párrafos anteriores. Entre todas las cosas que Dostoievski tiene que decir que es relevante para alguien ‘progresista’, varias de ellas están en las respuestas que dan sus personajes a las situaciones relatadas. De hecho, no creo que estén mucho en los momentos en que Dostoievski nos presenta largos discursos de personajes que exponen las ideas en las que él cree: La exposición de la doctrina del Starets Zósimo en Crimen y Castigo o lo que nos dice Stepán Trofímovich en su peregrinación final en Demonios. Son ideas muy queridas para Dostoievski, pero más bien convencen a quien ya está convencido.

La respuesta del príncipe Mishkin a la ‘confesión’ de Ippolit es característica del modo que quiero destacar:

Pero a mí me da pena que se retracte usted de lo que ha escrito, Ippolit, porque su confesión es sincera y, ¿sabe?, hasta sus partes más ridículas, que son muchas (Ippolit frunció el ceño) quedan redimidas por el sufrimiento, pues reconocerlas también era un sufrimiento y… quizá, una gran valentía. La idea que lo animó a usted tenía sin duda alguna un fundamento noble, independiente de lo que allí hubiera podido parecer. Cuanto más tiempo pasa más claro lo veo, se lo juro. Yo a usted no lo juzgo, hablo para decir lo que pienso y me sabe mal haber callado entonces…

Parecida actitud tiene el príncipe en una conversación anterior sobre el mismo tema, cuando le comenta a Aglaia que Ippolit ‘sentía deseos de encontrarse con gente por última vez y hacerse merecedor de su respeto y afecto; esto, como ve usted, son sentimientos muy buenos’. Y es del mismo tenor que la manifestada en una de las escenas iniciales, la fiesta de Nastasia Filíppovna, donde también muestra comprensión, afecto y algo de admiración a alguien que es mirada en menos por todo el resto.

La respuesta a Kiríllov en Demonios, quién a lo largo de toda la narrativa plantea que es incomprensible que quién en nada cree, el ateo, no se suicida y que, al final de ella, lleva esa idea a la práctica -lo que es aprovechado por otros personajes-; aparece antes en la narración, pero es de todas formas la contraposición. Shátov, un integrante del círculo revolucionario, tiene un re-encuentro con Maria Shátova, su esposa, quién da a luz un hijo al llegar a la casa de Shátov. Frente a todo ello, la respuesta de Shátov (quién sabe, por cierto, que no es el padre) es la de aceptación total y plena de la vida.

– ¡Alégrese, Arina Prójorovna…! ¡Éste es un júbilo inmenso!… -murmuró Shátov con semblante idióticamente feliz, radiante al oír las dos palabras de Marie acerca del niño.

-¿A qué júbilo inmenso se refiere? -preguntó Arina Prójorovna jovialmente, trajinando, poniendo todo en orden y trabajando como una esclava.

-El misterio de la llegada de un nuevo ser humano es grande e incomprensible. ¡Qué lástima, Arina Prójorovna, que no lo entienda usted así!

Shátov, aturdido y arrobado, murmuraba palabras inconexas. Era como si algo le bullera en la cabeza y, a pesar suyo se desbordara de su alma.

Demonios es una diatriba contra los revolucionarios. Que el círculo revolucionario asesine a Shátov, unos capítulos después, quién está justamente en un momento de renacimiento (y cuyo asesinato además tendrá horribles consecuencias sobre Marie y el niño) es la forma en que la narrativa nos expone esa crítica.

Habíamos dicho que a la exposición de las ideas de Iván, Aliosha no tiene mucho que decir, que responde con sus acciones: simplemente dándole un beso a su hermano, como lo hace Cristo en la parábola que acaba de narrar Iván. Pero su reacción es también decidora:

¿Y los tiernos retoños, las tumbas queridas, el cielo azul y la mujer amada? ¿Cómo vivirás? ¿Cuál será tu amor hacia ellos? -exclamó Aliosha dolorosamente-. ¿Puede vivirse con tanto infierno en el corazón y en la cabeza? Si, por eso te vas; para juntarte con ellos… de lo contrario, te suicidarás en el colmo de tus fuerzas

Conversan un poco y como respuesta final, como dijimos, Aliosha besa a su hermano. Iván comenta entonces que ‘me bastará saber que estás aquí en cualquier sitio, para tomarle otra vez gusto a la vida’

Lo que está en juego en esas respuestas, y en el fondo todas las mencionadas, es una actitud de aceptación plena del otro, de evitar juzgar, de buscar comprender. ¿Qué es lo que trae ello? Como el caso de Shátov lo muestra, y es la preocupación de Aliosha, lo que está en juego es la aceptación de la vida y el sentimiento de plenitud que trae. El rechazo de Dostoievski a la modernidad se basa un poco en ese rechazo a lo que se mantiene en el mundo del puro argumento y la abstracción y en la demanda en que, al final, es en la vida, en el sentimiento asociado a la experiencia individual de la vida, donde está todo. Pero eso no se manifiesta en palabras. La partera Alina se ríe un poco de Shátov y sus bonitas palabras, y en esa risa se manifiesta que lo que importa es ese sentimiento, no las palabras. La manera en que se responde a Iván no es con palabras, es con acciones.

Hacia el final de Los Hermanos Karamázov, Aliosha se despide de un grupo de niños:

Pero por malos que nos volvamos, y Dios nos libre de ello, cuando recordemos como hemos enterrado a Iliuscha, como le hemos amado en sus últimos días y lo que hemos hablado amistosamente alrededor de esta piedra, el más duro y el más burlón de todos, si es que nos volvemos así, no se atreverá a burlarse en su fuero interno de los buenos sentimientos que experimenta ahora, Es más, quizá precisamente ese recuerdo le impida obrar mal; pensará en sí mismo y dirá: ‘Entonces era yo bueno, valiente y honrado’. Que se ría para sí poco importa, pues muchas veces nos burlamos por aturdimiento de lo que es bueno y hermoso

El lema de la Ilustración, así nos dice Kant, es ‘atrévete a saber’. El lema que nos plantea Dostoievski es ‘atrévete a ser bueno’. En tiempos donde el cinismo resulta algo común, parece ser un buen lema a recordar.

Lo que el ‘progresismo’ podría aprender de la perspectiva conservadora.

Entre mis escritores favoritos se encuentran Dostoievski, Borges y Tolkien. Muy distintos entre sí, pero tienen en común un talante más bien conservador, y -al menos- una desconfianza por las promesas y las políticas ‘progresistas’. Dado que uno es más bien de izquierda, se podría continuar con la línea de ‘bueno, esto muestra que el valor literario no es exclusivo de algunas tendencias políticas’. Lo cual sería una visión insuficiente.

Mejor tomarse en serio por qué me gustan autores que tienen convicciones bien distintas de las mías y no escabullir el bulto. En todos esos casos, al fin, sus ideas son bien relevantes para comprenderlos como autores; y si me gustan es porque sus ideas algo me dicen. Por cierto, no podemos trabajarlos como un grupo unificado: Entre Borges cuyo talante conservador proviene más bien de su escepticismo y de su defensa del individuo frente a lo colectivo y Dostoievski a quién no pocas certezas le faltaban y crítico del individualismo moderno bastantes diferencias hay. De hecho, es probable que los motivos ‘conservadores’ por los cuales me atraen no sean los mismos.

Si uno se toma en serio las ideas de los autores entonces queda el tema del título. ¿Qué es lo que se puede aprender de una posición conservadora? Dado el atractivo de esos autores se asume que esa pregunta tiene una respuesta, que tiene un contenido -la tarea es descubrir cuál. Dada las características de los movimientos ‘conservadores’ actuales el título bien puede parecer un sinsentido; pero los conservadurismos no son todos iguales y el de Tolkien, por ejemplo, sería difícil conectarlo con las estridencias contemporáneas. Creo que pensar que hay algo que aprender tiene algo de sentido.

Hay un aprendizaje que sólo menciono a beneficio de inventario puesto que es, en la actualidad, más bien trivial (aun cuando en su época no lo fuera tanto): La sospecha y escepticismo sobre las promesas de un futuro perfecto que trae la acción colectiva deliberada. Es parte de la izquierda la creencia en los beneficios de la planificación y regulación -que la acción del gobierno puede traer importantes avances. El pensamiento conservador ha sido más bien escéptico y esto aparece en la obra de estos autores (quizás de manera más clara en el ‘Saneamiento de la Comarca’, el último capítulo del Señor de los Anillos). Y tener algo de ese escepticismo, saber que la planificación y la regulación pueden salir mal, no deja de ser un recordatorio saludable para quienes solemos proponerlos. La conclusión será distinta que la que obtiene un conservador (más un ‘ten cuidado’ que ‘no lo hagas nunca’), pero recordar los límites es siempre algo positivo.

Me parece más interesante otro aspecto que es común (aunque no ocurre siempre) entre conservadores: el elogio a la simple vida cotidiana del común de las personas; la sensación que es ahí (y no en otro lugar) donde se puede realizar una vida humana, en el encuentro con otros en las actividades normales de la vida. En Tolkien eso es muy claro. Está la célebre frase que dice Thorin al final del Hobbit:

Hay en ti muchas virtudes que tú mismo ignoras, hijo del bondadoso Oeste. Algo de coraje y algo de sabiduría, mezclados con mesura. Si muchos de nosotros dieran más valor a la comida, la alegría y las canciones que al oro atesorado, éste sería un mundo más feliz.

Pero también toda los capítulos iniciales del Señor de los Anillos, en su descripción del cumpleaños de Bilbo, hay también toda una celebración de la simple cotidianeidad. He citado no sólo la frase de ‘si muchos de nosotros’ para enfatizar que Tolkien no se reduce a elogiar esa cotidianeidad, sino que le asigna los rasgos de la sabiduría y la virtud. No es simplemente algo bueno, sino que ahí es que se juega la vida (y que justamente ‘uno mismo ignora’).

En Borges esto no es tan claro, pero uno puede recordar un comentario que hace sobre Chesterton. El mismo no dice que comparte esa visión, pero dado cuanto declara su gusto por el autor británico, quizás no esté tan lejano

Chesterton pensó, como Whitman, que el mero hecho de ser es tan prodigioso que ninguna desventura debe eximirnos de una suerte de cómica gratitud (Sobre Chesterton en Otras Inquisiciones)

Pero es también una actitud que aparece en varios de sus poemas. Así, por ejemplo en Arte Poética en El Hacedor (que, a decir verdad, es uno de los mejores libros de Borges)

Cuentan que Ulises, harto de prodigios

lloró de amor al divisar su Itaca

verde y humilde. El arte es esa Itaca

de verde eternidad, no de prodigios

Uno puede comparar esa referencia a Ulises con otro uso famoso (Itaca, el poema de Kaváfis). En el poema de Kaváfis Itaca funciona como el fin del camino, pero lo que se celebra es el camino como tal -las aventuras y los prodigios. Lo que se celebra aquí es Itaca misma, ‘verde y humilde’. Puesto que nuevamente eso es lo fundamental

Detrás de la apología a la vida cotidiana también está la actitud del elogio a quienes representan esa vida: las personas comunes. Como nuevamente Tolkien es bien claro en ello, uno puede recordar aquí otras citas de Borges que siguen esa idea: Todas las veces que repite ese mito que hay unos pocos justos en el mundo que lo salvan, pero no saben que son justos que salvan el mundo. Lo que hay es la idea que las personas comunes haciendo su vida normal son los que hacen todo lo que tiene valor y sentido (’14. Nadie es la sal de la tierra, nadie, en algún momento de su vida, no lo es’, Fragmentos de un Evangelio Apócrifo en Elogio de la Sombra de Borges)

En la izquierda es relativamente común (nuevamente, no ocurre siempre) la idea que lo que tiene valor, lo que da sentido a las cosas, es la participación en la construcción colectiva del destino: Que estar haciendo la historia es lo relevante y que cuando eso desaparece la vida pierde significado. Uno de los problemas del tiempo reciente, una de las razones de ciertos malestares, es que justamente no existiría el horizonte de futuro, la imagen de una utopía (aunque inalcanzable en sí, tenga sentido moverse a), y que dado las cosas pierden sentido. No hay un objetivo que alcanzar ni un para qué de la acción.

Frente a ello la respuesta conservadora es clara: La propia vida cotidiana entrega toda la imagen (y realidad) de una vida buena necesaria. Que una vida humana entre humanos es lo único realmente necesario.

Y diré que eso es cierto. La razón por la cual soy de izquierda es sólo hacer esa vida cotidiana humana más común y más extendida. Que todos los llamados a la lucha histórica me generan más suspicacia que otra cosa (tantas vidas han sido destruidas en nombre de ello). Y que eso es un buen aprendizaje que se puede tomar del pensamiento conservador.

NOTA. Dado lo dicho en esta nota creo relevante darle vuelta a lo de Dostoievski -porque claramente la raíz ahí no es la misma. Incluso diría que la apología de las personas comunes es más de Tolstói.

Sobre el pensamiento y el talante conservador

Leyendo la excelente antología de Andrés Bello que editó Iván Jaksić, me encuentro con la siguiente cita, a propósito de las críticas a sus propuestas de reforma de la ortografía:

Todas / estas expresiones, si algún sentido tienen, sólo significan que la práctica que se trata e reprobar con ellas es nueva. ¿Y qué importa que sea nuevo lo que es útil y conveniente? ¿Por qué hemos de condenar a que permanezca en su ser actual lo que admite mejoras? Si por nuevo se hubiera rechazado siempre lo útil, ¿en qué estado se hallaría hoy la escritura? En vez de trazar letras, estaríamos divertidos en pintar jeroglíficos, o anudar quipos (en Indicaciones sobre la conveniencia de simplificar y uniformar la ortografía en América, pp 146-147 de Repertorio Americano, edición de Jaksić, Penguin Clásicos, 2019).

En ese mismo texto, y en otros dedicados al mismo tema, Bello defiende las reformas bajo la idea que toda la ortografía debe seguir un principio ‘racional’ -cada letra representa un sonido, cada sonido representa una letra, si se quiere-, y en más de una ocasión critica a la Academia española por ser, finalmente, timorata y no sistemática en los cambios que propone; y plantea que si bien ello es esperable de un cuerpo colegiado, la propuesta de un individuo puede ser todo lo sistemática y conveniente que se desea. Los tópicos y argumentos (derivar toda la propuesta de un principio racional, la ventaja de una propuesta individual -que está en Descartes de hecho) son los de los reformadores y revolucionarios, y son planteados por alguien que fue autoridad bajo gobiernos conservadores, que los defendió, que desarrollo sus políticas, y que en general siempre tuvo un talante conservador. Alguien que en una de sus cartas se pone más bien como escéptico, siempre defensor del orden (la libertad entendida como interior al orden), que -en sus escritos políticos- denostaba a las ideas utópicas y poco realistas. Esa es la persona que critica como irracional la crítica a un cambio por el hecho que no es lo acostumbrado, siendo la defensa de la costumbre -por el hecho que ya es la costumbre- uno de los elementos usuales del conservadurismo.

Una respuesta a lo anterior sería pensar que estamos simplemente frente a una inconsistencia, una producida por diferencias de edad (el texto de las Indicaciones es de 1823, y si bien continuó con la propuesta, es la idea de un hombre joven) y de tema (una cosa es propuestas de ortografía y otro asunto son propuestas políticas). Ambos argumentos son razonables, y probablemente sean ciertos en más que una parte importante; sin embargo aquí me interesa aprovechar esa diferencia para argumentar una distinción entre el pensamiento conservador y un talante conservador.

El pensamiento conservador es aquella doctrina que defiende por principio lo antiguo y establecido, que rechaza la innovación como tal, con un fuerte rechazo a la pretensión de modificaciones sistemáticas, y que plantea una serie de argumentos para defender que nada cambie. Dicho así resulta claro que el pensamiento conservador presenta casi siempre problemas. Presentar argumentos y razones resulta tensionante para un pensamiento que, finalmente, plantea que todo debe seguir existiendo tal cual es -el mero hecho de presentar argumento permite pensar la posibilidad de que las cosas sean diferentes; y desarrollar argumentos que tengan lógica implica un grado de creación de sistema que es rechazado.

Es la razón por la cual, en general los pensadores conservadores nunca abrazan por completo esa idea, y que prontamente le ponen límites. El más sencillo es decir (como lo plantea Burke en Las reflexiones sobre la revolución en Francia, donde son distinguidas con fuerza) que no se rechaza el cambio en sí mismo, sino el cambio radical, el cambio fundamental. Sin embargo, la diferencia entre el cambio menor -aceptable para el conservador, que incluso puede plantear que es necesario (como lo hace el mismo Burke que plantea que esa posibilidad es obligatoria para la estabilidad)- y la diferencia entre el cambio mayor -inaceptable-; resulta muy poco precisa: ¿cuando algo es demasiado importante para que no sea menor? El criterio sólo excluye con claridad a las revoluciones, pero no se requiere ser conservador para rechazarlas; y, por otro lado, el pensamiento conservador tiende a disminuir el carácter innovador y revolucionario de los procesos que aceptan, como es el caso de la independencia de EE.UU, donde el carácter revolucionario del invento producido se le quita perfil, siendo lo cierto que el tipo de gobierno generado (federal, ejecutivo elegido por la población, Corte Suprema, Senado) no tenía precedentes y se basaba en varios elementos ‘teóricos’. El argumento es sencillo, y el hecho que no tenga reglas claras sino que tenga que evaluarse caso a caso es algo atractivo para el temperamento conservador; pero no resulta suficiente en última instancia.

Otro argumento es diferenciar entre cambios naturales y cambios deliberados, y aceptar los primeros -que se producen por tendencias que nadie dirige- mientras que se rechazan los segundos -una intervención inaceptable en lo que sucede naturalmente. Ahora, sigue ocurriendo que el argumento no funciona. Al fin y al cabo, es natural que entre seres humanos existan intervenciones deliberadas: dado que las personas piensan y planean, muchas de las acciones que realizan personas y organizaciones son intervenciones deliberadas al interior del conjunto de la sociedad (es deliberadamente que una empresa lanza un producto por ejemplo). Al mismo tiempo, es inevitable que el conjunto de las actividades realizadas por los seres humanos sea imprevisible y no deliberado, por el sólo concurso del hecho que son múltiples las voluntades que concurren a su desarrollo (como dice Arendt en una frase que me gusta mucho al inició de The Human Condition, ‘live on the earth and inhabit the world’. Debido a ello, entonces lo que ocurre con cada intervención deliberada por un actor en concreto, ya no depende de ese actor (cada actor propone, la sociedad dispone, si se quiere). La diferencia tampoco puede radicar allí.

Una tercera versión, que de hecho acerca al conservadurismo a posiciones liberales, es distinguir ahora entre cambios ‘libres’ y cambios productos de la coerción del Estado. Sólo los primeros, que no son producto de ninguna voluntad particular, pueden aceptarse, ya que serían producto de procesos naturales; mientras que los segundos serían producto de intervenciones que no corresponden a la deriva natural de la sociedad (esta es la versión conservadora, la versión puramente liberal de lo anterior rechaza la coerción sólo por ser coerción). Ahora bien, esto tampoco se mantiene, por el sólo hecho que la producción de una agencia con capacidad coercitiva (o sea, el Estado) es -en sí- una deriva natural de los procesos sociales. En prácticamente todas las situaciones en que ha crecido la complejidad social se ha generado un Estado; y dado que esto ocurrió de manera independiente en casi todas las civilizaciones primarias (de oeste a este: Mesoamérica, los Andes, Egipto, Mesopotamia y China; he escuchado quienes defienden que eso no ocurrió en el valle del Indo, pero no está claro y sería el único caso, al menos claramente no es lo más común y ‘natural’ como deriva) podemos plantear que la dirección con menor costo y trabas -una afinidad electiva entre Estado y complejidad social. Luego, dado que a través de procesos naturales se genera esa agencia con capacidad de coerción, entonces exigir que ella no haga lo que ‘naturalmente’ realiza, constituye una intervención contra un proceso natural, que contradice la idea.

En general, entonces, el pensamiento conservador no logra producir lo que necesita: una diferencia clara entre el buen y el mal cambio, lo que necesita dado que no es sostenible un rechazo a todo cambio como tal (y de hecho, que no hacen eso, es una de las primeras defensas del conservadurismo).

Ahora bien, lo que he dicho es cierto para el pensamiento conservador, pero no aplica al talante conservador. Y a ello se debe la distinción que pusimos al principio de la nota. Porque el talante conservador, como un tema de temperamento, es más bien la idea de ser cauto, de sentir que hay que tener cuidado en no arrojar el niño junto al agua del baño (para usar la expresión inglesa), de pensar que algo ya se ha hecho y algo ya se tiene (algo que habría que tener cuidado en conservar). Todo ello es, como dije, un asunto de temperamento -quien siente así de todas formas puede proponer y apoyar cambios importantes y de largo alcance, o basados sólo en la aplicación de principios básicos. Ese es, precisamente, el caso de Bello con el cual iniciábamos la entrada: Una propuesta de cambios importantes, justificado por que corresponden a la aplicación directa de un principio racional. Alguien de temperamento conservador bien puede hacer eso, con tal que se sea cauto y cuidadoso (y así, Bello propone sus cambios en dos etapas, y su principal crítica a la Academia no es que hiciera los cambios de a poco, sino que ellos no seguían una simple regla).

El talante conservador, en ese sentido, no cae bajo las críticas que hemos hecho al pensamiento conservador; y difícil sería criticar -en sí mismo- el hecho de ser cauto y cuidadoso, bien se puede defender que eso coadyuva a realizar transformaciones. A quienes defienden grandes transformaciones no estaría de más recordar dichas diferencias; aun cuando, quizás, la pretensión de hacer diferencias precisas y hacer matices, algo tiene de temperamento conservador.

El conservadurismo como una forma de optimismo

(Dado los últimos acontecimientos, puede resultar equívoca, pero bueno).

La mirada tradicional sobre el conservadurismo es que es fundamentalmente pesimista. Frente al iluso optimismo heredero de Rousseau que cree en la bondad del ser humano, y que por ello debiera soltarse de las cadenas sociales; se opondría un pensamiento que enfatizaría la perversidad de lo humano, que luego ha de ser controlada de manera permanente. Y que habiendo sido controlada por el orden tradicional, debe seguir serlo, a menos que se quiera desatar el caos. Frente a una idea de la perfectibilidad humana, y de la posibilidad que se ejecute la utopía, la mirada que reconoce los defectos de la humanidad.

Ahora bien, más allá de la corrección de la posición anterior, el caso es que no cubre todo el problema. Hay un aspecto bajo el cual el conservadurismo es usualmente y básicamente optimista, y dice relación con la naturaleza de la realidad.

En algún punto de las Reflexiones sobre la Revolución en Francia, Burke procede a hablar de la situación del país (de sus industrias, de sus puertos, de sus diversos grupos, su población) y concluye que siendo inferior a Inglaterra, la diferencia no es tanta. Su conclusión es que no encuentra razonable que un régimen que tenga esos resultados sea un completo mal. Algo bueno ha de tener lo que produce algún resultado. Más en general, el talante conservador es uno que frente a alguna institución que haya durado un tiempo importante se dice que algo de bueno ha de tener, de otra forma no podría haberse perpetuado. Si es conservador (y no reaccionario) no estaría en contra de todo cambio, pero si estaría en contra de un abandono total, o al menos de no tener cuidado en mantener lo que se había logrado.

Esa actitud se basa, finalmente, en la creencia de la bondad básica de la realidad. El bien es más poderoso que el mal, y luego sólo el bien puede perdurar. El mal es ausencia de ser o, como mínimo, no se sustenta en el tiempo. Perdurar y bien están asociado. La tesis de la debilidad, si se quiere, ontológica del mal es antigua. Una parte no menor de la teología medieval se basaba en el postulado que el bien es y que el mal es un no-ser (es una de las formas de solucionar la presencia del mal con un creador omnipotente). Si el mal es sólo ausencia de ser, entonces el mal es algo más débil, y a la larga siempre es derrotado. De ahí se deriva entonces la idea que, si bien no perfecto y quizás mejorable, lo que ha perdurado en el tiempo algún valor ha de tener, que es precisamente lo bueno que tiene lo que le permite seguir existiendo.

A este respecto resulta interesante que, siendo una creencia antigua y extendida, uno diría -si quisiera especular, pero bueno para eso sirven las entradas de blog- es una creencia en retroceso. Que una parte no menor, y uno diría creciente, de la ficción contemporánea (o incluso a partir del siglo XX) se base en la posibilidad (o casi seguridad) de triunfo del mal resulta sugerente. Desde la perspectiva que tratamos ello es imposible, el mal sólo puede triunfar temporalmente, pero nunca al largo plazo. Esa convicción es la que entra en crisis. El horror de, por ejemplo, 1984 de Orwell está en la frase de la bota aplastando un rostro humano para siempre y en la escena final: Que el mal como tal puede triunfar por siempre y no hay nada inherente en el bien que garantice su derrota.

Esa actitud es profundamente anti-optimista y al mismo tiempo va en contra de las convicciones ontológicas del conservadurismo. Con lo cual concluimos que existe una dimensión profundamente optimista en el pensamiento conservador.