Una nota sobre la secularización en Chile

Estaba leyendo La Religión en la Esfera Pública Chilena: ¿Laicidad o Secularización? (Ediciones UDP, 2014, Ana María Stuven) y, aunque no lo he terminado, me surgen una serie de interrogantes sobre la forma en que se analiza la secularización.

Dos notas generales. Resulta muy común una forma de análisis en que todo lo que implique que la religión importa redunda entonces en que la secularización no existe. Lo otro es lo muy fácil que resulta para los analistas hacer como si las personas sin religión no existen (y menos tomar en cuenta el conjunto de personas para las cuales la religión no es muy importante en sus vidas declarando creencia religiosa, que es un grupo incluso más grande).

En el primer artículo Sebastián Kaufmann (El estatuto de las creencias religiosas en el espacio público) crítica la idea de traducción: Que las personas con creencias religiosas deben ‘traducir’ en la esfera pública sus argumentos a argumentos ‘neutrales’, que serían los únicos posibles. Enfatizando que todos los argumentos tienen basamento en contextos culturales particulares, esa exigencia más bien aparece que tendría que ser para todos -si no, sería un peso particular para las creencias religiosas (dado que el secular no tendría que traducir su argumento a la esfera religiosa). Parte del tema es precisamente la continua importancia de personas que tienen creencias religiosas y que tienen, por lo tanto, cosas que decir sobre el mundo público a partir de ello (¿de donde, si no, podrían sacar sus creencias?).

Ahora, eso olvida lo secular que es el mundo actual (la sociedad chilena actual). Efectivamente un argumento religioso tiene que ‘traducirse’ si quiere convencer a alguien más que aquellos que se toman en serio la religión en sus vidas, puesto que argumentos religiosos no tienen sentido más allá de ese mundo: puede decirse pero no tiene efecto de convencimiento. Y aquellos que se toman en serio la religión no son tantos finalmente. Ahora, no sucede lo contrario. Alguien secular no tiene esa necesidad, puesto que todos operamos (y aceptamos) premisas seculares. Alguien dice un argumento secular y ese argumento es comprendido por las personas religiosas. La carga asimétrica es efecto de como funciona la sociedad.

Gabriel Cid discute sobre secularidad y religión en su capítulo (Religión, legitimidad política y esfera pública en Chile) para el período 1808-1833. Y muestra el uso de argumentos religiosos en la esfera pública o el continuo carácter indiscutido de la religión católica como única religión pública.

La esfera pública nacional estaba lejos de constituirse todavía en una esfera laicizada -requisito elemental para hablar de una opinión pública moderna- en tanto el uso público de la razón estaba mediado y limitado por la autoridad religiosa (p. 168)

La idea misma de ‘uso público de la razón’ proviene de Kant; y el tiempo de Kant es uno en que precisamente los límites de la autoridad religiosa estaban en discusión, no se habían abandonado. Kant mismo, por ejemplo, en su célebre ¿Qué es la Ilustración? argumento asumiendo la existencia de una religión oficial.

Los argumentos centrales que muestra Cid defendieron el peso de la religión fueron argumentos políticos: que una religión oficial única es necesaria para la paz social. Son argumentos usados en el siglo XVII y muy criticados por la Iglesia -puesto que este argumento político no tiene fundamento religioso. Ya era una muestra de secularización.

Cuanto fuera el peso real de la religión en la esfera pública puede discutirse a partir de otro hecho que señala Cid: En la Reconquista toda la Iglesia aparece dando argumentos a favor del rey, pero todo eso desaparece apenas hay derrota militar. Uno puede observar (en otros contextos históricos) que si el argumento religioso fidelista hubiera sido tomado en serio, se habrían producido revueltas a favor de ello. Más aún, el mero hecho que se discutiera sobre religión, que eso fuera posible, es una muestra de secularización.

Un elemento que mostraría la importancia de la religión creo que muestra, al mismo tiempo, el avance del proceso de secularización. Para nosotros el hecho que el ejercicio privado de la religión no oficial fuera aceptado mientras se insistiera en el ejercicio único de la religión católica es una muestra de preponderancia. Históricamente es una señal de pérdida de relevancia (cuando la Iglesia ha podido dominar como deseaba no aceptaba dicho ejercicio privado); el hecho que al menos se aceptare el ejercicio privado fue, por ejemplo, una de las muestras más claras de la tolerancia con la cual se observaba a los Países Bajos en el siglo XVII, y desde la perspectiva clerical eso era una crítica. Para el Chile del siglo XIX eso ya era algo evidente -incluso la Constitución de 1833, que eliminó la libertad de conciencia como tal, se asumía que estaba hablando del ejercicio público de la religión. No estará de más recordar que en la primera mitad del siglo XIX pocos países eran más avanzados al respecto.

Lo que está en juego en todos estos argumentos es la idea que si la religión importa entonces la secularización es débil. El problema es que eso es una forma de decir, de antemano, que nunca habrá secularización (más allá de unos contextos bien particulares). La religión, lo numinoso, como se lo quiera llamar, probablemente siempre será relevante para un número suficiente de personas que hagan imposible que no tenga importancia para la vida social. Un punto de comparación que corresponde a un estado irrealizable claramente no permite hablar de secularización. Si usamos un punto de comparación efectivo -sociedades donde la religión ha sido central- la conclusión es bien obvia: Chile no es parte de esas sociedades, y no lo ha sido por un buen tiempo.

El segundo punto es menor así que le daremos menos tiempo. Es el pasar por alto la existencia de grupos seculares. No son los mismos capítulos así que no es una contradicción, pero pueden servir para ilustrar el punto.

Pedro Morandé (en un capítulo que tiene muchas observaciones muy relevantes, como que la religiosidad popular no es moralista) nos dice en su capítulo (Modernidad y secularización):

En las seis mediciones de la encuesta nacional Bicentenario Universidad Católica-Adimark, el porcentaje de quienes dijeron no tener ninguna religión o eran ateos estuvo por debajo del 20% (p. 86)

Por otra parte, Jean-Pierre Bastian (Pluralización religiosa, laicidad del Estado y proceso democrático en América Latina)

Todos los países de la región registran tasas significativas de población protestante, que superan el 20% en Brasil, Chile y Guatemala (p. 134)

Las diferencias numéricas no son tan altas (y las mismas encuestas Bicentenario muestran, al pasar el tiempo, que de hecho la proporción de no creyentes es mayor que la de evangélicos). Pero en un caso es usado para mostrarnos que ese grupo no es particularmente relenvate; y otro que estamos ante un mundo distinto de pluralismo religioso. La existencia, por un largo tiempo, de un grupo -minoritario pero no extremadamente escaso- de personas que no son religiosas es conveniente de no tomar mucho en cuenta, porque la existencia, permanencia (y relevancia cultural) del grupo va contra la idea que ‘al final, la secularización no es tan importante’. Y eso sin sumar a un grupo que no deja de ser menor que son los creyentes para quienes la religión no es relevante en sus vidas (para quienes, por ejemplo, las festividades centrales del culto cristiano, Semana Santa, son sólo ocasiones para ir de vacaciones), que es un grupo bastante amplio.

La existencia de estos grupos es una buena señal de secularización efectiva: Nos muestra que es posible, y es tan evidente que ni siquiera es necesario señalarlo mucho. vivir una vida relativamente alejado de la religión, sin toparse con ella. Y eso indica un mundo social relativamente secular.

¿Una modernidad sin revolución industrial?

Robert Allen finaliza su brillante estudio sobre las causas de la revolución industrial (The British Industrial Revolution in Global Perspective, Cambridge UP, 2009) con un examen de la importancia del desarrollo de las ciencias para el cambio tecnológico de la revolución industrial, donde a la larga resulta decisivo el cambio de la base energética de la sociedad.

En el último párrafo del libro, a propósito de esa discusión, hace la siguiente reflexión:

It is important that the British inventions of the eighteenth century -cheap iron and the steam engine, in particular- were so transformative, because the technologies invented in France -in paper production, glass and knitting- were not. The French innovations did not lead to general mechanization or globalization. One of the social benefits of an invention is the door it opens to further improvements. British technology in the eighteenth century had much greater possibilities in this regard than French inventions or those made anywhere else. The British were not more rational or prescient than the French in developing coal-based technologies. The knock-off effect was large, however; there is no reason to believe that French technology would had led to the engineering industry, the general mechanization of industrial processes, the railway, the steamship or the global economy. In other words, there was only one route to the twentieth century -and it traversed southern Britan (p. 275)

Existía un movimiento más general de avance tecnológico. Los procesos generales de la modernidad eran suficientes para generarlos. Un mundo moderno en ese sentido -uno con medios de comunicación (que ya se estaban desplegando), con ciencia y tecnología en avance (que también lo estaba haciendo), uno de corporaciones y de trabajo asalariado, con mayor comercialización y consumo (que también se expandía) y así con otras instituciones. En la cita Allen menciona ‘la economía global’, pero la economía ya se había interconectado de forma global con anterioridad y si bien no había alcanzado el estado de comportarse como una unidad global, la ‘globalización’ no le era completamente ajena.

Pero el cambio de la revolución industrial, con su aparejada nueva base energética, no es de ese tenor. Se requería una combinación específica de cualidades (desde una energía muy barata, por y para la cual la máquina de vapor pudiera ser valiosa incluso cuando era altamente ineficiente; y las otras características económicas que Allen destaca, una economía de altos ingresos, en una sociedad que promovía la invención, con una incorporación alta en el comercio internacional) para que se produjera ese salto.

Y entonces aparece una sospecha. El paso a la agricultura o a la civilización se produjo en varias ocasiones de manera independiente. Si no ocurría en uno de sus lugares iniciales, pues bien uno puede pensar que surgiría en otro. Era un proceso que tenía una probabilidad de existir tan baja.

Pero el desarrollo de la revolución industrial ocurrió sólo una vez y en un lugar (desde el cual se expandió). Si la combinación de causas que relata Allen no es sólo suficiente (ellas se dan y entonces hay revolución industrial) sino que además necesaria (esa es la única combinación que puede producir una revolución industrial), entonces es posible que sin el camino inglés, como lo dice Allen en su última frase, no hay otro paso al mundo industrial con estándares de vida mucho más altos que es el nuestro. Más en particular, que fue ese específico paquete de tecnologías (que sólo tenía sentido en Inglaterra) que podía generar la economía de combustibles fósiles que tenemos en la actualidad.

Podríamos haber sido sociedades modernas, esos son procesos algo más generales como hemos visto; pero no necesariamente una economía basada en las tecnologías de combustibles fósiles. ¿Cómo sería una modernidad sin revolución industrial? O si la idea de Allen la pensamos más específica (sin Inglaterra no hay toda la economía de la máquina a vapor), ¿cómo podría haber sido el camino tecnológico que se hubiera seguido?

Plantear un camino único, al cual se llega por condiciones particulares, es plantear un camino que no necesariamente podría haber seguido. Y la idea de ‘variantes de modernidad’ se vuelve incluso más relevante.

Una observación sobre la ética kantiana: Las razones de pensar la moral como ley

La siguiente cita es larga pero en ella Kant muestra los elementos que queremos discutir sobre su ética. Está en el capítulo 3 de la análitica de la razón práctica: ‘De los móviles de la razón pura práctica’.

Es muy hermoso hacer el bien a los hombres por amor y por compasiva benevolencia, o ser justo por amor al orden, pero esto todavía no es la verdadera máxima moral de nuestro comportamiento, adecuada a nuestra condición entre seres racionales, como hombres, cuando pretendemos, por así decirlo, cual soldados voluntarios, pasar con quimérica soberbia por alto el pensamiento del deber e independientes del mandamiento, queremos hacer sólo por propio placer aquello para lo cual pensamos que no nos es necesario ningún mandamiento. Estamos sujetos a una disciplina de la razón y en todas nuestras máximas de sumisión a ésta no debemos olvidar no sustraerle nada ni disminuir, por una ilusión de amor propio, la autoridad de la ley (aunque ésta sea dada por nuestra propia razón), poniendo el fundamento determinante de nuestra voluntad, si bien conforme a la ley, en otra cosa que la ley misma y en el respeto hacia esta ley. Deber y obligación son las únicas denominaciones que debemos dar a nuestra relación con la ley moral. Si bien somos miembros legisladores de un reino moral posible mediante la libertad, puesto ante nosotros por la razón práctica como objeto de respeto, somos a mismo tiempo súbditos de este reino y no su soberano, y desconocer nuestro grado inferior, como criaturas, y el rechazo presuntuoso de la autoridad de la ley santa es ya una infidelidad a la ley según el espíritu, aun cuando se cumpliera la letra (p 146-7 primera edición, p 82-3 edición de la Real Academia, edición de la Biblioteca Immanuel Kant, FCE, traducción de Dulce María Granja Castro)

La parte esencial es el hecho que de acuerdo a Kant ‘deber y obligación son las únicas denominaciones que debemos dar a nuestra relación con la ley moral’. El hecho que queramos de acuerdo a nuestra voluntad el bien es inmaterial, y en última instancia la benevolencia no es el bien. El bien consiste no sólo en seguir el mandamiento moral, sino en seguirlo como ‘mandato’. Quien hace el bien porque reconoce que es lo que hay que hacer como ley y no quien hace el bien porque siente que hay que hacerlo es el verdadero carácter moral en Kant.

Es importante destacar lo extraño de la posición. La ausencia del ‘querer hacer las cosas’ (más allá del ‘tener que cumplir la ley’) bien puede ser vista, desde otras perspectivas, como una falta. Si realmente no quieres hacer eso y sólo lo haces como deber, en realidad no es suficiente. Eso es justamente lo esencial en Kant.

Observemos entonces que es lo que está en juego. Como llega y que se sigue de esa exigencia.

La siguiente cita nos puede explicar algo más acerca del rechazo a la benevolencia (ese querer el bien, no simplemente aceptar la ley):

Así, la felicidad de otros seres podrá ser el objeto de la voluntad de un ser racional, pero si ésta fuera el fundamento determinante de la máxima, habría que presuponer que nosotros hallamos en el bienestar de los demás no sólo un deleite natural, sino también una necesidad subjetiva, como lo implica el carácter simpatético en determinados hombres. Empero esa necesidad no puedo presuponerla en todo ser racional (y de ninguna manera en Dios) (p. 60 primera edición, p. 34 edición de la Real Academia, Cap 1.

El caso es, ¿por qué no se puede presuponer esa necesidad en todo ser racional? El motivo de ello no puede ser el meramente empírico que en la realidad sucede que todo el mundo no siente ello. Al fin, ello se podría decir de seguir ese deber de la moral también (que no todo el mundo lo siente). Sin embargo, todo sentimiento -en Kant- es finalmente un asunto empírico y particular en términos intrínsecos. La única forma de universalidad es a través de la razón (que sigue siendo válida incluso si no todos la reconocen). Kant puede defender que, finalmente, todos reconocen la ley moral (quien la quiebra sabe que la quiebra, y sabe que no está siguiendo su deber, y sentirá el efecto de ello); pero incluso si ello fuera falso, la validez de una ley universal sólo podría basarse en la razón. Y si ello es así, entonces el sentimiento sería insuficiente para validar la ley moral.

El problema con ese argumento (que es al fin, la idea de Kant) es que ello puede fundamentar porque no es suficiente con el sentimiento, pero no para anular el valor moral del sentimiento. Todavía podría decirse que quienes aúnan su carácter a la ley (quienes por su sentimiento quieren lo mismo, y entonces refuerzan, que la ley manda) tendrían mejor carácter moral, serían ‘mejores personas’.

Conste que eso no es directamente negado por Kant. La siguiente cita muestra que ese aunar puede ser un deber también:

Ahora bien, se necesita apreciar primeramente la importancia de lo que llamamos deber y la amarga reprimenda cuando uno puede reprocharse la transgresión de la ley. Por consiguiente, no se puede sentir este contentamiento o esta perturbación del alma antes de conocer la obligación ni fundamentar esta última en aquéllos. Hay que ser, por lo menos a medias, un hombre honesto para poder hacerse, aunque sea, una representación de estos sentimientos. Por otra parte, no niego en absoluto que, así como mediante la libertad la voluntad humana es inmediatamente determinable por la ley moral, sea igualmente posible que el ejercicio frecuente conforme a este fundamento determinante pueda producir al fin subjetivamente un sentido de contentamiento consigo mismo; más aún, es parte del deber el establecer y cultivar este sentimiento que en realidad es el único que merece ser llamado sentimiento moral (p 67-8 primera edición, p. 38 edición de la Real Academia, Cap. 1 Analítica)

Pero prosigue Kant diciendo que ese sentimiento en todo caso no constituye la idea del deber, que es la fundamental. Incluso cuando está más cerca de darle importancia al sentimiento, este desaparece -al fin- de lo que crea la estimación moral -que debe ser basada en el puro reconocimiento del deber de la ley.

Parte de todo lo que explica este tipo de argumentación es, creo, que la moral kantiana se basa en la idea de ley. Toda su lógica está pensada en términos de máximas de conducta (o sea de normas); y la relación con una norma es de seguir/quebrar. La preocupación por el carácter moral (característica de otras éticas, como la aristotélica) es bien distinta. Se busca el carácter, porque lo moral no se deja reducir a una simple aplicación de una regla (por eso, la moral es un asunto de una razón práctica en Aristóteles) -porque lo moral no tiene la forma de una ley. En Kant es al contrario, y la moral se construye sobre el molde de la conducta legal, y por lo tanto de la relación con la conducta legal.

Mi impresión es que lo que está detrás de ese razonamiento no es tanto un tema moral, sino una preocupación política. Es en torno a la pregunta política por el orden social que la idea de la relación con la ley adquiere centralidad. Una preocupación por el carácter, basada en el hecho que la conducta no se deja reducir a reglas (el espíritu no la letra); lleva entonces a defender moralmente el que no siempre hay que seguir la ley. El tema no es tanto el que en la ética de Kant el desobedecer una ley positiva no pueda ser moral, sino fundamentar la idea de deber en torno al cumplimiento de una obligación pensada como una ley.

Pensada la moral como ley entonces es posible hacer algo que es relevante para constituir un orden político (que insisto es distinto de una preocupación estrictamente moral), y en particular para fortalecer la idea que seguir la ley es algo moral. La distinción de la relación del sujeto como legislador de la relación como súbdito.

Esa no es una distinción exclusiva al Kant de su teoría ética (está de hecho en Rousseau y en Kant aparece por ejemplo en su célebre ¿Qué es la Ilustración? que es más bien un texto político). Esa distinción permite unir la libertad con la obligación; y ello es crucial para poder fundar moralmente la idea de obligación. En cuanto legisladores somos sujetos libres que decidimos cuál es la ley -aplicamos nuestras capacidades para la discusión y el razonamiento (que luego son a su vez, para Kant, universales). Ese asentimiento como legisladores es lo que le da la base moral a la obligación de seguir la ley, puesto que no se obedece en términos maquinales, sino a lo que producimos en tanto legisladores. Pero dejando de ser legisladores, portadores de una razón pública de discusión, pasamos a ser sujetos privados, cuya relación con la ley es de obediencia (puesto que ya no estamos creándola, sino operando en un mundo ordenado por leyes).

La distinción entre legislador (ciudadano como público) y súbdito (sujeto privado) que equivale a momentos de libertad y obediencia en relación a la ley, es una distinción política. Una distinción cuya principal utilidad es permitir fundar una visión de cómo se constituye, y como se legitima, el orden político. Es la política entonces la que entrega uno de los fundamentos de por qué pensar la moral como ley, y entonces de por qué pensar la conducta moral como una conducta de ‘deber y obligación’: De un deber que creamos como legisladores y que seguimos como súbditos. Es por ello que los sentimientos morales (para usar la frase de Smith y una preocupación común en el pensamiento inglés del siglo XVIII) no pueden operar como fundamento de la moral -porque a través de ellos no se puede fundar una distinción política.

Si la moral es pensada como ley, eso se debería -entonces- a preocupaciones políticas.

De la sentimentalidad y la dureza. El camino a la crueldad

Una impresión que se ha fortalecido escuchando declaraciones durante este ya largo período de pandemia es lo común de un pensamiento que valida la dureza. Que la persona cabal es la que, frente a los problemas del mundo, los ve sin sentimentalismos, tal como son, y eso implica entonces tanto la necesidad de no caer bajo la fácil emoción y el reconocimiento de la necesidad de tomar decisiones que las personas de corazón débil no pueden hacer. Sólo quien está dispuesto a la dureza puede tomar las decisiones correctas en tiempos de crisis.

Que esta defensa de la dureza frente a una denostada sentimentalidad tiene una larga tradición es algo que es conocido, y lo recordé al leer la siguiente cita -en una discusión sobre normas en un texto reciente sobre teoría social, en que ello reaparece:

Like H. L. Mencken, whom Lippmann admired, but very much unlike Sinclair Lewis, whose work he detested, the person fully prepared to face the realities of the day would display “toughness” and “abhorrence of cant, sentimentality, and self-pity” and would the qualities to get to the bottom of things (Neil Gross y Zachary Hyde, Norms and Social Imagery en Social Theory Now, Benzecry, Krause y Reed (eds), Chicago UP, 2017, p. 363).

Al examinar esta actitud es importante, creo que es al final lo central, recordar cuál es su consecuencia: El extremo de esa dureza no sentimental es la aprobación de la crueldad. Ver ella como algo necesario, desagradable quizás, pero que sólo corazones fuertes -y por ello nobles- pueden tomar. Es un discurso que ha existido -tenemos varias declaraciones de jerarcas nazis que muestran esa misma actitud.

Sin llegar a esos límites, se puede observar que esta valoración de la dureza es parte de una corriente relativamente común en el pensamiento occidental: La crítica a la ingenuidad de las valoraciones tradicionales. Ya sea en política o en economía, la modernidad busco delimitar espacios donde no operaba (donde no debe operar) la moral tradicional -si se quiere, espacios que deben separarse del mundo de la vida moral, donde el juicio moral ingenuo y directo no debe ser el principio de la acción.

Vivimos, y por eso recordaba declaraciones de la pandemia, en sociedades donde ese discurso es común. Donde se puede presentar como valorable realizar cálculos fríos y duros, no basados en la emoción y el sentimentalismo, para justificar acciones que para el sentimiento no deben ser. Para justificar, como lo hemos visto, la muerte y el dejar morir.

Porque al fin del rechazo al sentimiento está el exterminio.

El comentarista al Sumario de la Historia General de Rosales o la eterna visión de un país sin problemas.

La reciente edición en la colección Letras del Reino de Chile del Sumario de la Historia General del Reino de Chile de Diego de Rosales hace notar que en el manuscrito hay una serie de notas de comentario al texto. El editor se pregunta por quién es el autor de esas notas y estima que ellas corresponde a una voz crítica de la obra y perspectiva del jesuita Rosales. El examen de qué es lo que critica nos permitirá comprender la permanencia de una voz conservadora (y profundamente acrítica de la propia sociedad) desde el siglo XVII en adelante. La voz de la élite.

La Historia General, como todo texto escrito en el siglo XVII, se centra en la guerra de Arauco y, por lo tanto, en la relación de los españoles con los mapuche. Ese es el problema central de la colonia y el eje de todas sus decisiones políticas.

En relación a estos temas, entonces nuestra voz crítica plantea que todo dato que implicaría un maltrato por parte de los españoles a los mapuche es mentira y falsedad. El trato, por lo tanto, siempre ha sido correcto, nada que criticar a los españoles conquistadores. Rosales refiere, durante el gobierno de García Hurtado de Mendoza (gobernador entre 1557 y 1561), que un indio después que se le restituyera su mujer declara que ‘estos sí son buenos españoles; si tales hubieran sido los primeros, ya todos fuéramos cristianos” (Libro 4, Cap. 11), a lo que nuestra pluma comenta:

En eso miente; todos fueron iguales [id est, buenos], y ellos ya eran todos cristianos

Nos dirá, por lo tanto, que todo problema existente se debe a la rebelión como tal. Y la única causa de la rebelión son los agentes externos a los mapuche (y en particular, los propios jesuitas). Es sólo por agitadores que soliviantan al pueblo que suceden las rebeliones. Es sólo porque repiten lo que dicen los agitadores externos que los mapuche pueden reclamar (contra tan noble dominación como la española). Así, entre otros varios ejemplos, Rosales escribe sobre las primeras rebeliones mapuche con Valdivia (Libro 3, Cap. 16) y la pluma en cuestión escribe:

Todo lo que dice [Rosales] en este número contra los españoles fue soñado por los jesuitas y inventado por ellos, de que llegaron a formar el gran rebelión del año de 1598, pues ahora no hubo más queja que de algunos yanaconas

La rebelión de 1598, por cierto, le permite al anotador llenar de notas marginales al texto siguiendo esas líneas (así, Libro 5, Cap. 2: subraya la frase de Rosales ‘los trataban peor que esclavos’ y reacciona con ‘Ya comienza a vomitar lo que ellos inventaron para su rebelión’ o Libro 5, Cap. 5 sobre trabajo en minas dice: ‘inventado de los de su ropa, pues antes y después sacaron los caciques el oro, y los indios iban gustosos por la doble paga’)

Una sociedad sin problemas donde sólo de manera exógena aparecen agitadores. Pero que internamente es un jardín sin problemas. Lo que implica, por cierto, el buen carácter de la dominación. Es el mismo tipo de discurso que la élite usará (no sólo en Chile en cualquier caso) a lo largo del tiempo. El siguiente caso que narra Bengoa en su Historia Rural del Valle Central (vol. 2, p. 27) resulta de interés. Luego de un reclamo campesino en una hacienda cerca de Santiago en 1921, su dueño escribe en El Mercurio:

Primero, que en julio pasado hubo una huelga provocada por agitadores que venían de Santiago, que reunió en un mitín a los inquilinos para hablarles de la reivindicación social (sic), de la destrucción del capital y del reparto de las tierras.

El problema nunca es la naturaleza de la dominación, los problemas sólo aparecen con los que reclaman por ella (que siempre vienen de fuera).

Por otro lado, esto contrasta con otro debate que está en juego en la época: guerra defensiva o guerra ofensiva; pactar con los mapuche o seguir en el intento de conquistarlos. En última instancia: paz o guerra (es el problema central de política que se discute en el Resumen a partir del Libro 6). La idea que la guerra defensiva fue un fracaso (encapsulado en el asesinato de los jesuitas misioneros en territorio mapuche) es parte del discurso de la época, parte de la defensa de la guerra ofensiva y de continuar en el intento de conquista (y eso quedó en la literatura posterior, por ejemplo como Barros Arana se refiere a ello, casi como sueño sin sentido). Ahora bien, la defensa de la guerra defensiva, de la necesidad de pactar, proviene de otra interpretación de fracaso: Del hecho que todo el esfuerzo realizado no ha podido derrotar a los mapuche. Y es esa interpretación la que al fin gana desde la perspectiva de la Corona española (y de los gobernadores, que son sus representantes). Como nos refiere Rosales, el Marqués de Baides (gobernador entre 1638 y 1646) después de escuchar en consejo sobre si otorgar o no dar la paz a los mapuche (Libro 7, Cap. 10)

Quedó el marqués confuso y en toda la noche siguiente no pudo dormir, luchando su espíritu marcial, que le inclinaba a la guerra, con su generosidad y los repetidos encargos del rey, que le llamaban a la paz. Levantose temprano y se encontró con don Alonso de Figueroa, a quien semejantes pensamientos habían desvelado; y, comunicándose sus sentimientos, Figueroa, hombre de gran prudencia y experiencia, le dijo que el talar aquellos campos ni ganaba tierra ni vasallos al rey, ni fruto considerable a la gente; que la guerra se hace para adquirir la paz, y era infeliz cosa, cuando se ofrecía la paz, despreciarla por seguir la guerra; que de no haberla admitido don Luis Fernández de Córdoba se siguieron muchos infelices sucesos, que le refirió, y que en mano de los españoles estaba hacer que durase la paz con tratar bien y según justicia a los indios. Este mismo dictamen era el del marqués, y llamando a los caciques hizo juntar los indios amigos par oírlos sobre esto.

Después de eso vienen las paces de Quilín (1641) que son el inicio de una política general de apaciguamiento de la frontera (aun cuando su efecto no es inmediato y todavía vendría la crisis de 1655, con rebelión general mapuche y motín en Concepción para derribar al gobernador). Al fin, la lógica imperial (recordemos los repetidos encargos del rey) que la guerra no tiene ya sentido debido a la resistencia continua se imponen.

Se imponen al actor que se resiste a la paz: la élite local de la colonia. Al fin, el actor que plantea que lo que fracasó fue el intento de paz es la élite local (y el comentarista no puede menos que anotar al margen sobre la referencia a dependía de los españoles: ‘de los jesuitas estaba dejar de fomentar a los indios’). Ellos son los que prefieren la guerra, para ellos la paz es un desastre (así en un momento en que un gobernador decide atacar nos dice ‘de que lo recibieron gran gusto los soldados’ Libro 6, Cap. 6). Lo cual nos dice bastante entonces sobre la imagen inicial que defienden de un país pacífico que otros (en particular, los jesuitas) vienen a conflictuar.

El tema no es la paz, no es la defensa de la tranquilidad. Para la élite, siempre, la paz equivale a su propio dominio sin límites ni obstáculos. Cualquier cosa que disminuya la dominación es un atentado contra esa paz. Sí, hay que implementar la guerra y la violencia para así lograr la única paz que les interesa: la de poder explotar a los otros sin problema.

Un discurso y una lógica que todavía nosotros podemos observar, y que ya se encuentra plenamente desplegada a lo largo del siglo XVII. Nunca está d más recordar que Chile ya exista, ya está conformado antes de la independencia.

Un par de notas sobre la aristocracia al fin del Medioevo en las crónicas de Froissart

Las Crónicas de Jean Froissart (1337-1410) pueden discutirse mucho como fuentes de la guerra de los 100 años y en general sobre los conflictos y eventos que narra, aunque yo tiendo quizás a darle crédito a los viejos cronistas(*), pero como ilustración de las actitudes y prácticas de la aristocracia del fin del Medioevo, en al menos Europa occidental creo que son bien insuperables. Están escritas desde y para ese público al fin.

Hay muchas cosas que se podrían destacar, pero ahora quisiera concentrarme en las siguientes.

(1) Existe una tendencia en ciencias sociales a disminuir el impacto per se de las tecnologías (de las tecnología físicas) -que cómo se usan y su impacto depende de cómo se integran en contextos sociales. Es una perspectiva que me resulta cercana, ahora bien tampoco corresponde disminuir lo que el cambio tecnológico puede hacer (incluso si es mediado socialmente).

Froissart está lleno de referencias a hechos de armas donde la destreza en el combate individual es crucial, y muchas de las prácticas aristocráticas (desde la justas a la práctica del rescate) se basan en ello. Un caso cualquiera (es una batalla entre ingleses y escoceses)

The fighting passed beyond where the Earl of Douglas was lying, now dead. In the final big clash, Sir Henry Percy came face to face with the Lord of Montgomery, a very gallant Scottish knight. They fought each other lustily, untroubled by any others, for every knight and squire on both sides was hotly engaged with an opponent. Sir Henry Percy was handled so severely that he surrendered and pledged himself to be the Lord of Montgomery’s prisoner (Libro III, p. 345 de la edición Penguin Classics que tengo).

En unas cuantas décadas las armas de fuego se expandirán y volverán todo esa práctica de combate imposible. Es cierto que la lucha individual, decidida por destreza en combate uno-vs-uno, se volvió obsoleta en diversos contextos, sin necesidad de armas de fuego (así, por ejemplo, con el desarrollo de combate colectivo de hoplitas). El arma de fuego no es una causa necesaria de ese resultado, pero también es cierto que con su despliegue ese tipo de combate no puede proseguir. Y en particular la lucha aristocrática entre pares no pudo retornar.

(2) Otra cosa que queda clara con Froissart es que las aristocracias no pasan de ser un grupo de gángsters (lo cual ha sido dicho múltiples veces, Froissart simplemente lo pone muy en claro, precisamente porque no observa esas prácticas de forma negativa). En uno de los episodios del libro, Froissart cuenta los recuerdos del Bascot de Maouléon, que había sido parte de una compañia de freebooters en la guerra de los 100 años. Y lo que cuenta son cómo usaban la guerra para ganar dinero, tanto extorsionando las zonas que podían dominar militarmente como a través del rescate de prisioneros nobles. Así:

There were no great lords in France to lead forces into the country districts, for the King was young and had to attend to too many different parts of his kingdom. There were Companies everywhere and troops roving about or settling on the country and no one could get rid of them. The great lords were hostages in England and meanwhile their people and their country were being pillaged and ruined and they could do nothing about it because their men had no stomach for fighting or even for defending themselves (Libro III, p. 291)

Se podría decir que el personaje en cuestión no es un señor tradicional (y que ese tipo de élite aparece como protectora en la cita). Sin embargo, es un sujeto aristocrático, y así se presenta él y así es tomado por Froissart. Y si bien esta es una de las citas más claras, Froissart también nos muestra casos de disputas entre aristócratas (el Conde Foix y el Rey de Navarra por ejemplo en el mismo libro III) que muestran las mismas prácticas mafiosas.

El mundo señorial es un mundo dominado por la posibilidad de extraer por medios violentos recursos y es ello algo que se realiza sin tapujos.

Y ello, por cierto, tiene que ver con la primera de las características: Es el acto de guerra el que se ve valioso (y por lo tanto se honra la hazaña individual) lo que está asociado a un mundo basado en la violencia y que depende del valor de cada guerrero. Así, de hecho, parte el prólogo del libro:

In order that the honourable enterprises, noble adventures and deeds of arms which took place during the wars waged by France and England should be fittingly related and preserved for posterity, so that brave men should be inspired thereby to follow such examples, I wish to plae on record these matters of great renown (p. 37)

La admiración por el coraje en batalla es común y el llamado a imitarlo también. En otros contextos ese llamado se hace en torno a algún fin (la patria o Dios o etc.), aquí el puro honor y renombre. Porque la dominación señorial es una dominación desde la violencia.

Es eso lo que está detrás de los sueños de una conducta caballeresca.

(*) Hay una vieja costumbre de criticar por baja credibilidad a los cronistas españoles de la Conquista. En viejos tiempos, leí a varios que planteaban que exageraban y que era imposible la grandiosidad de Tenochtitlán que describían. Ahora sabemos que no lo hacían. En general: los cronistas pueden equivocarse muchas veces, pero tengo la impresión que descreer sistemáticamente de su honestidad es sólo muestra del cinismo moderno.

De las expectativas. La revolución francesa y el ejemplo de EE.UU

En On Revolution Arendt insiste en varios momentos en cómo hemos olvidado (ahora quizás menos que en décadas recientes, sigue siendo común en todo caso) que para los contemporáneos la independencia de Estados Unidos fue una revolución; y que la revolución moderna nace ahí, que Francia no es la primera revolución. Es fácil para nosotros disminuir el impacto de lo sucedido en Estados Unidos (‘fue sólo una revuelta de independencia’, ‘había otras repúblicas’, ‘fue sólo un asunto político’) y -más allá de las correcciones de dichas reflexiones- vale la pena destacar lo que representó para sus contemporáneos.

Y ello no tan sólo por un asunto de realzar la novedad de los Estados Unidos, sino que la conexión entre ambas revoluciones permite comprender la actitud sobre la revolución en Francia.

Thomas Paine, publicista liberal que defendió tanto la revolución en Estados Unidos (Common Sense) y la revolución francesa (Rights of Man) servirá de ejemplo. Así al final de la primera parte de Rights of Man publicado en 1791 las menciona como parte del mismo proceso revolucionario.

From what we now see, nothing of reform in the political world ought to be held improbable. It is an age of Revolutions, in which every thing may be looked for. The intrigue of Courts, by which the system of war is kept up, may provoke a confederation of Nations to abolish it: and an European Congress, to patronize the progress of free Government, and promote the civilization of Nations with each other, is an event nearer in probability, than once were the revolutions and alliance of France and America

La comparación tiene, eso quiero insistir, sus efectos. La expectativa de Paine sobre una resolución relativamente sencilla de los temas constitucionales en Francia y en general de perspectivas exitosas para la revolución se basan en su experiencia en Estados Unidos. Allí una revolución había cumplido todos sus objetivos y había implantado de manera exitosa lo que para Paine constituía una total novedad (lo que constituía una revolución): un gobierno representativo, único basado en principios racionales y respetuoso de los derechos universales. A eso dedica el capítulo 3 de la segunda parte de Rights of Man, a poner la distinción basal entre los gobiernos hereditarios y representativos y a insistir en la novedad revolucionaria del gobierno representativo -lo que sucedía en Estados Unidos para Paine no tenía parangón alguno. Y, por lo tanto, ¿por qué no debiera funcionar en Francia?

La concepción universalista y ahistórica (ambas cosas no necesariamente van de la mano, pero en ese caso sí) de los revolucionarios facilitaba eso. Los derechos y los principios del gobierno son válidos siempre y en toda situación y el ejemplo de Estados Unidos mostraba que efectivamente eran posibles. Luego, ¿por qué no en todos los lugares?

En ese sentido, la experiencia de Estados Unidos -más allá de nuestra evaluación de su carácter- sí resulta crucial para comprender lo ocurrido en Francia. Al fin, sólo podía ser pensado como ejemplo (no necesariamente como modelo, pero sí como ejemplo que una revolución era posible y relativamente sencilla) sí es que se lo reconocía como una revolución.

La muerte y la gloria.

Hay un sentimiento que aparece en múltiples textos del pasado que a nosotros se nos vuelve muy difícil de comprender: la exaltación de la muerte en batalla y la opinión que es una muerte gloriosa. Un poema famoso de Wilfred Owen escrito durante la Primera Guerra Mundial muestra bastante bien nuestra reacción a esos sentimientos. Después de narrarnos la horrible experiencia de la muerte tras un ataque con gas concluye


My friend, you would not tell with such high zest
To children ardent for some desperate glory,
The old Lie: Dulce et decorum est
Pro patria mori.

La vieja mentira (la frase en latín es de un poema de Horacio, que fue bastante conocido entre las ‘clases educadas’ hasta tiempo relativamente recientes). Ahora, ¿por qué esa vieja mentira duró tanto tiempo?

Al fin, las frases que elogiaban ello no fueron dichas, como uno pudiera pensar, por personas que no conocían de la carnicería de la batalla. Fueron usadas y reconocidas entre personas que habían tenido dicha experiencia; su uso reiterado en la antigüedad clásica, donde básicamente todos los varones adultos eran combatientes y con experiencia de combate así lo demuestra. Incluso si quienes las escribieron fueran diletantes que hablaban de la gloria de la batalla antes de conocerla, quienes la repitieron y transcribieron (y dadas las condiciones de la época, sólo textos que resonaran lo suficiente en la cultura para ser repetidos y transcritos muchas veces tenían expectativa de llegar a nosotros) sí la tuvieron.

Leyendo las Antigüedades Romanas de Dionisio de Halicarnaso aparecen unas líneas que nos pueden servir a este respecto. El autor escribe en el I siglo AC sobre los inicios de Roma (para él ya un tiempo del cual lo separaban cinco o seis siglos, nuestra diferencia con el renacimiento). Nos cuenta entonces sobre un general romano, el dictador Postumio, en una de sus guerras iniciales (una de las tantas contra sus vecinos latinos):

Death, indeed, is decreed to all men, both the cowardly and the brave; but an honourable and a glorious death comes to the brave one (Libro VI, IX)

Cuando la muerte es algo siempre presente, y en culturas de guerra continua, o donde la peste o la hambruna siempre eran amenazas constantes, y en general la perspectiva de alcanzar una edad avanzada no es tan clara, el sentimiento esbozado en la cita adquiere bastante sentido. Para nosotros, para quienes la muerte puede alejarse de nuestra experiencia por mucho tiempo (en mi caso personal alrededor de tres décadas sin muertes entre mis cercanos) la idea de alejar la muerte, y enfatizar el horror frente a ella, tiene fuerza. Pero cuando la muerte está siempre ahí, cuando resulta imposible olvidar que todos morimos (que uno también morirá) la idea de evitar lo inevitable resulta absurda. Y dado que se morirá -y al final eso será más bien temprano- entonces tener una buena muerte tiene sentido. Y esa buena muerte no será necesariamente la de ‘morir tranquilo’ -dado que el albur de las vidas hace eso bien poco probable- sino también puede ser la de la muerte gloriosa y honorable. Puestos a morir, ¿por qué no ser valiente? (y el cobarde bien puede que no evite la muerte en batalla, todos sabían que la mayor parte de los muertos en combate lo eran en el momento de huida).

‘Granujas, ¿Viviríais para siempre?’ Es una frase supuestamente dicha por Federico el Grane en la batalla de Kolin en 1757 (y que he visto con variaciones repetidas en diversas ocasiones). Por cierto así quisiéramos, lo que da la fuerza a la frase es el hecho que eso no sucede. La idea que todos morimos puede generar la sensación que nada importa (puesto que al fin todos desaparecemos); también genera la perspectiva de destacar ciertas muertes, que en la muerte es donde se muestra los verdaderos valores por los cuales se ha elegido vivir. Uno de ellos es la valentía -que es lo que las citas y las culturas de la vieja mentira eligieron vivir.

Raymond Aron sobre Durkheim (y una nueva demostración que las críticas a Durkheim son malas lecturas)

Creo que de esto tres autores Durkheim es el hombre cuyas sugestiones han revelado menos validez ante el curso de los acontecimientos. Según las concebía Durkheim, es decir como cuerpos intermedios dotados de autoridad moral, las corporaciones no se han desarrollado en ningún país de economía moderna. Estos se dividen hoy en dos clases de regímenes, pero no hay lugar para las corporaciones en Rusia Soviética ni en las sociedades occidentales; en Rusia Soviética, porque el principio de toda autoridad y de toda moral debe ser el Partido y el Estado confundido; en Occidente, porque se necesitaría una excepcional acuidad visual para descubrir el menor rasgo de autoridad moral, aceptada o reconocida, en las organizaciones profesionales de asalariados o de empresarios. En cambio, Pareto no se equivocó al anunciar el ascenso de las élites violentas y Weber al anticipar la expansión de la burocracia. Si estos dos fenómenos no agotan toda la realidad social moderna, su combinación es ciertamente una de las características de nuestro tiempo (Aron, Las etapas del pensamiento sociológico, Parte II, Conclusión)

Dado que haré una crítica corresponde partir con el elogio: Aron es un grande, y Las etapas del pensamiento sociológico es un gran libro. En particular, la honestidad de Aron merece todas las alabanzas: Que reconozca, por ejemplo, su lejanía con Durkheim y su cercanía con Weber y cómo ello puede afectar su interpretación es un rasgo que no se puede dar por descontado. Es común esconder los propios sesgos (o para ser más exactos, para pretender que no son sesgos).

Dicho lo anterior procedamos a la crítica, que justamente tiene que ver con Durkheim. Ahora, el tema no es criticar a Aron (al fin, no sería pertinente discutir con un texto ya clásico de estas cosas), sino a través de ello hacer ver algo que sigue estando con nosotros: Interpretaciones de Durkheim que no dan cuenta de lo que él dijo, basados -al final- en el malestar que nos producen sus posiciones.

Aron pretende una crítica bastante fuerte: Al fin, mirado con la ventaja de la posteridad, podemos darnos cuenta que lo que decía Durkheim era bastante más superficial que las intuiciones de Pareto o de Weber. ¿Para qué preocuparse del diagnóstico de alguien que no dice mucho ni previó nada?

Llama la atención -al menos, a mí me llamó la atención- que el carácter de las afirmaciones que usa Aron no son iguales. A Durkheim se lo critica porque una propuesta de acción no fue seguida. A Pareto y Weber se los vindica porque un diagnóstico de situación fue adecuado. Las dos cosas no son iguales y no deben ser evaluadas bajo el mismo parámetro. Así, no se dice que una propuesta fue ‘menos válida’ porque no fue seguida: Un argumento más sensato sería mostrar que no se dieron las consecuencias que según quien lo propuso debieran haber pasado si la propuesta no ocurría. Y ese argumento falta en Aron.

El problema queda de manifiesto de manera más clara si evaluamos igual con igual. Al nivel de diagnóstico, la validez central del de Durkheim es evidente: Nuestras sociedades se caracterizan por una altísima división del trabajo (y que ello no es mero asunto de productividad, que se siente el llamado a ‘ser profesional’, a cumplir un rol específico) y la religión del individualismo (la idea que lo que hemos convertido en sacro es la vida individual) es efectiva. A lo menos, son tan cruciales como la burocratización. Al nivel de la propuesta, la de Durkheim puede quizás tener problemas, pero cuando se recuerda la cercanía de Pareto con el fascismo o la importancia que Weber le dió a la política de poder nacional o su defensa (porque al fin su preocupación es que desaparecieran) de la relevancia de contar con líderes carismáticos en las democracias para no caer en una dominación puramente burocrática, y su participación en las discusiones sobre Weimar (aquí una breve exposición) tampoco parecen ser sus propuestas mucho mejores o más iluminadores que la de Durkheim.

Y, por último, y volviendo al núcleo de la crítica de Aron: ¿es la propuesta de Durkheim efectivamente tan irrazonable? Por un lado, la propuesta todavía tendría sentido si al no haberse hecho (como lo dice Aron) continuaran los males que Durkheim diagnóstico. En otras palabras, ¿sigue existiendo una solidaridad orgánica, una forma de división del trabajo, anómica? Digamos que, por lo bajo, siguen existiendo quienes diagnostican los mismos problemas que Durkheim. Puede decirse que la idea de Durkheim que la forma existente de la sociedad moderna (‘orgánica’) que él criticó como anómala es la versión ‘normal’. Ahora bien, eso depende de una discusión más larga: Si la forma que hemos experimentado la modernidad es efectivamente la forma canónica. La pregunta no es tan absurda: las variantes que adoptan inicialmente las formas sociales no son necesariamente las más exitosas o normales. Se puede decir que el primer imperio propiamente tal fueron los asirios, pero es claro que los siguientes imperios no siguieron ese camino, los asirios fueron anormales. Pero durante un par de siglos nadie hubiera podido diferenciar la forma asiria de ser un Imperio de la forma ‘normal’. ¿Por qué no podría pasar lo mismo con esa forma de vida social que llamamos modernidad?

En realidad, mi desacuerdo con Aron a propósito de la propuesta de Durkheim es mayor. Es cierto que no se crearon corporaciones en el mismo sentido que el pensador francés lo estableció. Pero es cierto que las asociaciones profesionales (no los sindicatos ni las de empresarios, pero claramente Durkheim no está pensando en esas asociaciones sino en las que reúnen a personas del mismo oficio) si tienen cierta autoridad moral para las personas de esos oficios (o al menos, los han tenido en varios contextos), y en algunos casos han tenido efectivamente capacidad regulatoria (de impedir el que se pueda ejercer la profesión por ejemplo o pensemos en diversos Comités de Ética). Y que al hacer eso han cumplido, al menos parcialmente, la tarea que pensaba Durkheim era relevante: la de entregar un cierto marco moral para la actividad profesional, que es el marco vital (y por lo tanto el eje de la vida moral) de personas que viven en sociedades marcadas por la división del trabajo. Y si no han cumplido plenamente con las esperanzas de Durkheim y sólo parcialmente, pues bien puede decirse que la propuesta sólo se ejecutó parcialmente también.

En todo caso, la razón más profunda por la cual es falso que su diagnóstico tuviera menos validez, es que en relación a la modernidad, podemos decir que no fue el escepticismo (paretiano: es todo igual; weberiano: esto será sólo una jaula de hierro) la guía real de dicho siglo (como argüimos tiempo atrás aquí); sino precisamente el reformismo durkheimiano. Durkheim veía a la modernidad como algo que en sí mismo era positivo (‘natural’), pero cuya forma existente podía modificarse. Y en ello el transcurso general del siglo XX si siguió la impronta de Durkheim.

En última instancia, las críticas a Durkheim suelen basarse, como hemos visto, en una lectura insuficiente: En comparar, como en este caso, propuestas con diagnósticos, en no fijarse cuál era la propuesta (que una corporación no son sindicatos), ni tampoco en la línea general (y por lo tanto que el reformismo fue la ideología más exitosa del siglo XX)

La trampa del develamiento. La caída de Bourdieu en el escolasticismo

J’en vois des effets d’une naïveté criante tous les jours, c’est même étonnant. Quand on voit les débats intellectuels, on est frappé du degré auquel les intellectuels sont inconscients du degré auquel ils sont manipulés par ce principe: une part énorme de ce que les gens disent en littérature, en art, en philosophie a pour principe l’intérêt à être littéraire, artiste ou philosophe quand on est professeur de littérature, dárt ou de philosophie (Bourdieu, Sociologie générale, Volumen I, Clase del 2 de junio de 1982, p. 140).

Como la cita anterior hay muchas en Bourdieu: La idea que existe una verdad que se devela al sociólogo que está oculta al näive participante de la vida social. Y que esa ingenuidad es necesaria para que las cosas funcionen, porque en el momento en que los actores se dan cuenta que todo es sólo un juego, el juego deja de operar. Bourdieu es aquí heredero de toda una larga tradición del pensamiento moderno -todos los profetas de la sospecha también operan bajo la idea que hay algo evidente que todos creen que ellos son los que develan (esa es su sospecha).

Ahora bien, creo que en ello -en la asignación de ingenuidad y en la idea que sin ingenuidad la operación de los sistemas entra en crisis- Bourdieu replica un error que él mismo se dedica miles de veces a criticar (y que es central en sus Meditaciones Pascalianas): el error escolástico. La idea de todo estudioso que las personas en la vida social piensan como lo hace un estudioso. En el texto de Sociología General que comentamos, en el cual inicia el curso con una larga discusión sobre la clasificación, el tema aparece en varias ocasiones: En la insistencia en que el habla práctica es una habla performativa (en la cual se hacen cosas), no meramente constativa; en el continuo recuerdo que la clasificación que hacen los actores es una clasificación inmersa en la práctica (y que de ahí derivan sus características). Sin embargo, a la hora de analizar la reacción, Bourdieu piensa que reaccionarían como un estudioso y no como alguien inmerso en la acción.

La siguiente cita es ilustrativa (porque además opera justo en el campo en el cual Bourdieu no puede dejar de operar como participante, y no sólo como estudioso, y que justo proviene después de otra repetición por parte de Bourdieu de la crítica al error escolástico)

Por example, il faudrait avoir le courage -c’est tellement pénible et difficile que l’on ne veut pas ajouter ce surcroît de travail- de noter à chaque moment la représentation que l’on a de l’objet étudié. Il y a en effet une / sorte de modalisation permanente de la représentation de l’objet qui fait que le chercheur lui-même a beaucoup de mal à retrouver l’expérience première qu’il avait de son objet (Clase del 26 de Mayo de 1982, p. 103-4).

Esa diferencia de perspectivas (entre la visión objetivante y ‘cínica’ del investigador y la ingenua del participante) la ilustra con un ejemplo de un escrito de Sartre.

exemple typique, je peux vous lire à haute voice le fameux texte que Sartre a écrit à la mort de Merleau-Ponty et, par de simples effets d’accent, de coupure, etc., vous faire sentir tout ce que la célébration respectueuse et dévouée peut cacher de stratégies de récupération. Dès que vous avez accédé à cette vision objective, vous avez de la peine à refaire la lecture näive (p. 104)

Y un poco más adelante, una anotación que creo más decisiva de lo que el mismo Bourdieu piensa:

Même si les exemples son réducteurs, on peut prendre celui de Sartre: si Sartre avait été vraiment cynique et calculateur dan son éloge de Merleau-Ponty, l’éloge n’aurait pas fonctionné comme éloge, ni à ses propres yeux ni aux yeux de ses lecteurs (p. 105)

Ahora, entonces, ¿por qué debiera pasar lo que dice Bourdieu? Como acabamos de ver, el mismo Bourdieu puede, al mismo tiempo, plantear que en lo de Sartre hay una jugada al interior del campo (para obtener capital simbólico) y al mismo tiempo hay un eulogio (no es sólo una jugada). Y la jugada sólo sirve como jugada si efectivamente funciona como eulogio. En otras palabras, bien se puede reconocer que (a) toda acción es un jugada al interior de un campo en aras de obtener, validar y generar capital simbólico, en lucha con otros actores y que (b) la acción no es sólo ello, sino que además hace lo que se supone debe hacer en el nivel primario. Hay un juego y al mismo tiempo no todo es ese juego.

Lo que Bourdieu reconoce en el campo del cual es participante, y que cree que es difícil y extraño en general, uno podría decir que es más general: Que la misma combinación de cierto cinismo (‘es una jugada’) y de ingenuidad (‘es un eulogio’) opera en todos los lugares donde uno participa. Porque al fin, uno participa en los juegos, y esos juegos tienen sentido, porque se comparte la ilusión básica que hacen lo que se supone hacen. Solo que, contra Bourdieu, ello no es mera ilusión: Toda jugada en el campo literario es una forma de construir capital simbólico, pero entre medio hay tal cosa como novelas que a uno le gusta leer, o que a uno lo emocionan, o que uno quiere recomendar (o novelas que uno quiere escribir, novelistas con los que uno quiere reunirse porque le interesan).

En última instancia, los actores precisamente porque además juegan ingenuamente, resultan ser más sofisticados que el analista -que cree que sólo hay un juego.