La irrupción de la historia en Los Años Felices de Piglia

La experiencia personal, escrita en un diario, está intervenida, a veces, por la historia o la política o la economía, es decir, que lo privado cambia y se ordena muchas veces por factores externos. / De manera que una serie se podría organizar a partir del cruce de la vida propia y las fuerzas ajenas, digamos externas, que bajo los modos de la política suelen intervenir periódicamente en la vida privada de las personas en la Argentina. Basta un cambio de ministro, una caída en el precio de la soja, una información falsa manejada como verdadera por los servicios de información o inteligencia del Estado, y cientos y cientos de pacíficos y distraídos individuos se ven obligados a cambiar drásticamente su vida y dejar de ser por ejemplo, elegantes ingenieros electromecánicos, en una fábrica obligada a cerrar por una decisión tomada una mañana de mal humor por el ministro de Economía, para convertirse en taxistas rencorosos y resentidos que sólo hablan con sus pobres pasajeros de ese acontecimiento macroeconómico que les cambió la vida de un modo que podríamos asociar con la forma en que los héroes de la tragedia griega eran manejados por el destino (Piglia, Los Diarios de Emilio Renzi, Los años felices, En el bar)

Años ha estaba leyendo una novela de Bashevis Singer, La familia Moskat, en que narra la historia de una familia judía en Varsovia. Al final de la novela, justo cuando uno de sus integrantes intenta volver a Estados Unidos, se cierran todos los viajes, puesto que la invasión alemana a Polonia ha iniciado. La novela cierra ahí, pero como lectores sabemos lo que sigue: una familia judía en Varsovia en la Segunda Guerra Mundial no tiene buen final. La novela no necesita decirnos eso, lo sabemos.

La historia aparece en la novela como lo menciona Piglia en la cita (que está al inicio de Los años felices, la segunda parte de la trilogía de Los diarios): Como una irrupción que destruye la continuidad de la vida cotidiana, y que muestra que dicha vida, y los planes y actividades que realizan las personas son aplastadas cuando aparece la historia, que trata a los individuos como marionetas.

Esta intuición es contraria a una postura común en el progresismo, bajo la cual es en la acción histórica transformadora donde se deja de ser marioneta y se constituye como actor pleno.

La diferencia crucial, claro está, es la de si sentimos que hacemos la historia o si nos hacen esa historia. La diferencia también está si sentimos que si ese espacio cotidiano es nuestro espacio o es el que nos han dejado.

En cualquier caso habría que recordar, y no por nada Piglia es alguien que se reconocería más bien en el lado ‘progresista’, la potencia destructiva de la construcción histórica, y tomar en cuenta ese lado avasallador de todo y de todos que también tiene.

El destino de los sueños en Los Diarios de Emilio Renzi de Piglia.

Una de las paradojas de la época -y no de las menores- radica en que los artistas peleamos por un mundo que tal vez no sea habitable para nosotros (Piglia, Los Diarios de Emilio Renzi. Los Años de Formación, II, 12, Jueves 17)

La cita anterior corresponde a una entrada en el Diario 1964 en Los Años de Formación, la primera parte de Los Diarios de Emilio Renzi de Piglia, que corresponde básicamente a sus años de universidad. Y el sueño por el cual luchaban, el comunismo y el marxismo.

Es interesante la observación que se realiza en la cita. Lo primero es que no deja de ser común. Muchos intelectuales y artistas han defendido sociedades en las cuales ellos no podrían desarrollar su labor como preferirían, ya en la Grecia clásica se apuntaba,creo por Demóstenes, a todos esos atenienses que defendían las instituciones espartanas que hacer lo que ellos hacían (defender en la plaza pública las instituciones de otra polis) no era posible. Y las tentaciones de una sociedad autoritaria, donde no haya espacio para el debate intelectual (que es el medio donde operan estas personas finalmente) ha sido debatidas una y otra vez (Dahrendorf escribió a propósito de los intelectuales de entreguerras y sus tentaciones sobre la no-libertad, Versichungen der Unfreiheit, 2006, traducción al español por Trotta, La Libertad a Prueba).

El otro tema que es relevante es que ese sueño no se cumplió para nada. La sociedad que efectivamente se generó está en las antipodas. La última parte de Los Diarios (Un día en la vida) es una larga reflexión sobre ello.

No había esperanza ni voluntad ni coraje para cambiar las cosas o, al menos, para correr el riesgo de vivir de ilusiones ( Piglia, Los Diarios de Emilio Renzi. Un día en la vida, I, 9)

Y también muestra que esa sociedad resulta invivible para los artistas (e intelectuales). La sensación de vaciedad total que Piglia despliega en esa última parte no es el mismo invivible que estaba pensando en 1964, pero también resulta un mal término para esa sensibilidad.

No vivimos en la actualidad en la primera sociedad dominada por el mercado, o donde se tiene la sensación que la búsqueda del beneficio lo domina todo (ya está en Balzac en La Comedia Humana, y ahí pretendía describir la sociedad francesa de la Restauración). Y de forma más cercana es un reclamo bastante común a la sociedad de la Belle Époque (los textos de Thomas Mann son un ejemplo de ello). La impresión de vaciedad que se genera en esas sociedades no deja de ser común.

Es cierto que nuestras sociedades no son iguales a las sociedades burguesas criticadas ya en el siglo XIX (la vida burguesa es algo ya ajeno, y nuevamente las novelas escritas tras la caída del mundo burgués no dejan de dejar en claro ello). Empero, la sensación de sinsentido, de superficialidad se repite. Una de las debilidades, sempiternas parece, de las sociedades de mercado es esa sensación de vidas sin sentido que generan. La sensación que la vida no puede ser sólo que en esas sociedades se ofrece resulta, para algunos, intolerable.

Y sin embargo, como lo recuerda la cita con la que iniciamos la entrada, había posibilidades peores.

NOTA. Mi edición es la De Bolsillo, 2019. Los libros originalmente publicados en 2015 (Años de Formación), 2016 (Los años felices), 2017 (Un día en la vida).

Los discursos de Settembrini y Naphta. El carácter del credo ilustrado en la Montaña Mágica de Thomas Mann.

La Montaña Mágica y la crisis de Europa antes de la Primera Guerra Mundial.

La Montaña Mágica, como toda gran novela, versa sobre muchas cosas. Uno de ellas es una exploración de la crisis de la cultura europea antes de la Primera Guerra Mundial (el Doctor Faustus es lo mismo pero sobre la cultura alemana y el nazismo). Nunca se destacará lo suficiente el quiebre que generó la Primera Guerra Mundial en la conciencia europea. En las primeras líneas, en las Intenciones del autor, ya nos dice (recordemos que la novela se publica en 1924):

Esta historia se remonta a un tiempo muy lejano, por así decirlo, ya está completamente cubierta de una preciosa pátina, y, por lo tanto, es necesario contarla bajo la forma del pasado más remoto.

Una de las formas en que se realiza esa exploración es a través de personajes que encarnan ideologías y aproximaciones a la vida. En particular, en esta entrada nos interesan dos de ellos, porque una parte importante de los dos últimos capítulos muestra sus disputas.

La oposición entre el humanismo de Settembrini y el radicalismo de Naphta.

La novela es la historia de Hans Castorp que viaja a un sanatorio para la tuberculosis (el Berghof), en principio para visitar a su primo, Joaquim Ziemssen, pero que descubre estando allí está enfermo. Ahí se encuentra con Settembrini, otro paciente del lugar, literato y humanista, que lo toma a su alero para desarrollar su vocación de pedagogo: De llevar a Castorp hacia el buen camino de un humanismo progresista y liberal de principios del siglo XX. Castorp, que como buen protagonista de una novela de formación, acepta esta dirección, pero nunca la acepta completamente (en particular en lo que concierne a su relación y enamoramiento de Clavdia Chauchat, que representa, en cierto sentido, una visión de relajación y de aceptación de la vida en conflicto con la perspectiva activa y exigente que tiene Settembrini). Settembrini nunca acepta totalmente su pertenencia al sanatorio, como buen progresista liberal no deja de ser un escéptico, y solo lo hace como medida transitoria. Cuando resulta que no tiene sanación, decide salir del sanatorio y ubicarse en el pueblo cercano. Ahí arrienda una habitación y se encuentra con el segundo personaje que nos interesa, Leo Naphta. Éste personaje, que luego descubriremos que es jesuita, representa una ideología contraria -como muchos comentarios han destacado lo que la unifica es su radicalismo y en particular su denuncia de toda la superficialidad y de los engaños de esa visión liberal y humanista, ilustrada, que represente Settembrini.

Settembrini es un hombre progresista de la Ilustración, y esa es una fe que ya no existe, o al menos no es tan dominante. Algunas de sus posiciones (su desagrado de la mera naturaleza -que es la base de la relación conflictiva con Clavdia que es precisamente la encarnación de esa postura en la novela-, su exaltación de la forma y de las maneras, su europeísmo sin problemas) ya son vistas con desagrado por quienes ahora enarbolan sus banderas. La figura de Naphta quiere ser contradictoria, esa mezcla de tradicionalismo casi reaccionario y total revolución (un revolucionario del pensamiento conservador lo declara Hans), pero no es tan extraña en nuestros días, donde el rechazo al humanismo ilustrado une a personas bien diversas ideológicamente (como todo el uso ‘progresista’ de pensadores como Heidegger y Schmitt muestra).

Un ejemplo de las discusiones. Del arte, la verdad y el terror.

Las disputas entre ellos son múltiples en estos capítulos, y sólo para mostrar con mayor concreción las características de la disputa narraremos una de ellas (en la sección Del Reino de Dios y de la Salvación, en el Cap VI). El lector si quiere puede saltarse esta sección, que será algo detallada, y asumir nuestras palabras a partir de las siguientes; pero puede ser de utilidad observar en concreto lo que está en juego en estas posiciones (lo que quiere decir ese humanismo burgués y ese radicalismo revolucionario conservador).

Ocurre cuando Hans visita a Naphta y empiezan a hablar sobre una pequeña pieza de arte medieval que éste tiene, y entonces Settembrini baja a visitarlos.

Naphta parte declarando su admiración por esa pieza, aparentemente tan fea, puesto que ‘los productos de un mundo espiritual y expresivo siempre son feos de pura belleza y bellos de pura fealdad’. Settembrini, cuando la observa, la critica, observando su falta de proporción y su falta de fidelidad a la realidad, que nacería de un principio contrario a la naturaleza. Naphta apoya esa observación diciendo que esa emancipación y desprecio del espíritu con respecto a la naturaleza son valorables. Settembrini reacciona, en particular después que Castorp hace unas declaraciones cercanas un poco a lo que dice Naphta, que ‘la sublevación del espíritu contra lo natural sólo puede considerarse honrosa cuando persigue la dignidad y la belleza del hombre’.

Settembrini entonces pone a su credo humanista como defensor de la dignidad de la humanidad, en contra de la visión medieval que estaba lejana del amor al prójimo. Naphta replica con sorna ‘y en cambio, fe el amor al prójimo lo que puso en marcha la maquinaria con la cual la Convención Nacional limpió al mundo de los malos ciudadanos’. Y declara superior a la Iglesia, que al menos se preocupaba del alma de quienes quemaba. Más aún, todo el espíritu científico no hace más que quitarle dignidad a los hombres, al quitarles el lugar que les corresponde: su lugar de centro del mundo. La verdad filosófica es superior a la científica y la pondrá en su lugar. Frente a esa declaración Settembrini hace una serie de preguntas (enérgicas nos señala Mann) en torno al valor de la ciencia y el conocimiento puro. Naphta declara que no hay conocimiento puro, que la ciencia sin prejuicios de Settembrini es un puro mito. Settembrini vuelve entonces a preguntar (y el gesto de preguntar muestra que efectivamente Settembrini no tiene tanto argumentos como un punto de vista que no discute, mostrando que Naphta tiene razón, he ahí una fe) si Naphta cree que hay una verdad más alta que la objetiva de la ciencia. Y Naphta responde que al final ‘es verdadero lo que es beneficioso para el hombre’.

Pero ese carácter beneficioso no es de este mundo, todo lo que trae la ciencia y el humanismo de Settembrini es superficial, en relación con las preguntas importantes y trascendentes. Esa ciencia no trae felicidad.

Settembrini entonces declara que si trasladamos ese pragmatismo al terreno político uno puede observar sus problemas: ‘De acuerdo, es bueno, verdadero y justo lo que es beneficioso para el Estado. Su felicidad, su dignidad, su poder… ese es su criterio moral’. ¿Dónde queda entonces la justicia y la democracia? Frente a ello Naphta lo invita a pensar lógicamente. Si el mundo es finito, entonces hay distancia entre lo físico y lo metafísico y cualquier cosa socia no tiene relevancia. Si el mundo es infinito, entonces no hay trascendencia y sólo nos quedaría la idea pagana del conflicto entre el individuo y la colectividad, con la ley pagana de la ley moral dictada por el Estado. Settembrini protesta, nos dice que ‘protesto contra esa insinuación que el Estado moderno implica una especie de subyugación demoníaca del individuo’ y habla de las grandes conquistas de la libertad y los derechos humanos. La reacción de Castorp y de su primo es de exaltación frente a la ‘gran réplica de Settembrini’ (así lo dice Mann).

Naphta responde que ‘intentaba introducir un poco de lógica en nuestra conversación y usted me responde con grandes términos’. Luego declara que todo el discurso de Settembrini no es más que un tradicionalismo al cual el tiempo ya ha rebasado y que esa pedagogía ilustrada tiene un carácter atrasado y obsoleto. Concluye que, en vez de eso, lo que ‘necesita, lo que está pidiendo, lo que tendrá es… el terror’.

Settembrini responde ¿quién encarnará ese terror? Naphta parte de algo que asume que Settembrini acepta: un origen social donde no había poder ni servidumbre, ni ley ni castigo. A lo cual Settembrini concuerda. Naphta prosigue entonces que se concordará que el Estado surge como un contrato en respuesta al pecado original para guardar al hombre de la injusticia. Ahí es donde declara Naphta que se separa su camino del de Settembrini.

Porque en ese punto plantea que defiende la supremaía de la Iglesia sobre el Estado. El Estado es el mal (porque no es divino) y su alma es el dinero, y que esa supremacía es demoníaca. Naphta nos plantea que frente a la utopía del imperio democrático universal, esa utopía espantosa de dominio del dinero, se propone la utopía de la Iglesia, con la reconciliación de lo humano y de lo divino. Y ello no puede ser pacifista. El poder es malo pero para llegar a su superación es necesario ‘un principio que reúna el ascetismo y el poder’.

Naphta continua, frente a las preguntas de Settembrini, que como puede ignorar la doctrina que significa la victoria del hombre sobre el economismo y la implantación del reino de Dios: el momento cuando no existan lo mío ni lo tuyo. Y de ahí desarrolla toda una crítica al capitalismo y a la economía, y que ello sólo es codicia y un peligro para la salvación del alma. Nos dice entonces, y así concluye el discurso, que el proletariado está junto a Gregorio Magno en contra del capitalismo y que:

Su misión es instituir el terror en aras del bien del mundo y de alcanzar la salvación última: la vida en Dios sin Estado ni clases sociales ( Del Reino de Dios y de la Salvación, Cap VI )

Frente al convencional doctrina liberal y burguesa, humanista, de Settembrini, la doctrina radical -efectivamente revolucionaria y conservadora (y esa mezcla de comunismo basado en religión no nos es extraña por cierto)- de Leo Naphta.

(Por cierto, la discusión sigue, pero con esto ya podemos tener una mejor comprensión del estilo de estas discusiones).

¿Cómo es posible solucionar la controversia? Los límites de la dialéctica y la relevancia del carácter.

No hay solución dialéctica a la discusión. Mann, en más de una ocasión, nos hace ver una vorágine de réplica y contra réplica infinita de los contrincantes, que sólo acaban su discusión cuando eventos externos los separan. Es claro que a través de la discusión no es posible solucionar la discusión.

No es por nada que la forma en que la discusión termina es a través de un duelo, no hay otra forma de resolver el asunto. Y en dicho duelo ambos se muestran tal como son. Settembrini no evita el asunto (‘quién no es capaz de defender un ideal con su vida y con su sangre, no es digno de llamarse hombre’), pero es Naphta el que insiste en ello (tras un intento de reconciliación de Hans, nos dice ‘ya desarrollará sus convicciones en otra ocasión -le interrumpió Naphta, fríamente-. Las armas por favor’). En el duelo, Settembrini elije disparar al aire, y tras ser conminado al orden declara simplemente ‘yo disparo adonde quiero’. Naphta, frente a ello, toma otra elección: ‘levantó la pistola en una posición que ya no guardaba relación alguna con el duelo y se pegó un tiro en la cabeza’ (todo ello en la sección Hipersensibilidad del Cap VII)

Un sentimiento que nunca he podido evitar al leer, y releer, las disputas entre Settembrini y Naphta es que Naphta es siempre más sutil y dialécticamente superior, y Settembrini aparece con convicciones superficiales. Lo vimos en el ejemplo, en que Settembrini finalmente se remite a repetir su fe mientras que Naphta es el que argumenta (y hacer eso es ya un triunfo de Naphta, puesto que de eso acusa a Settembrini). En otras ocasiones es claro que las bases de los argumentos de Settembrini son visiones muy limitadas y equivocadas del medioevo o de la antigüedad, y es Naphta el que presenta una visión histórica más acertada. Nada de ello es decisivo, como hemos dicho, la disputas no se soluciona dialécticamente, pero no deja de ser llamativo.

A pesar de lo anterior, sucede que un mundo de Settembrinis es siempre superior a un mundo de Naphtas. Esa impresión a la que lleva la novela es decisiva. Y eso es lo que muestra, al fin, la superioridad del charlatán italiano.

Es de hecho una conclusión a la cual la novela lleva. La novela no defiende la posición de Settembrini como tal, de hecho la rechaza, pero sí la pone por encima de Naphta. En varios personajes encontramos ese mismo movimiento.

Hans Castorp, por cierto, alcanza la misma conclusión. En la sección ‘Nieve’, que es una de las centrales, nos dice:

Por otra parte, te quiero mucho. Eres un charlatán y un fanfarrón, pero estás lleno de buenas intenciones, las mejores intenciones, y te prefiero mil veces a ese jesuita canijo e implacable, a ese terrorista, defensor de la tortura y el castigo físico, con esas gafas que echan chispas, y eso que casi siempre tiene razón cuando discutís (Nieve, Cap VI)

Y cuando aparece Mynheer Peeperkorn, la encarnación de la vida impetuosa e incluyente, el personaje que sin esfuerzo domina a todo el resto (porque la vida al final es lo que domina) y conversa sobre estos personajes, nos dice:

-Eso no tiene importancia [en relación a la falta de recursos de Settembrini] -declaró Peeperkorn-, es un hombre de modales caballerescos y un alegre orador; un caballero, a pesar que evidentemente no goza de los recursos para cambiar de traje con frecuencia. (Mynheer Peeperkorn (continuación), Cap VII)

Y tras la intervención de Castorp, en que compara a Settembrini con Naphta y declara su preferencia por el primero, prosigue:

-¡Un caballero y un excelente orador! -replicó Peepekorn, sin comentar nada acerca de Naphta (Mynheer Peeperkorn (continuación), Cap VII)

La vida no es Settembrini, pero la vida reconoce el valor de lo que dice Settembrini (y pasa completamente por alto a Naphta).

Tras una de las primeras discusiones entre Settembrini y Naphta que Hans y su primo Joaquim escuchan, este último declara que

-Eso siempre pasa. Hablar y exponer opiniones siempre tiene como resultado la confusión. Te lo digo yo: lo importante no son las opiniones que alguien tiene, sino si es un hombre íntegro. Lo mejor es no tener ninguna opinión y cumplir con el deber (Un nuevo personaje, Cap. VI)

Joaquim, del mismo modo que Peeperkorn, no opera en el logos, en la discusión racional, pero al igual que él observa algo que es relevante y que no es parte de ella (Joaquim no es un personaje sofisticado en términos filosóficos, pero en más de una ocasión realiza una observación relevante, precisamente por su ajenidad a esa forma, no es un simpleton). Joaquim no hace, como sí lo hace Peeperkorn, una declaración a favor de Settembrini, como representante de la integridad y del carácter. La novela es la que se encarga de ello. Volviendo al caso de Joaquim, después de la muerte de éste, es Settembrini, no Naphta, el que tiene la reacción humana natural de dolor y nostalgia.

En todos estos casos es interesante notar que la preferencia por Settembrini no se basa en su discurso. Castorp (y yo mismo en esta entrada) defendemos que de hecho es vencido por Naphta. La razón de la preferencia tiene que ver con el carácter de Settembrini, que es el declarado finalmente superior. El gran defensor del discurso, de las letras humanistas, vence no por su dialéctica, sino por la persona que es.

La diferencia crucial, como dijimos, no está en el discurso, está en el carácter. Pero esa diferencia nos dice también del tipo de discurso. Examinemos ello.

La defensa de la vida más allá de las disputas del discurso.

Ya hemos dicho que la novela no toma partido por Settembrini (aunque en más de un caso se ha tomado que finalmente Settembrini expone a Mann). Peeperkorn, y su humanidad, avasalla -por ejemplo- toda posible discusión. En frente de él, los dos pedagogos quedan sin habla.

Estaba entusiasmado y todo el interés de los paseantes por las discusiones entre Naphta y Settembrini había desaparecido como si lo hubiese barrido el viento (Mynheer Peeperkorn (continuación), Cap VII)

En la sección Nieve, que ya citamos, Castorp finaliza rechazando a ambos (charlatanes, de Settembrini nos dice que tiene una concepción filistea y vacía de la vida, y a Naphta lo rechaza por toda su confusión, su guazzabuglio)

¡Vaya pareja de pedagogos! Sus discusiones y sus desacuerdos en sí no son más que un guazzabuglio y un caótico fragor de una batalla que nunca podría aturdir a nadie con una mente libre y un corazón piadoso (Nieve, Cap VI)

Frente a ello, la elección de Castorp es finalmente:

Quiero conservar en mi corazón la fidelidad a la muerte, pero quiero acordarme bien de que la fidelidad a la muerte y al pasado no es más que maldad, oscura lascivia y rechazo de lo humano cuando determina nuestro pensamiento y nuestra conducta. En nombre de la bondad y del amor el hombre no debe dejar que la muerte reine sobre sus pensamientos (Nieve, Cap VI).

Ese credo no es el de Settembrini (esa fidelidad a la muerte no es ‘settembriniana’), pero al final no es tan lejano. No por nada las palabras que usa para rechazar a ambos pedagogos se aplicaron primero a Naphta (confusión), no por nada lo que le opone como valor (ese mente libre y corazón piadoso) son buenos valores en Settembrini y no en Naphta (que es frío y defensor de la crueldad finalmente). Y esa lógica de ‘esto está bien, pero siempre que no supere el límite de lo que sirve para desarrollar el espíritu’ es algo que Settembrini le ha mencionado a Castorp en repetidas ocasiones a lo largo de sus conversaciones.

Al rechazar las ideas de Settembrini en aras de una visión que acepte la vida en toda su complejidad (y que no se quede en lo superficial, que eso es lo que implica esa fidelidad a la muerte, ese no rechazar la muerte como algo puramente negativo opuesto a la vida, sino como parte de ella), Castorp lo hace al interior de un marco ‘settembriniano’

La superioridad de Settembrini frente a Naphta es una superioridad de carácter, no de discurso, pero ella se basa en el carácter de esos logos. El credo humanista se demuestra superior al radicalismo precisamente por esa mayor cercanía con la vida.

El carácter del credo de Settembrini y su relación con la vida

Esta compatibilidad entre el credo de Settembrini y el que nos propone Castorp (y uno diría la novela), tiene su base en que finalmente en que Settembrini, todo él formalidad humanista, llegado el momento sabe abrirse a la vida y abandonar la forma.

Sabe salirse de su propio credo, que es lo que finalmente es la marca de todo pensamiento que no es radical: Un pensamiento radical es uno que es siempre fiel a sí mismo y por eso lo es desde la raíz; mientras que un pensamiento no radical es uno que siempre tiene una base, reconocida o no, de irreflexividad.

En una de las escenas más emotivas de la novela, y la última que está en la montaña, bueno, dejemos hablar a Mann:

Aunque cuando en verdad estuvo [Hans] a punto de perder el sentido fue cuando Settembrini, en el último momento, le llamó por su nombre: le llamó Giovanni, y además, rechazando la forma de tratamiento que se impone en el Occidente civilizado, es decir: ¡tuteándole!

-È cosi in giù -dijo-, in giù finalmente! Addio, Giovanni mio! (Estalla la tempestad, Cap VII)

La fuerte emoción que está detrás de esas palabras se entiende tras toda la extensa relación que han sostenido Settembrini y Castorp a lo largo de la novela (es la más continua de todas las relaciones que Castorp tiene en el Berghof), hay un efecto producido por el largo plazo que este breve resumen no puede dar; pero al leer la novela uno se da cuenta porque Hans casi pierde el sentido, porque se entiende la profunda emoción que los embarga. Esta emoción está ligada al hecho que Settembrini puede salirse de su credo; y ese poder salirse es parte de su credo -la defensa de espíritu humanista se basa en la defensa de la humano, y por lo tanto de algo que no se define solamente en ese credo ilustrado que Settembrini representa.

La fe moderna ilustrada es una fe de carbonero, como de hecho menciona con sorna Naphta. Precisamente por eso, es una fe que no abandona su humanidad pre-reflexiva. Por ello no deja de ser una buena fe.

De la divinidad y el amor. Unas notas sobre un par de citas de Borges

Borges no es un autor romántico, y sin embargo, repartidas entre su obra, hay varias citas que hablan del tema. Del mismo modo, siendo un escéptico en general, el interés de Borges en temas teológicos aparece múltiples veces, y la idea de la visión de la divinidad aparece de forma recurrente. Esta doble recurrencia produce que, de hecho, el tema de dios y del amor aparece en más de una ocasión en su obra; y las ideas que aparecen ahí no dejan de tener su interés.

Enamorarse es crear una religión cuyo dios es falible (El encuentro en un sueño, en Nueve ensayos dantescos)

La cita se puede entender de manera muy directa, y usando una idea muy común: En el amor solemos idealizar a las personas (a veces, de hecho, se usa endiosar) y, claro está, las personas nunca están a la altura de esa idealización. Lo que hace el amor, entonces, es producir engaño y falsedad. Es cuando pasa el enamoramiento, cuando hemos salido de ese velo idealizante, que realmente conocemos a la persona, y no una imagen de perfección. Lo que hace Borges, simplemente, es decir esa idea de una forma memorable -que corresponde, de hecho, a una idea que Borges ya había escrito: Que un buen poema lo que hace es poner en palabras, y en lo posible de decirlas que no se pueda mejorar, algo que toca a la experiencia de todos (se discute ello en La Busca de Averroes, en El Aleph).

Sin embargo, creo que la cita se entiende de mejor modo cuando se la yuxtapone a la siguiente:

Por la diversidad de las criaturas que forman este singular universo,
Por la razón, que no cesará de soñar con un plano del laberinto,
Por el rostro de Elena y la perseverancia de Ulises,
Por el amor, que nos deja ver a los otros como los ve la divinidad (Otro poema de los dones, en El otro, el mismo)

¿Qué quiere decir que el amor nos deja ver como ve la divinidad? Si la visión divina es una visión verdadera, entonces en el amor -eso es lo que nos diría la cita- vemos a la persona tal cual es de verdad. Es una intuición en la antípoda de la lectura de la anterior. Si en el amor vemos al otro en su mejor forma, en su mejor ser, entonces lo que nos dice es que así es ese otro en realidad. La versión idealizada, ese mejor ser, no es un fraude, es la verdad.

La persona que somos cotidianamente es una versión engañosa, la persona que somos en realidad -la que mostramos a quienes amamos, la que podemos llegar a ser cuando amamos- sería nuestra mejor versión. La persona que todos ven no es el verdadero ser, la persona que sólo pueden ver quien nos ama (y eso incluye a Dios, que bajo la cita es amor) es la verdadera persona.

Es una versión más generosa de la identidad: Somos realmente nosotros cuando somos de nuestra mejor forma, cuando damos todo nuestro potencial. La forma que mostramos y que somos en el día a día, esa forma mezquina, no es quien realmente somos. Ambas versiones concuerdan en la diferencia entre la visión normal de una persona y de cuando ella es amada, la diferencia estaría simplemente en el signo de esa diferencia, de cuando realmente somos, y de cuando somos realmente vistos. Yourcenar, en su ensayo sobre Mishima (Mishima o la visión del vacío) comenta, en torno a los personajes de la tetralogía del Mar de la Fertilidad que sólo en pocas ocasiones, a pocas personas, realmente las vemos en su plenitud como personas, con la intensidad de ser que implica el otro. Bien podemos decir que por lo general nos limitamos a ver a los otros en términos de un conjunto de características genéricas (y algo impersonales), pero ahí claramente no está el quién de la otra persona. Bajo esta idea, entonces, sólo a través del amor podemos correr el velo de lo genérico y ver a esa persona como persona.

Aquí podemos volver a la cita inicial. El centro de la lectura en la interpretación directa está en la palabra falible; pero podemos centrarnos más bien en la palabra dios. Dicho así, es claro por qué el amor nos deja ver a los otros como los ve la divinidad, porque en el amor somos la divinidad. Y la experiencia común que recoge la cita es la experiencia que en el amor somos, efectivamente, nuestra mejor versión. La falibilidad se debe a que no podemos mantener la intensidad que ello requiere; pero es sólo ahí, en esa intensidad, que realmente somos; y en esa intensidad es que vemos y conocemos realmente. Recordando una cita de 1 Corintios que Borges analiza en El Espejo de los Enigmas (en Otras Inquisiciones):

Ahora vemos por espejo, en oscuridad, más entonces veremos cara a cara. Ahora conozco en parte; más entonces conoceré como soy conocido (1 Corintios, 13, 12)

La epístola se refiere a la visión en el paraíso, donde la visión humana se acerca a la divina. Lo que nos dice entonces el Otro Poema de los Dones es también algo que toca a la experiencia de todos: que el amor es una forma de experimentar el paraíso.

Sobre la antigüedad de Chile

En una novela (Echeverría de Martín Caparrós) que leí hace poco, se cuenta la historia de Estebán Echeverría, que a principios del siglo XIX, desea producir para su nuevo país, su propia literatura: Crear la literatura argentina. Y pensaba que, pace Lastarria, ese esfuerzo no tuvo mucho sentido en relación a Chile.

Y ello por un motivo muy claro: la literatura chilena es muy anterior al nacimiento de la república. La Araucana construye el mito de Chile, y por más que en el poema no haya chilenos (hay españoles y mapuches), y por más que el poeta no sea chileno (y su intento sea cantar las hazañas de sus connacionales, o sea de los españoles), el caso es que funda una literatura y una idea (es cosa de observar como se refieren a él diferentes escritores chilenos posteriormente). Y si se negara el carácter de parte de la literatura nacional a Ercilla, es innegable que con la Histórica Relación de Ovalle ya se cuenta con una obra mayor escrita por alguien nacido en estos lares (dado que Ovalle alcanza a aparecer en el Diccionario de Autoridades de la RAE, uno puede decir que lo de obra mayor no es antojadizo). Se puede plantear, y sería correcto, que no existe una tradición continua, que los casos mencionados (y otros que se podrían sumar, Lacunza, Molina, de Oña etc.) son siempre aislados entre sí. Se podría aducir entonces que efectivamente hay que esperar a la República para tener un ‘campo’ literario (con movimientos, disputas y otros elementos). Todo ello sería cierto, pero el caso es que la literatura chilena, con todas sus debilidades, existía desde antes del siglo XIX. Cierto que nuestro caso no es el de México, donde supongo que a nadie se le ocurriría hacer nacer la literatura con la Independencia, pero el caso es que existe tal cosa como la literatura chilena colonial.

Muchas veces se tiene la tentación de pensar a Chile (y esto es válido también para otros países en nuestra parte del mundo) como si naciera en la Independencia, y la idea de ‘naciones jóvenes’ se usaba (y todavía en ocasiones se escucha). Sin embargo, en realidad Chile tiene una trayectoria histórica de mayor data. Como mínimo habrá que decir que no falta mucho para contar 500 años desde la irrupción española. Y más aún habrá que notar que Chile, al menos el Chile central, existe desde antes. Una cosa que varios cronistas de la conquista señalan es la unicidad de la lengua entre, al menos, Aconcagua y Chiloé. Esa unidad de la lengua de Chile no deja de ser curiosa: Es un territorio bastante extenso que se constituye como una sola lengua sin participación de un Estado u otra institución. Esa unidad de lengua constituye per se una unidad cultural, y en ese sentido Chile (o al menos el núcleo central) es pre-existente a la llegada de los españoles.

Si bien la irrupción de los españoles constituye un hito que produce una discontinuidad abrupta en la historia de este territorio: Lo que sucede en el siglo XVII o XVIII no es una continuación de lo sucedido anteriormente, y no se entiende sin algo que es -desde el punto de vista de los pueblos originarios- algo completamente exógeno. Pero, con todo, hay algo que si se mantiene -la unidad como tal que constituyen esos territorios.

En ese sentido, Chile es antiguo.

Al final, sólo nos resta la bondad. A propósito de La Peste de Camus

La primera vez que leí La Peste, supongo que fue por mis años de educación media, mis héroes eran Rieux y Tarrou, y así fue por bastante tiempo. Y en ambos por la misma razón: por esa serena lucidez en oponerse a la peste, en saber qué es lo que hay que hacer aunada a la conciencia clara que la victoria no sólo no está garantizada, sino que es -finalmente- imposible. Pero que, como Tarrou lo dice -y es una de las más hermosas frases en un libro que es casi imposible por su belleza:

Por eso me he decidido a rechazar todo lo que, de cerca o de lejos, por buenas o malas razones, haga morir o justifique que se haga morir

La moralidad del libro está íntegra en esa elección. No por nada Rieux, quien nos narra la historia, es médico, y la idea de la medicina (de la lucha contra la peste, contra la muerte, en favor de las víctimas) es crucial en el texto. Y no por nada el siguiente texto que está al final del libro

Pero sabía que, sin embargo, esta crónica no puede ser el relato de la victoria definitiva. No puede ser más que el testimonio de lo que fue necesario hacer y que sin duda deberían seguir haciendo contra el terror y su arma infatigable, a pesar de sus desgarramientos personales, todos los hombres que, no pudiendo ser santos, se niegan a admitir las plagas y se esfuerzan, no obstante, en ser médicos

Son rasgos encomiables, y alcanzar a tener dicha lucidez y dicha voluntad no dejan de ser algo a buscar. Y sin embargo, al releer pocos días atrás la novela encontré que el verdadero héroe de la historia es otro -uno que, en mis primeras lecturas, había pasado más bien por alto (y que, vergüenza de mi gusto, había tratado más bien como parte del elemento cómico de la historia, para aligerar el tono más bien trágico de la narración): Grand, el funcionario municipal. Y había pasado por alto que, de hecho, Rieux -el narrador- es quien lo declara el héroe de la historia.

Grand aparece al inicio en la historia simplemente como un funcionario pobre, que ‘parecía siempre rebuscar las palabras aunque hablase el lenguaje más simple’. Posteriormente, y esto se repetirá en varias ocasiones, como alguien obsesionado en la novela que escribe interminablemente, y su obsesión sobre las palabras exactas para la descripción de la cabalgata en el Bois de Boulogne, su obsesión por lograr que los editores cuando lean su novela ‘se saquen el sombrero’ (chapeau bas en el original francés), su incapacidad para pedir un ascenso en la municipalidad por no encontrar las palabras adecuadas. Todo ello lo deja como un personaje ligeramente ridículo. Un personaje que además tiene una historia personal muy menor. La historia de su enamoramiento de Jeanne, de su posterior separación cuando ella lo abandona, y que Grand comprende y disculpa tan completamente (gente que ‘trabaja tanto que se olvida de quererse’) lo deja además como un personaje algo triste y mediocre. Cuando Rieux quiere pensar, al inicio, que la peste no llegará a su ciudad, piensa en este ‘funcionario modesto que cultiva las manías honorables’.

Y sin embargo…

Si es cierto que los hombres se empeñan en proponerse ejemplos y modelos que llaman héroes y si es absolutamente necesario que haya un héroe en esta historia, el cronista propone justamente a este héroe insignificante y borroso que no tenía más que un poco de bondad en el corazón y un ideal aparentemente ridículo. Esto dará a la verdad lo que le pertenece, a la suma de dos y dos el total de cuatro, y al heroísmo al lugar secundario que debe ocupar inmediatamente después y nunca antes de la generosa exigencia de la felicidad. Esto dará también a esta crónica su verdadero carácter, que debe ser el de un relato hecho con buenos sentimientos, es decir, con sentimientos que no son ni ostensiblemente malos, ni exaltan a la manera torpe de un espectáculo

Durante la peste, Grand lo que hace es simplemente llevar estadísticas, y se disculpa por su edad de hacer otras cosas. Pero no es la labor en concreto lo que lleva a Rieux a su conclusión. Es la actitud: Frente a la peste Grand no opone más que su permanente e inquebrantable buena voluntad, y de una forma en que no llama la atención a sí, que simplemente lo hace por obvia (‘hay peste, hay que defenderse, está claro’). Y es la bondad lo que caracteriza a Grand, y lo que Rieux también hace hincapié al presentarnos al personaje: En su disposición a declarar, sin mayor problema o vergüenza, que quiere a su familia, en toda sus referencias a Jeanne, en su disposición (y contento) en escribirle una carta simplemente ‘para que pueda ser feliz sin remordimientos’, y así.

En Vida y Destino, una de las grandes novelas del siglo XX, en medio de las diversas situaciones que les pasan a los personajes en medio de la batalla de Stalingrado, hay una serie de capítulos en un campo de concentración alemán. El punto de vista de esos capítulos es de Mostovskói, comunista acérrimo; y la contraposición entre él e Ikkónikov, una especie de santón (que no deja de ser un personaje común en novelas rusas) uno de los ejes de esos capítulos. En una de las frases más célebres de la novela, y una que la define este último declara que ‘Yo no creo en el bien, creo en la bondad’ (1a parte, 4)

Más adelante, Ikkónikov le entrega un manuscrito con sus reflexiones sobre el bien y la bondad:

Así, además de ese bien grande y amenazador, existe también la bondad cotidiana de los hombres (…)

Es la bondad particular de un individuo hacia otro, es una bondad sin testigos, sin ideología. Podríamos denominarla bondad sin sentido, La bondad de los hombres al margen del bien religioso y social. (2a parte, 16)

La reacción de Mostovskói es negativa. La idea que se puede combatir el mal (i.e el nazismo) con esa bondad le aparece como ‘¡menuda basura!’ y no estará de más reconocer que ello es cierto. Y, por cierto, el reconocimiento que esa bondad es impotente es algo que aparece en el manuscrito de Ikkónikov, que si se la transforma en fuerza ‘languidece, se desvanece, se pierde, desaparece’. La bondad no puede transformarse en el bien, la voluntad de ser bueno con el otro en tanto se organiza (se transforma en una búsqueda reflexiva por el bien) se transforma en algo que termina justificando la muerte y el asesinato (para recuperar la reflexión inicial de Tarrou).

En ambos casos, y no deja de ser relevante que ambas novelas tienen como trasfondo la 2a Guerra Mundial, cuando el problema del mal se volvió de nuevo crucial, y cuando decirlo así ‘el problema del mal’ por una vez no era grandilocuente sino exacto, en todo caso la toma de partido es común: Al final, es la bondad, la pura y simple bondad, lo único que puede rescatarse.

Y en ambos casos, también, es una toma de partido por la bondad común, por la bondad del común. Por la bondad de las viejecitas (que a Mostovskói, el representante del bien, le merece tanto desprecio). O cómo lo dice Rieux al finalizar, para explicar su decisión de escribir esa crónica: ‘y para decir simplemente algo que se aprende en medio de las plagas: que hay en los hombres más cosas dignas de admiración que de desprecio’.

La bondad no es algo que exija virtudes especiales, y es por ello que la búsqueda de la santidad por parte de Tarrou no deja de ser incorrecta. Porque la bondad no deja de ser algo profundamente cotidiano. En algún sentido, esa mediocridad de la bondad, esa trivialidad de la bondad, no deja de ser una esperanza.

Y quizás aspirar a ser un ‘funcionario modesto que cultiva las manías honorables’, o sea ser Grand, sea una de las más altas aspiraciones posibles.

El Nombre de la Rosa como novela de la modernidad

El Nombre de la Rosa es la primera de las novelas de Eco, la más famosa, y de las tres que he leído (El Péndulo de Foucault y Baudolino fueran las otras) la mejor. No estará de más, a propósito de su muerte, escribir algunas palabras al respecto, que serán extremadamente obvias, pero que quizás no estén de más mencionar.

La novela es básicamente una defensa de los valores básicos de la modernidad. Lo cual es más interesante cuando esa defensa se hace en una historia que, el mismo Eco lo enfatizaba en las Apostillas, el héroe es derrotado. Secundariamente es también mostrar cómo las ideas de la modernidad nacen en un y de un contexto medieval (nuevamente, Eco enfatizaba el trabajo en hacer creíble, medieval, los pensamientos y acciones de sus protagonistas).

Fray Guillermo de Baskerville es un nominalista: Que es una doctrina medieval que subyace a todo el pensamiento moderno. La idea que lo real son los objetos particulares y que los conceptos generales son sólo nombres es predominante en la modernidad. La doctrina que los signos nos hablan de las cosas particulares, y que ahí podemos sacar conclusiones sobre otros signos particulares (y que lo general es finalmente lo que permite hacer esas traducciones) no sólo es moderna, sino que de hecho captura la función de las leyes (que es lo que opera como ‘general’ en la modernidad) al explicar el mundo. Nuevamente, el mismo Eco nos dice que la novela de detectives es una novela filosófica -es sobre la capacidad de comprender el mundo-, así que no por nada el protagonista es un detective. El caso es que en la modernidad la figura del detective puede ocupar ese puesto.

Fray Guillermo de Baskerville es al mismo tiempo alguien que cree en la verdad objetiva de las cosas y en la necesidad de la discusión. Al discutir con Jorge de Burgos el punto en contención no es la verdad -ambos creen, finalmente, en verdades similares- sino en la necesidad de la discusión, y que un mundo de discusión es mejor que un mundo de inquisiciones. El punto de la risa no es que ella sea corrosiva y destruya la verdad (esa es precisamente la opinión de Jorge, no de Guillermo), sino lo que permite para alimentar la búsqueda de la verdad. Y nuevamente, eso es particularmente moderno (en la actualidad somos más cercanos a defender la bondad de discutir en torno a la imposibilidad de la verdad, pero eso es otro punto).

Y se podría continuar. Ahora pasemos al segundo punto obvio: Que el modernista fracasa. Sucede que no había ningún plan, y para peor el asesino crea uno a partir de las hipótesis del investigador (y así Jorge de Burgos, nombrado a propósito de Borges, ejecuta una idea que éste ya había fabulado en La Muerte y la Brújula). Entonces ¿en qué queda la modernidad cuando ésta se ha demostrado equivocada, o al menos insuficiente para dar cuenta de la complejidad del mundo?

Por una parte podemos decir que esa es la pregunta del texto. Y podemos decir que hay algunas respuestas que Eco rechaza. En particular, el refugio en el sinsentido que realiza Adso (que, de alguna forma es el refugio general de la cultura contemporánea tras ese reconocimiento). En última instancia, sigue siendo cierto que se pueden decir cosas de Brunello, y que incluso si no hay plan articulador, se pueden obtener conclusiones entre las cosas particulares. Y para obtener buenas conclusiones uno pudiera pensar que todavía habría vida en la vieja modernidad incluso cuando se sabe que estaba equivocada.

En las Apostillas, Eco discute lo que él entiende por actitud postmoderna: Que consiste básicamente en el lugar reflexivo, en el cual ya no se pueden decir las cosas directa e inocentemente (y ese es el problema de escritura básica en el Nombre de la Rosa, escribir en una época en que se puede decir como Snoopy porque nadie está consciente que está hablando como Snoopy). Pero el punto de ser postmoderno es reconocer esa salida de la inocencia no para anular lo que la mirada inocente observaba, sino precisamente para seguirla observando después de la salida de la inocencia:

Pienso que la actitud posmoderna es como la del que ama a una mujer muy culta y sabe que no puede decirle «te amo desesperadamente», porque sabe que ella sabe (y que ella sabe que él sabe) que esas frases ya las ha escrito Liala. Podrá decir: «Como diría Liala, te amo desesperadamente». En ese momento, habiendo evitado la falsa inocencia, habiendo dicho claramente que ya no se puede hablar de manera inocente, habrá logrado sin embargo decirle a la mujer lo que quería decirle: que la ama, pero que la ama en una época en que la inocencia se ha perdido. Si la mujer entra en el juego, habrá recibido de todos modos una declaración de amor (Eco, Apostillas al Nombre de la Rosa)

En ese sentido, lo que se busca es precisamente -cuando se ha perdido la inocencia- poder todavía hablar con verdad. Al fin y al cabo, la novela moderna -es cosa de recordar el Quijote– ya desde sus inicios había jugado con el tema de la verdad y las interpretaciones. Lo relevante es que se lograr a través de ese juego, y no quedarse solamente en él.

 

NOTA FINAL. Tengo la impresión, que podría estar muy equivocada, que es en la literatura italiana del pasado siglo donde uno puede encontrar las defensas de la modernidad más claras, y ello en autores que conocen y juegan con todas las reflexividades post-modernas. El Barón Rampante de Calvino es, en buena parte, una fábula sobre la Ilustración; y escrita por un autor que también escribió Si en una noche de invierno un viajero. La oposición entre modernidad y post-modernidad parece ser común a otras tierras, pero en la vieja península no es tan clara dicha oposición.

Las Fundaciones de Asimov. O de la idea de predicción de la historia

fundacionLa saga de la Fundación de Asimov es una de las obras de ciencia ficción más conocidas. De hecho, y lo suficientemente popular para lo que fue una trilogía, se transformó a través de precuelas y secuelas en siete libros. Además es una trilogía de alguna relevancia para las ciencias sociales por el aspecto central de la trama: el desarrollo por Hari Seldon de la psicohistoria, ciencia que permite la predicción histórica. El drama de la trilogía ocurre en el contexto de la caída del Imperio Galáctico (Asimov declaró que su motivación inicial se produjo al leer la Decadencia y Caída del Imperio Romano de Gibbon), y la creación por parte de Seldon de la Fundación como proyecto para disminuir la era de barbarie subsecuente (usando la ciencia de la psicohistoria).

Ahora bien, cada una de las tres novelas que componen actualmente la trilogía (digo actualmente, porque de hecho los relatos originales se publicaron en revistas y posteriormente fueron reunidos en las tres novelas que se conocen en la actualidad) puede observarse como tres formas distintas de reaccionar frente al tema de la predicción. Y en ello, entonces, la trilogía tiene interés para las ciencias sociales no sólo como una forma de mostrar la utopía de la ciencia social objetivizante y matemática (al menos, es utopía para quienes creen en dicha ciencia), sino como forma de analizar la relación entre conocimiento y acción.

Fundación (publicada como libro en 1951, pero los relatos originales publicados entre 1942 y 1044) es la versión optimista de la predicción. Los héroes de las partes -Salvor Hardin y Hober Mallow- se perciben a sí mismos como agentes activos, que hacen lo que sienten hay que hacer, y por eso mismo la forma en que resuelven las crisis Seldon (los momentos críticos en que se produce un cambio de orientación en la sociedad, y que son el núcleo de la predicción dela psicohistoria) es sentido por ellas como algo libre.

Así dice Hardin, cuando recién los actores empiezan a percatarse de la idea que Seldon puede haber predicho la historia:

Aunque él [Seldon] previera el problema entonces, nosotros podemos verlo igualmente ahora. Por lo tanto, si él previó la solución entonces, nosotros podremos verla ahora. Al fin y al cabo, Seldon no es un mago. No hay ningún truco que él ve y nosotros no para escapar del dilema

Y así termina Mallow su exposición de cómo el resolvió la crisis que le tocó vivir (y Asimov acota que es una exclamación orgullosa)

¿Qué me importa a mí el futuro? No hay duda de que Seldon lo ha previsto y está preparado contra todo lo malo que pueda acontecer. Habrá otras crisis en el porvenir, cuando el poder del dinero se haya convertido en una fuerza muerte como es ahora la religión. Que mis sucesores resuelvan eso nuevos problemas, como yo he resuelto el del presente

En las dos afirmaciones, el actor no se siente limitado por la predicción. Las fuerzas históricas (y en la obra se enfatiza que las predicciones obran sobre esas fuerzas impersonales y no sobre la decisión individual) no implican que el actor no sea libre en su acción, pero cada quien al hacer lo que siente debe hacer la cumple.

Esa situación ya no se mantiene en Fundación e Imperio (publicada en 1952). Aquí podemos observar la versión negativa de la predicción. En la primera parte tenemos la historia de Bel Riose (calcada sobre la de Belisario en los tiempos de Justiniano): un general del Imperio que se topa con la Fundación en expansión y quiere derrotarla. Pero además quiere derrotar la ‘mano muerta’ de Seldon -ya que se le menciona el tema de la predicción. En esta versión la predicción va en contra de la mano de los actores, y es una fuerza que se opone a su accionar. De hecho aquí (en contra de lo que sucede en el primer libro) los presuntos héroes no resuelven la crisis producida por Bel Riose (ni Devers ni Barr hacen finalmente nada), y la crisis se produce ‘automáticamente’. Como plantea Barr al final de la historia al rechazar su implicación personal:

La Fundación vuelve a ganar. Piénselo bien: no existe ninguna concebible combinación de sucesos que no dé como resultado la victoria de la Fundación. Era inevitable, cualquiera que fuese la actuación de Riose o la nuestra.

Una vez dije a Riose que ni con toda la fuerza del Imperio podría desviar la mano muerta de Hari Seldon

La segunda parte de ese texto es la historia del Mulo: un mutante (con el poder de la manipulación emocional). Y por lo tanto, representa la única forma en que sería posible salir de la psicohistoria: un evento que sale de los parámetros. Es la posibilidad de la derrota de la predicción. De hecho, el Mulo derrota a la Fundación, pero entonces aparece con fuerza la idea de la Segunda Fundación (que Seldon fundó dos proyectos para disminuir la era de la barbarie), y que ella es la derrotaría al Mulo -porque ella es una fundación psicológica (i.e la que puede derrotar a una oposición de esas características). La crisis es desviada por un evento casual -así lo enfatiza el texto- pero finalmente se refuerza la idea de la potencia del plan de Seldon, que es lo que enfatiza Bayta, la heroína de la historia:

¡No la vencerá! Aún conservo la fe en la sabiduría de Seldon. Usted será el primero y el último gobernante de su dinastía

Pero la predicción queda resquebrajada: No sólo se muestra que hay eventos no-predichos, sino que además la derrota del Mulo se produce por un hecho casual, y al final queda una fe en el plan.

Las tensiones con la idea de predicción quedan más de manifiesto en la última parte de la trilogía: Segunda Fundación. De hecho, es en cierta medida una reflexión sobre las condiciones de la predicción, y nos cambia de lógica. Ya no estamos ante alguien que predice un futuro, sino que a alguien que crea ese futuro. Pasamos del conocimiento al control.

La Segunda Fundación no es tan sólo una fundación de psicohistoriadores, es una fundación que sigue desarrollando el plan de Seldon (lo investiga, lo corrige y realiza las intervenciones pertinentes). Esto porque lo que ella no es tan solo estudiar sino manipular (el poder del Mulo es el mismo poder que tiene la Segunda Fundación).

El desarrollo de las dos partes de la novela es mostrar como a través de esas intervenciones se puede corregir las desviaciones del plan Seldon. En la primera, derrotando finalmente al Mulo; y en la segunda ‘volviendo’ a la Fundación original al camino inicial. Examinemos en mayor profundidad la segunda parte, porque es la más interesante.

La Fundación, incluso una vez liberada del Mulo, se enfrenta a un nuevo conocimiento. No sólo sabe que existe un plan Seldon -algo que puede ser visto como limitante o no de sus acciones-, sino que sabe que hay una segunda Fundación que interviene en la historia manipulando a las personas. Luego, la ejecución del plan Seldon implica algo más profundo que simplemente la ‘mano muerta’ de Seldon, sino que implica la pérdida de la libertad individual del actor. Al mismo tiempo, las predicciones funcionan en la medida en que se desconocen -y luego el plan no seguirá a menos que el conocimiento sobre la segunda Fundación se pierda.

La historia es entonces la lucha de diversas personas por derrotar a la segunda Fundación, por recuperar su libertad, y la lucha de la segunda Fundación para volver a oscurecerse. La solución es obvia: una derrota aparente de la segunda Fundación -que les permite a los que lucharon contra ella pensar que son libres, y que permite a la segunda Fundación ser olvidada. Ahora bien, esa solución implica que los héroes de la historia son derrotados.

¡Por la Galaxia! ¿Cuándo puede saber un hombre que no es un títere? ¿Cómo puede saber un hombre que no es un títere?

Eso es lo que se pregunta Darell, uno de los que quiere derrotar a la segunda Fundación, y aunque -debido a la forma en que ella manipula la historia- se convence a sí mismo que lo es, nosotros sabemos que no. Como lo debaten un Orador y un estudiante de la Segunda Fundación en el final de la historia:

Ahora el curso de la historia continuará sin desviarse de la dirección indicada por el Plan

– A menos -señaló el Primer Orador- que ocurran ulteriores accidentes, imprevistos e individuales

– Y en tal caso -dijo el estudiante-, nosotros existimos todavía.

La idea de una ciencia social tan perfecta objetivamente que puede predecir, al inicio sólo es mostrada en sus éxitos predictivos, sin limitar a los actores. Luego se muestra en contradicción con la agencia: primero como fracaso de la agencia (la mano muerta es más fuerte que el actor) y luego como fracaso de la predicción si la agencia es real (si los actores pueden hacer diferencia, un mutante por ejemplo, el plan fracasa). Finalmente, para recuperar la predicción lo que aparece es el control y la manipulación.

En ese sentido, la trilogía de la Fundación es una reflexión sobre las posibilidades, límites y condiciones de la predicción de la vida social. Y por ello no deja de ser relevante para quienes se interesan sobre el conocimiento de ella.

 

Los límites del escepticismo. El Barón de Cañabrava en ‘La Guerra del Fin del Mundo’

Una de las características de La Guerra del Fin del Mundo de Vargas Llosa es el hecho que la mayoría de los personajes están descritos de forma de generar algún nivel de empatía de parte del lector, siendo -creo- las únicas excepciones el Coronel Moreira César y Epaminondas Gonçalvez. El lector puede tener alguna simpatía por los rebeldes de Canudos y sus líderes, por los soldados que los atacan, por Galileo Gall -revolucionario y frenólogo etc. Dentro de todos esos personajes, Vargas Llosa en general intenta, creo, que nuestras simpatías se encaucen hacía los personajes más escépticos, los que se caracterizan por su falta de creencia: el periodista miope y, en particular, el barón de Cañabrava.

En este sentido, la contraposición entre los personajes conservadores (los líderes del Partido Autonomista de Bahía, los hacendados) y los personajes republicanos (del Partido Republicano Progresista) es relevante. Los defensores de la república o son fanáticos sin remedio (el Coronel Moreira César) o políticos sin nada positivo (el mencionado Epaminondas); pero los hacendados son todos, finalmente, gente más o menos razonable y refinada. El conservadurismo, es algo que también decía Borges, es hecho equivalente al escepticismo. Los dominadores en la novela son la encarnación de lo razonable.

El barón de Cañabrava es el epítome de lo anterior. Como dice de él mismo cuando, tras la derrota de Moreira César, negocia con Epaminondas:

Reconozco que me he quedado obsoleto. Yo funcionaba mejor en el viejo sistema, cuando se trataba de conseguir la obediencia de la gente hacia las instituciones, de negociar, de persuadir, de usar la diplomacia y las formas. Lo hacía bastante bien.

Alguien que no se deja llevar por los fanatismos, aunque puede comprenderlos y empatizar con ellos (como su relación con Gall lo muestra), que ni siquiera cree mucho en el mundo que ostensiblemente declara defender (la vieja monarquía). Alguien que se dedica a la política, eso se dice a él mismo, no por gusto sino para evitar que Bahía caiga en la locura.

Los sucesos de Canudos que implican la derrota política del barón son, entonces, la derrota de la razón, que es lo que piensa después de terminada la entrevista con el periodista miope:

Veinticinco años de sucia y sórdida política, para salvar a Bahía de los imbéciles y de los ineptos a los que tocó una responsabilidad que no eran capaces de asumir, para que todo termine en un festín de buitres

Frente a ese espectáculo sólo el ataque al fanatismo (‘eran fanáticos -dijo el barón, consciente del desprecio que había en su voz’).

Y también queda la incomprensión: Durante toda la entrevista con el periodista miope en múltiples momentos aparece la radical incomprensión del barón sobre los sucesos, y en particular sobre las motivaciones de los rebeldes, de los yagunzos. Pero ello es así desde el inicio: No entiende como pueden derrotar a Moreira César, no comprende porque queman a Carumbí, no entiende la solidaridad de los rebeldes, ni siquiera se imagina el monarquismo de ellos.

Lo cual implica, entonces, que quienes gobernaban a Bahía (el poder político de Bahía, la administración de Bahía, la justicia de Bahía, el periodismo de Bahía, las tierras, los bienes y rebaños de Bahía como el barón les recuerda a sus correligionarios en un momento de crisis) no la entendían. Veinticinco años de sucia y sórdida política para no entender nada de la sociedad que se gobierna. Una incomprensión que es manifiesta, en particular, hacia los sectores populares. No por nada la reacción del barón a la declaración del periodista miope de su enamoramiento de Jurema (esa ‘perrita chusca del sertón’ de acuerdo al barón) es de incredulidad. Es la simple humanidad de quienes están bajo él lo que no puede entender. Y lo que explica, finalmente, el acto con el cual desaparece de la novela -la escena en que viola a Sebastiana, su mucama.

Y esa incomprensión, puede plantearse, representa una culpabilidad por parte de los dueños de Bahía: en ese final de festín de buitres el barón y lo que él representa no dejan de ser parte relevante del proceso que crea ese final. El escepticismo, entonces, que le permite distanciarse de toda esa locura es una ilusión que le permite esconder su propia participación en ella. En algún sentido, es una forma de irresponsabilidad.

Una élite que no entiende la sociedad que dirige, y más bien la desprecia, y que frente a los dramas históricos que enfrenta esconde su responsabilidad y se refugia en su razonable escepticismo y en la incomprensión. No deja de ser una novela atingente finalmente.

Tolkien y la Naturaleza del Mal

A primera vista la noción del mal en Tolkien es perfectamente tradicional y en línea con el pensamiento católico: El mal parte de la desobediencia, del hecho de querer hacer cosas por su cuenta. Así en el Silmarillion, que como presentación de la mitología básica es lo que vamos a tratar, Melkor (el primer Señor Oscuro) inicia su camino hacia el mal teniendo pensamientos propios, separado de sus congéneres. Ese es el camino que lleva a este Vala, el más poderoso de todos (los Valar son cercanos a ángeles del mundo tolkeniano) a la rebelión y al mal. La cercanía con las historias bíblicas es clara, y Milton en Paradise Lost también había escrito esa historia como literatura. Siendo Tolkien católico, y tradicionalista, uno podría dejar la cosa ahí. Sin embargo, hay otros elementos que se pueden analizar.

Claramente para las sociedades modernas una concepción del mal como desobediencia resulta insuficiente, si es aceptada. Sociedades que valoran tanto la auto-expresión y la individualidad, y que de hecho no piensan que la obediencia sea en sí positiva, se distancian de tales concepciones.

Hay elementos para pensar que Tolkien reconoció que el pensar pensamientos propios no era elemento constitutivo del mal para los modernos, y eso le condujo a complejizar la idea tradicional, y en ese movimiento haciéndola más profunda e interesante.

La historia clave aquí es la Aulé (otro Vala) creando a los enanos. Originalmente esto puede verse como muy cercano a Melkor creando a los orcos. Aulé decide, por su cuenta y sin comunicarle a Eru Ilúvatar (Dios), crear seres, dado su deseo que el mundo sea habitado y que las cosas que han sido creadas sean experimentadas por alguien, y está impaciente dado que no han nacido las razas pensadas por Eru. Como, finamente, nada puede ser escondido a Ilúvatar, enfrenta a Aulé, y éste -entristecido- le dice que es comprensible que un hijo porque imite a su padre, aunque sea de juego, y ofrece destruir su creación, los padres de los enanos. Cuando intenta hacerlo, los padres de los enanos actúan intentando evitar su propia destrucción.

En la historia hay dos elementos que diferencian la buena de la mala creación:

El primero es el motivo. Aulé crea porque desea que otros puedan hacer y experimentar el mundo, y porque desea que el mundo sea experimentado. Es por ello similar a lo que Eru mismo hace (que es a lo que se refiere con lo de imitar al padre), y lo que todos los Valar hicieron cuando hicieron música y así crearon el mundo: Cada uno puso lo que era de él. La creación es, entonces, auto-expresión. En el caso de Melkor él crea -los orcos por ejemplo, pero también en sus acciones en la música de los Ainur-, pero lo hace para dominar, para tener seres a quienes mandar y que lo obedezcan. La creación como dominación.

El segundo es el resultado. Los creados padres de los enanos se oponen a la voluntad de su creador, tienen voluntad propia. Los orcos, y eso es constante en Tolkien, no tienen voluntad propia. Es por ello que cada vez que su señor es derrotado no saben que hacer y se dispersan. Y es porque los hombres, aunque de fácil corrupción, sí tienen voluntad propia es porque en esos casos hay que seguir combatiendo. Pero al tener propia voluntad sí son accesibles al bien (y luego es posible parlamentar -como sucede en la derrota de Saruman en El Señor de los Anillos– o preguntarse si son realmente malos si participan de las agresiones del mal -como lo hace Sam cuando observa una batalla entre hombres). Los orcos, en la mitología, no son accesibles al bien porque no tienen voluntad. Esto es coherente con que en la creación de la Música de los Ainur la música de Melkor es un unísono: nada hay en ella más allá del propio ‘tono’ de Melkor.

La buena creación, entonces, en Tolkien, no crea para el bien del creador y por eso mismo, crea seres autónomos e independientes.  La mala creación crea para el dominio y, por ello, no crea seres con voluntad. Es una intuición que va más allá de la idea tradicional del bien como obediencia, y que de hecho la subvierte si se quiere: Porque en la original, el creador crea para la dominación y el poder, pero sabido es que la imaginación semítica, que es el origen de las concepciones bíblicas, los dioses son pensados a semejanza de los reyes. Pero no es esa la imagen en Tolkien donde la imagen de la creación es más cercana al mundo de las artes (el mundo es creado a través de la música).

Lo anterior puede servir para, a su vez, comprender algo mejor una de las temáticas más recurrentes en Tolkien: Que el mal no comprende al bien, no puede imaginarlo. En última instancia, el mal es no salir de uno mismo, ensimismarse. Y no el pensar por su cuenta y ser independiente lo que constituye el mal, sino el quedar atrapado en uno mismo, y luego no poder entender nada que no sea el sí mismo. Porque, finalmente, para poder ser uno mismo, para poder expresarse en su ser, hay que salir de uno mismo.